Se dice que en la infancia está la marca original de un escritor. En el caso del mexicano Juan Villoro (1956), esa marca lleva el sello de su padre, el filósofo Luis Villoro, cuyo oficio al niño Juan le costaba trabajo entender, ya que cuando le preguntaba de qué trataba su trabajo, él le decía que indagaba el sentido de la vida, lo cual es bastante abstracto. Entonces, cuando Juan hablaba en el patio del colegio con sus amigos y comparaban profesiones de los padres, uno decía que tenía un papá piloto de aviación, otro que vendía alfombras y otro pinturas de aceite, y cuando le preguntaban a él, solo podía decir que su padre indagaba el sentido de la vida, con lo cual pensaban que era un vago absoluto que estaba en las cantinas bebiendo tequila y oyendo mariachis, porque esa es la manera más habitual de indagar el sentido de la vida en México. Así que a Juan Villoro le costó mucho trabajo entender al fin cuál era el oficio de su padre.
“Con los años, cuando empecé a leer y a escribir, me acerqué más a él y quizá me dediqué a la literatura como una aproximación a esa figura muy significativa, pero a la que solamente se llegaba a través de los libros”, dice Villoro en entrevista con Zenda.
“Mis padres se divorciaron cuando yo tenía nueve años. Pero mi padre fue siempre un hombre muy cordial que tenía para mí algo de maestro más que de pariente muy cercano. Yo crecí con mi mamá y mi hermana, y mi papá me veía los fines de semana, y quizá por eso me aficioné tanto al fútbol, porque él no sabía qué hacer conmigo y me llevaba al cine, que le fascinaba, pero en la cartelera no siempre había buenas películas para niños, así que íbamos al zoológico; pero ¿cuántas veces puedes ver a los mismos leones sin aburrirte? Entonces, cuando se dio cuenta de que me gustaba el fútbol encontró el pasatiempo perfecto para compartir conmigo los domingos. Así que el lugar donde más tiempo vi a mi padre en toda mi infancia fueron los estadios de fútbol, primero el de Ciudad Universitaria y a partir de 1966 el Estadio Azteca. Fue una relación muy vinculada con las tribunas, y yo siempre pensé que él era un gran aficionado al fútbol y que me llevaba porque a él le apasionaba el deporte, pero cuando yo pude ir por mi cuenta al estadio, ya en la adolescencia, él dejó de ir, y me di cuenta de que solo había ido para acompañarme, lo cual me pareció más entrañable todavía”.
—¿Cuál fue el momento que más influyó en usted para seguir la vocación literaria?
—A mí me gustaban muchas cosas: los cómics, el rock, las narraciones de los locutores deportivos en general y especialmente de fútbol. Todo eso tenía que ver con un área de comunicación. Por otra parte, yo estudiaba en el Colegio Alemán y mi primera lengua escrita y leída fue el alemán, porque llevé todas las materias en esa lengua durante nueve años. Y el español era para mí un espacio de libertad en donde podía hablar con una naturalidad y confianza que no tenía al hablar en alemán. Iván Illich hace una distinción muy interesante entre lenguas escolarizadas y lenguas vernáculas. Durante siglos la humanidad aprendió las lenguas como vernáculas y luego la escolaridad impuso ciertas reglas, y de manera un tanto coercitiva enseñó los idiomas. Yo me escolaricé en alemán pero aprendí el español como lengua vernácula, y por tanto se convirtió en un espacio liberador. La combinación de estos intereses tenían que encarnar en algo, y ese rito de paso ocurrió en las vacaciones previas al bachillerato, cuando leí una novela que se ubica en las vacaciones previas al bachillerato: De perfil, de José Agustín, la historia de un chico de clase media mexicana de la Colonia Narvarte, muy parecida a la Colonia Del Valle, donde yo vivía, donde un muchacho sin brújula, que no sabe qué hacer con su vida, que tiene enormes temores, se enamora de una cantante de rock. Sentí que estaba leyendo mi propia vida, una especie de lectura en espejo, y pensé que si podía narrar una circunstancia gris como la mía de manera divertida, a la manera de José Agustín, eso cobraba un sentido extraordinario; es decir, que la realidad podía mejorar por escrito. Ese descubrimiento de lector y escritor y de sentido de la existencia misma fue lo que me convirtió de inmediato en alguien que quiso escribir habiendo leído solo un libro por gusto que hechizó el mundo para mí. Y a partir de entonces me pareció que todo estaba lleno de símbolos que podían ser narrativos.
—Eso ocurrió hacia el año 1966, pero ya avanzados los años 70 usted hace un magnífico programa de radio que se llamaba El lado oscuro de la luna, que le da en México una enorme visibilidad.
—Sí, fue del año 77 al 81. Me interesaba mucho la música de rock y sobre todo la posibilidad de comportarse de otra manera a partir de la música. Crecí en los años 60 y principios de los 70, cuando ser joven se convirtió en un signo cultural diferente. Antes los jóvenes se vestían como adultos o trataban de emularlos. La juventud era la antesala de la vida adulta. Pero en los años 60 la juventud se convirtió en una meta en sí misma y surgieron nuevas formas de amar, de intoxicarse, de cultivar religiones, de muchas manifestaciones específicamente juveniles. La literatura, por ejemplo de José Agustín, estaba muy vinculada con un lenguaje coloquial de los jóvenes en esa tendencia que se llamó, quizá de manera reductora, la Literatura de la Onda, pero que tuvo para mí un interés importante también por lo mucho que me gustaba la música de rock.
—¿Fue aquello una especie de politización también?
—Mi generación es post 68, año en el que una multitud de jóvenes que habían organizado un movimiento estudiantil fue salvajemente reprimida en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Su impacto político no fue muy inmediato ni muy directo porque sus líderes fueron encarcelados y se impuso el gobierno autoritario del PRI. Sin embargo, las repercusiones culturales del 68 fueron muy grandes. Podemos pensar que hubo un impacto más contracultural que político inmediato. Posteriormente, ya con el surgimiento de diversos partidos políticos, se empezó a recoger la herencia democrática del 68. Pero en un principio fue principalmente contracultural, y ahí entroncó el anhelo de libertad del movimiento estudiantil con la misma pulsión liberadora de la contracultura, el rock y la nueva literatura. Y a mí todo eso me encandiló como una nueva forma de vida más plena de la que yo había imaginado, porque yo venía de un horizonte muy limitado dentro de una familia muy católica, no mis padres pero sí sus dos familias; del Colegio Alemán muy represivo; de la sociedad mexicana muy conformista y mojigata. Fue una ruptura fascinante.
A Villoro lo acaba de reconocer la Federación de Gremios de Editores de España con el premio Liber 2019 al autor hispanoamericano más destacado, lo que le parece un acto de generosidad, en vista de que se reconoce a autores de la otra orilla del Atlántico. “Muchas veces”, considera, “se piensa que los editores toman la precaución de no leer los libros que publican para no comprometerse; pero extrañamente hay editores que sí leen, y la idea de este premio es justamente que los editores manifiesten su gusto. Para mí recibirlo es una señal de que hay interés por lo que se está haciendo en México y en América Latina, con la lengua española como puente, a tal grado que yo creo que en el futuro se llamará «idioma hispanoamericano», pues me parece un regionalismo exagerado que siga siendo llamado «español», cuando hace más de doscientos años que los países de América Latina están contribuyendo con notables variantes al idioma y, por ejemplo, hoy en día uno de cada cinco hispanohablantes es mexicano”.
—¿Cómo percibe el panorama editorial en el ámbito internacional de la misma lengua? ¿Cree que sigue haciendo falta una mayor fluidez entre autores de ambas orillas e incluso entre los distintos países de Latinoamérica?
—Siempre se puede hacer más. A mí me sorprende que en la generación de los Modernistas, por ejemplo, o en la Generación del 98, había muchos contactos y se sostenían correspondencias muy activas entre autores de distintos países hispanoamericanos. Hoy en día, a pesar de internet y de la globalización, no siempre estamos tan vinculados, porque en muchas ocasiones lo que han hecho los grandes consorcios editoriales es crear filiales que son regionales de muchos países. Entonces, es una idea falsa de la comunicación, porque simple y sencillamente tienen casas editoriales en distintos lugares sin articularlos a todos ellos. No obstante, siempre surgen nuevos proyectos que pueden establecer estos contactos. A mí me da mucho gusto que estén saliendo editoriales independientes importantes en México, en Argentina y en otros lados, aunque siempre sujetas a los avatares económicos de nuestros países, que tienen una economía muy experimental.
—En relación con su trabajo literario, desde hace un tiempo usted viene decantándose por la escritura dramática, y sus obras teatrales se estrenan cada vez más.
—Sí. En septiembre pasado tuve tres obras en cartelera, lo cual evidentemente no me hace sentir como Lope de Vega, pero sí fue la prueba de que se pueden montar obras. Esto no ha tenido que ver con que todas ellas fueran exitosas, sino al revés, con la dificultad para levantar los proyectos, y coincidió por casualidad que los tres pudieron presentarse en septiembre. También se han montado obras mías en Argentina, en Italia, en Japón; ahora viene a Madrid un monólogo mío titulado Conferencia sobre la lluvia, de producción argentina, y el año que entra Guillermo Heras va a hacer el montaje. Hace poco en el Teatro Romea de Barcelona se presentó mi obra El filósofo declara. Así que un poco en broma yo digo que mi vejez será dramática o no será, porque estoy muy dedicado a la dramaturgia.
—¿Qué particularidades encuentra en la escritura dramática?
—Yo empecé escribiendo teatro a principios de los años 70, una época en que un grupo de amigos estábamos muy influenciados por Alejandro Jodorowski, una gran figura contracultural en México y un espléndido director de teatro, quien había creado una obra titulada El juego que todos jugamos. Inspirados en él hicimos una obra de creación colectiva que se llamó Crisol, la cual trataba de tocar, de manera muy ingenua, los problemas de la Era de Acuario: sexo, drogas, rocanrol, racismo, pacifismo… En fin, temas que conectaron con el público en gran medida, porque estaba de moda que los jóvenes presentaran nuevas opciones. Pensé que me dedicaría al teatro, pero es sumamente difícil levantar un proyecto, se necesita una gran cantidad de apoyos y no es fácil tener un productor, contar con un teatro, etc.
—¿Quiere decir que cuando se escribe teatro no se piensa en publicar, sino que se piensa el texto en términos puramente escénicos?
—Sanchís Sinisterra dice que lo primero que tiene que saber alguien que escribe teatro es con cuántos actores va a contar y quién le va a producir la obra, porque el teatro está destinado a los foros. Si uno escribe una obra con 40 personajes necesita a la Compañía Nacional de Teatro y no necesariamente se va a tener esa oportunidad, y se requiere de una producción que no va a suceder. Entonces hay que tener presente la posibilidad de que eso encarne en la escena, por lo que yo sí he estado pensando desde el principio y trabajando muy de cerca con directores para que eso sea viable como un proyecto escénico. Así que no escribo para el papel; escribo para la escena.
—¿Y cómo resuelve el trabajo de las palabras en su imaginación como creador?
—Cuando escribo teatro estoy pensando en las posibilidades de que eso se escenifique, y luego en los ensayos corrijo mucho y altero muchas cosas. Ahora en España la editorial Punto de Vista va a publicar mi teatro reunido, seis obras, con el título de La guerra fría y otras batallas, donde comento que para mí lo esencial al pensar en dramaturgia es concebir posibilidades de que eso tenga una dimensión escénica. No es teatro para ser leído, sino teatro para ser representado. Hay parlamentos que funcionan bien en tu mente y cuando los oyes en labios de los actores te das cuenta de que son absurdos o demasiado forzados y hay que hacer mucho reajuste. A mí me gusta mucho el traslado de las ideas que tengo en mi escritorio a su realización en la escena.
—Usted ha abordado toda clase de géneros literarios. ¿Cree que es un escritor multigénero, o un escritor de-generado?
—Yo creo que lo segundo es más cierto… A mí me interesan mucho las reglas que tiene cada género. Yo creo que cada una de las oportunidades que te da la prosa tienen mecanismos concretos y responden a necesidades y riesgos específicos. A mí me interesa mucho al escribir un cuento que no parezca el cuento de un novelista, y al escribir una novela que no parezca la novela de un cuentista, sino que cada uno de los géneros respire por cuenta propia. Desde luego también hay momentos de intersección y a veces una novela le debe algo al reportero que he sido. Cuando se escriben distintos géneros a veces ayuda ver la literatura desde distintas perspectivas. A mí me interesó mucho una cosa que dijo el director orquestal Daniel Barenboim, quien a veces compone y da clases de música y en ocasiones da recitales de piano. Y un día le preguntaron por qué si él era fundamentalmente un director, insistía en cultivar esas otras maneras de hacer música, y dijo que si no viera la música desde esos lugares, no sería el director que es. Entonces al escribir un cuento para niños pienso que haber visto la literatura desde otras perspectivas me ayuda a concentrarme en ese género de otra manera. Quizá se trata de una simple superstición, pero pienso que ayuda rodear la literatura desde distintos lugares para llegar al centro que estás buscando.
El más reciente libro de Villoro acaba de aparecer en España hace una semana. Se trata de un volumen publicado por la editorial Menos Cuarto, titulado Dos amores perdidos, el cual incluye las narraciones «Llamadas de Amsterdam» y «Conferencia sobre la lluvia», dos relatos de ausencia amorosa. “La poesía amorosa y la canción romántica están llenas de situaciones de despecho o de amor no correspondido”, expone el autor respecto de estas obras. “Yo quería escribir historias que tuvieran que ver con la posibilidad de agregarle un más allá al amor; es decir, hubo una ruptura, un fracaso; pero la imaginación y ciertas condiciones te pueden dar una posteridad amorosa, un encuentro cuando la relación ya no es posible y, sin embargo, hay algún tipo de magia todavía entre esas personas. Muchas veces eso queda solo en la memoria; pero es esa posdata del amor. Ya tronaste, ya no puedes recuperar a esa gente, pero quisieras algo de ella o de él, y estos dos amores perdidos tratan de eso justamente”.
—Antes de esta obra usted publicó una gran crónica sobre la Ciudad de México titulada El vértigo horizontal. ¿Qué distancia encuentra entre el ensayo y el periodismo, hoy en día cada vez más cercanos?
—Hay cronistas muy ensayísticos. En México tenemos el ejemplo de Carlos Monsiváis, alguien que no solo contaba los hechos sino que los interpretaba. La realidad ocurre al menos dos veces: en los acontecimientos y en la representación mental que tenemos de ellos. Hay esa doble dimensión. Monsiváis de alguna manera hacía crónicas editorializadas. Narraba el acontecer, pero también lo iba descodificando e incluyendo otro tipo de voces. Ahí ya hay un híbrido entre la crónica y el ensayo que es muy claro. A mí también me gusta hacer crónicas que de alguna manera son reflexivas; no solo contar lo que pasó, sino lo que pensamos que pasó.
—¿Y qué ocurre cuando definitivamente decide hacer ensayo literario? ¿Cómo opera en su escritura la lectura y la reflexión?
—A mí me fascina cuando puedo conocer los gustos literarios de un autor que admiro. No solo quiero leer sus obras, sino saber qué autores lo hicieron posible. Cada escritor tiene una familia absolutamente caprichosa de sus preferencias literarias. No todos los autores dejan estas huellas de lo que leyeron, pero a mí me interesa establecer contacto con mis pasiones literarias y establecer estos contactos tratando de descifrarlos. Cuando se escribe un ensayo hay que razonar los entusiasmos, y eso no siempre es fácil, porque uno puede decir que un libro le encanta, pero justificarlo es una aventura intelectual muy interesante. Compartir los libros que me han hecho ser lo que soy me parece que es una especie de striptease al revés. En ves de desnudarte te vas cubriendo de otros libros para revelar lo que eres.
—En el territorio de la novela, ¿cree que ha ido logrando una indagación concreta a lo largo de las novelas que ha escrito?
—Lo interesante en la literatura es siempre la noción de riesgo que viene de cierta incomodidad de no haber podido decirlo todo. Yo admiro mucho a los escritores que solo son novelistas y que cada dos años publican un libro de esas características. A mí me cuesta mucho trabajo. Yo soy un autor muy disperso y cada vez que termino una novela pienso que la siguiente saldrá dentro de dos o tres años y al final tardo siete u ocho años porque eso revela que mi naturaleza no es la de alguien que esté consistentemente pensando como novelista. En la novela he tratado de tener distintas aventuras y que cada una de ellas sea una instancia distinta. Creo que El disparo de Argón, que se ubica en un hospital oftalmológico, es muy distinta a El testigo, la cual es un vasto fresco sobre México, el pasado, la guerra cristera, la vida de Ramón López Velarde, el regreso al país de una gente que había estado mucho tiempo fuera. Arrecife es una novela en un resort del Caribe en donde los programas de entretenimiento incluyen problemas sociales típicamente mexicanos como la guerrilla, el secuestro, que están allí planteados como una posibilidad teatral para sacar del aburrimiento a los turistas; es decir, lo que es una desgracia nacional se convierte en una atracción de parque temático. Y ahora estoy tratando de terminar una novela que será muy distinta. Así que he querido explorar territorios diversos y lo interesante es lo que no he conseguido.
—Desde hace varios años usted ejerce la crítica política desde el periodismo. ¿Cuál es su reflexión sobre el tiempo político mexicano actual?
—Uno de los grandes problemas para juzgar la realidad mexicana es que hemos caído en una excesiva polarización, y la gente suele ver todo blanco o negro, y las pasiones se imponen a la reflexión. Yo creo que el punto de vista más justo suele ser el hueco entre dos sillas; no estar en ninguno de los dos lugares cómodo, sino en el incómodo lugar desde el que puedes ver los otros dos lugares. Desde esa perspectiva el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene una dimensión histórica importante, porque hemos tenido gobiernos verdaderamente criminales en términos de la corrupción que ha habido, una auténtica cleptocracia que gobernó México, y por primera vez hay un presidente que seguramente no cometerá ilícitos de corrupción. Entonces tener un presidente honesto y que no reprima ya lo enmarca en una situación totalmente excepcional de la vida mexicana. Esto es como una cuestión esencial. Ahora bien, eso no necesariamente hace un buen gobierno, porque hay muchas cosas que gestionar en un país y aunque ese es un cambio histórico significativo, que debería ser el requisito esencial de cualquier gobierno, luego hay que juzgar lo que está haciendo. Yo creo que hay logros importantes, por ejemplo, en el combate a la corrupción; pero al mismo tiempo la falta de apoyo en cultura, salud, educación, me parece muy grave. No creo que un gobierno que pretendía ser de izquierda pueda ser digno de este nombre sin un apoyo a satisfactores tan importantes como la salud, la educación, la ciencia y la cultura. Es gravísimo lo que está pasando en Conacyt (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), hay también un autoritarismo muy grande en distintas instancias de gobierno y una exigencia de que se cumplan con lealtades extremas al régimen para poder trabajar en él. También hay un continúo menosprecio de los medios de comunicación. Creo que un mandatario debe estar al margen de la discusión con los periodistas y cada quién debe hacer su trabajo, por lo que estar cuestionando de continuo a los informadores en un país que es el más peligroso para ejercer el periodismo me parece que no ayuda nada. También veo cosas preocupantes en el proyecto del Tren Maya, un proyecto ecocida que amenaza la reserva de la biosfera de Calakmul, que atenta contra zonas arqueológicas no exploradas pero ya localizadas, que cuenta con la oposición de todas las comunidades indígenas, y que va a desplazar la misma cantidad de turistas que tiene Cancún en un año, o sea que va a ser un Cancún en movimiento, cuatro millones y medio de gente circulando por la península con los negocios paralelos que trae el turismo y que evidentemente son la hotelería, los restaurantes, la prostitución, la circulación de drogas, convirtiendo a los más pobres de la región en subordinados de las grandes empresas transnacionales. En suma, es un proyecto desarrollista muy reaccionario que debería ser detenido. Por contraste me parece muy interesante, por ejemplo, que las Islas Marías se conviertan en un centro cultural, que Chapultepec tenga un plan urbano que esté en manos de uno de los principales artistas del mundo como Gabriel Orozco, también que la antigua residencia presidencial de Los Pinos se haya abierto como un espacio cultural. Y ha sido importante la desclasificación del Cisén, la policía política.
—¿Cree que se deberían legalizar las drogas?
—Es absolutamente necesario legalizar ciertas drogas. Puede ayudar muchísimo a que se le quite el negocio a los comerciantes. Yo vivo ahora en California y ahí está legalizada la marihuana y no hay ningún problema al respecto, al contrario, elimina a los intermediados, que son los narcotraficantes.
—Ahora vive en San Francisco. Ha vivido también en Barcelona. ¿Cuál es su arraigo?
—Una condición típica del chilango (persona nacida en la Ciudad de México) es querer estar en otro lugar y querer regresar a la Ciudad de México. Es como estar enamorado de la mujer barbuda del circo y decir que no es la mujer más hermosa del mundo pero te das cuenta que es la que más quieres. La Ciudad de México no puede ser dejada; es el único lugar al que regreso verdaderamente y por eso escribí un libro como El vértigo horizontal, 500 páginas de homenaje a una ciudad que quiero, pero que en esa misma medida me preocupa y me alarma. De vez en cuando he tenido la oportunidad de estar en otros lugares: he dado clases en Yale, en Princeton y ahora en Stanford, y por eso vivo en San Francisco, donde estaré un año académico; es decir, nueve meses. Pero no es una emigración. Me sería imposible. En Barcelona es distinto porque ahí nació mi padre, tengo familia y muchos amigos, publico en la editorial Anagrama y Barcelona es parte de mi historia y mi vida. Estuve viviendo tres años ahí.
—¿Qué le parecería que Cataluña se independizara?
—Yo soy un soberanista. Creo que los pueblos deben decidir cuál es su destino. Creo que nadie debe estar obligado en un país. Pero también creo que conviene que no haya demasiados países. Sobran países en el mundo, sobran himnos, sobran fronteras, sobran banderas. Pero esto debe ser voluntario. Creo que España debe ser una confederación de naciones; son distintas naciones unidas en una y debe encontrar una articulación en donde puedan estar bien todos los españoles. Y en la medida en que soy soberanista creo que se debe respetar una legalidad. Entonces si de manera legal se puede decidir una transformación, hay que hacerlo. Pero estoy en contra de que una minoría imponga algo que no está pactado legalmente. Y sobre todo decisiones tan fuertes como una escisión, que desde mi punto de vista no debería ser por mayoría absoluta, sino por mayoría calificada; es decir, por dos terceras partes.
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