Foto de portada: Juan Rulfo y el cineasta Carlos Velo.
“A Río Bravo revuelto, ganancia de pescadores”. Algo así debieron de pensar, de 1936 a 1956, los productores y directores de cine mexicano, que aprovecharon que la industria cinematográfica de los Estados Unidos y de Europa entraba en una grave crisis debido al Crack del 29 y el ambiente parabélico, bélico y posbélico de la Segunda Guerra Mundial, para ocupar un cierto protagonismo en la producción de películas comerciales para el mercado hispanohablante.
Pero, a mediados de los años cincuenta, la recuperación de las industrias cinematográficas del gran norte y el triunfo de la televisión, que exigió por parte de la industria cinematográfica una reinvención, no sólo artística, sino también técnica, que el cine mexicano no se podía permitir, supuso el fin de aquella primavera mexicana. Las aguas auríferas del Río Bravo volvían a fluir serenas y cristalinas hacia sus fuentes.
Es en este contexto de crisis y de nostalgia que debemos situar, en el México de principios de los años sesenta, la producción de dos películas, como Pedro Páramo (1967), dirigida por Carlos Velo, y El gallo de oro (1964), dirigida por Roberto Gavaldón. Muchos habían depositado grandes esperanzas en el hecho de contar con una materia prima literaria de altísima calidad, como eran las novelas del escritor jalisciense Juan Rulfo, al que podemos considerar una de las mechas fundamentales del Boom. Pero el infierno está empedrado de buenas intuiciones.
Decía Victor Hugo que “no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. Tampoco hay nada más débil que una idea que llega antes de tiempo. No es improbable que si ambas películas se hubiesen producido dos o tres años después —por ejemplo, en 1967, cuando García Márquez publicó Cien años de soledad y Miguel Ángel Asturias ganó el Premio Nobel, o en 1969, cuando Mario Vargas Llosa publicó Conversación en La Catedral, y la Rayuela de Cortázar se convertía inesperadamente en un símbolo del sesentayochismo—, el presupuesto, recepción y promoción de estas películas hubiese sido muchísimo mayor.
Pero las versiones cinematográficas de Pedro Páramo y El gallo de oro no sólo se avanzaron en muy poco a la gran eclosión del Boom, que venía gestándose desde principios de los sesenta, sino que incluso la propiciaron. Porque no puede desatenderse el hecho de que dos de los escritores más representativos de la joven generación de novelistas latinoamericanos, como fueron Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, trabajaron en su confección.
En el caso de El gallo de oro, fue García Márquez quien inició el guion, pero como sus diálogos estaban repletos de colombianismos, se le pidió a Carlos Fuentes que se sumase al equipo, lo cual dio lugar a uno de los tándems literarios más interesantes de la época. Fuentes recuerda haber pasado días enteros discutiendo acerca de un solo adjetivo. Sea o no exagerado, las discusiones de tres grandes autores, de un lado Rulfo con su texto, del otro Fuentes y García Márquez con sus propuestas de reescritura, debieron de resultar apasionantes.
No obstante, la escritura del guion resultó ardua, porque la primera versión del guion no se adaptaba lo suficiente al género de la comedia ranchera, que era el extraño molde al que el director Roberto Gavaldón quería o debía verter la obra de Rulfo. Resulta fascinante, e incluso perturbador, pensar en los malabarismos que Fuentes y García Márquez debieron realizar para pasar el áspero mundo de Rulfo a una alegre comedia ranchera.
Ciertamente, transformar una novela en un guion no sólo supone un enorme esfuerzo de interpretación y de creación, sino también una reflexión acerca de las diferentes modalidades expresivas de la literatura y el cine, lo cual debió de resultar especialmente interesante en un momento en el que la literatura también debía readaptarse para readaptarse o especializarse frente a la industria audiovisual. Ver estas películas y estudiar sus guiones es un excelente ejercicio para pensar, en sus orígenes, la relación dialéctica que los novelistas del Boom mantuvieron con la industria cinematográfica. Por todo ello no podemos dejar de celebrar la fastuosa edición que Douglas J. Weatherford ha realizado, en la editorial mexicana RM, del guion de Pedro Páramo y de los dos guiones de El gallo de oro.
Resulta difícil valorar el guion de una película cuando no se puede cotejar el resultado final con aquello que los guionistas realmente escribieron, y aquello que los guionistas escribieron con la obra literaria original. Debe ser algo semejante a valorar el parecido de un retrato cuando se ignora el original. Decididamente, Platón habría expulsado a los directores de cine de su República ideal, porque, a sus ojos, toda película sería la copia imperfecta de un guion que es, a su vez, la copia imperfecta de una novela.
Pero, tal y como recuerda José Carlos González Boixo en su estudio introductorio a El gallo de oro, una novela, un guion y una película son objetos autónomos, que tienen sus propias legalidades. Ciertamente, una película tiene el derecho de querer ser otra cosa, como de hecho quiere serlo El gallo de oro de Gavaldón; y aun cuando decida serle fiel a la obra original, quizás bastará con que le sea leal, esto es, con que asuma su espíritu, aun cuando la letra sea diferente. Lo importante no es la adecuación entre todas estas expresiones artísticas, aunque pueda interesarnos de forma circunstancial, sino su valor independiente en cuanto obras de arte. Digamos que lidiamos con un archipiélago (de ciudades-estado griegas), no con una escalera que promete llevarnos al cielo platónico de la identidad. Sea como sea, la comparación, que ya no el cotejo, de todas estas obras es un ejercicio fascinante que vale la pena realizar.
Tal y como señalan desde diferentes ángulos Douglas J. Weatherford, José Carlos González Boixo y Fernando Mino en sus estudios introductorios, tanto Pedro Páramo como El gallo de oro supusieron un cierto fracaso, lo cual no significa que ambas no tengan momentos muy acertados. Según el director Carlos Velo, la película Pedro Páramo fracasó, no por culpa del guion, sino más bien por los cambios que se sintió obligado a aceptar: “Mi guion —dirá, lo cual incluye también a Carlos Fuentes— no pude filmarlo”. Por esta razón Carlos Velo quiso publicar a toda costa el guion de la película, que no ha visto la luz hasta esta edición, más de treinta años después de su muerte. Velo estaba convencido de que el cotejo entre la película y el guion original serviría como lección de “lo que nunca debe aceptar un realizador cuando está seguro de su obra”.
Según el estudio de Weatherford, el cotejo de la novela y el guion ponen de relieve un trabajo primoroso en el que los guionistas buscaron ser fieles al texto sin caer en el mero servilismo. Las divergencias son numerosas, y siempre interesantes. Lo más importante es que el cotejo del guion original con la película le da la razón a Carlos Velo. Al parecer, se eliminaron escenas cruciales, como aquella en la que Pedro Páramo se enamora de Susana San Juan, cuando son niños, lo cual puede resultar desorientador para el público, así como algún que otro flashback que ayudaba a comprender mejor el carácter del Pedro adulto. Por así decirlo, se retiraron las piedras sobre las que Pedro Páramo edificó su carácter. También se desatendió a la dimensión simbólica de un personaje como Susana San Juan, que en la novela cumplía un papel frustradamente redentor, tal y como indican su nombre, que remite a San Juan Bautista, y el hecho de estar asociada con el agua de los ríos, la lluvia o el sudor, sugieren. En su lugar, lo único que queda es una mera obsesión sensual.
Otra modificación que Carlos Velo se vio obligado a aceptar es que el viaje de Juan Preciado a Comala fuese real, como muchos leen la novela, y no el fruto del delirio en el momento de su agonía como aparece en el guion. Según Weatherford, resulta interesante que el mismo Rulfo hubiese ensayado en otras obras inéditas ese tipo de estructura narrativa, que nos recuerda a “El sur” o a “El milagro secreto” de Borges, o al Desierto de los tártaros de Buzzati. Pero dicho cambio, que probablemente no hubiese desfavorecido a la novela, fue, a su vez, eclipsado por las exigencias de John Gavin, un actor que había perdido protagonismo en la escena estadounidense y había puesto esperanzas en esta película, y que insistió en que la película acabase con la muerte de su personaje, Pedro Páramo. Lo cual no sólo supuso que el centro narrativo se viese alterado, sino que, además, selló la película con una de las peores escenas de su carrera. Tanto es así que algún crítico llegó a afirmar que aquella muerte, tan sobreactuada, era más propia de una película de zombis que de un drama mexicano. Aunque tampoco debe desatenderse el hecho de que Pedro Páramo sea una novela de fantasmas.
No queda claro si Carlos Velo tuvo razón en defender enfáticamente la calidad literaria del guion, creyendo que si hubiese podido filmarlo tal cual le habría salido una obra maestra, o se trata más bien de una estrategia para justificar o asumir un fracaso que pesó como un lastre a lo largo de toda su carrera. Es probable que ése no fuese el único problema, porque el mismo Carlos Fuentes, tras colaborar en las adaptaciones de Pedro Páramo y El gallo de oro, y en una adaptación posterior de No oyes ladrar los perros, para François Reichenbach, abandonó para siempre la escritura de guiones. Por su parte, García Márquez nunca perdió la pasión por el cine, si bien es cierto que nunca se sintió satisfecho con ninguna de las adaptaciones cinematográficas que se hicieron de sus propias obras, las cuales tampoco gozaron ni del favor del público ni de la aprobación de la crítica. Pero esa ya es otra historia.
Veamos rápidamente qué sucedió con El gallo de oro, la versión de la novela corta o cuento largo que Juan Rulfo escribió entre 1956 y 1958, si bien no se publicó hasta 1980. En este caso no conservamos sólo uno, sino dos guiones. Según González Boixo, el primer guion, “muy minucioso”, trataba de “adaptar el texto de Rulfo a los intereses de la comedia ranchera”, que era el género que había escogido el director, Roberto Gavaldón. Sin embargo, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez debieron reescribir totalmente el texto, no tanto porque el texto no fuese bueno, sino porque no se adaptaba suficientemente al género de la comedia ranchera.
Los cambios respecto a la novela son siempre interesantes. En la obra original, el protagonista tiene un “brazo engarruñado”, mientras que en la película no, porque dicho rasgo no hubiese hecho creíble su relación con Bernarda la Caponera. Asimismo, en la novela, el gallo de pelea es un “fino gallo”, mientras que en la película es “cojitranco”, como si el defecto del personaje se le hubiese transferido. Sin embargo, esa deformidad no implica ningún simbolismo. Sólo sirve para justificar que la gente apueste en su contra por su aspecto, y eso le reporte más ganancias al protagonista. Más, en la novela, las burlas que el personaje recibe por parte de la gente de su pueblo, le llevan a odiarlo y a abandonarlo, jurando no volver, mientras que en la película se nos aparece como un ser feliz y cándido, que se marcha del pueblo por un puro azar. También a diferencia de la novela, en el guion de 1963, el gallo no muere en la pelea de Tlaquepaque, lo cual lo convierte en un problema, porque el protagonista parece no saber qué hacer con el gallo, debido a que la acción ha pasado a centrase en los juegos de cartas. Finalmente, mientras que en la novela, toda la acción queda subsumida por una filosofía de la suerte de corte fatalista, en el guion, es La Caponera la que le da la suerte al gallo, de un modo un tanto arbitrario. Podemos concluir, con González Boixo, que la novela de Rulfo era “una historia demasiado amarga para que encajara en los parámetros de la ‘comedia ranchera’.”
Pero aunque ambas películas fuesen un fracaso, resulta indudable que tuvieron un papel esencial en la carrera literaria de Fuentes y de García Márquez. Según García Márquez, “el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros”. Por otra parte, siempre es interesante ver a grandes autores bailar, como osos encadenados, por las convenciones y las limitaciones de la industria cinematográfica.
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Autor: Douglas J. Weatherford (ed.). Título: Juan Rulfo en el cine: Los guiones de Pedro Páramo y El gallo de oro. Editorial: RM-Fundación Juan Rulfo, Ciudad de México. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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