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El juego y la muerte

Todos los mamíferos jugamos, al menos cuando somos cachorros. El juego se convierte en un aprendizaje, un ensayo de las rutinas que haremos de adultos. Se puede decir que el juego, de algún modo, es un adiestramiento para la vida. Y si está ligado con la vida ¿no va a estarlo con la muerte? Sí, ya sé, lo de la relación con el juego está cogida un poco por los pelos, es que se acerca el Halloween ese de los coj… cajones y me repatea que copiemos tradiciones yankees cuando tenemos las nuestras propias.

Los llamados “juegos funerarios” (o “fúnebres”) se practicaban en la antigüedad clásica sin que fueran considerados una ofensa al difunto (como los consideraríamos hoy en día) sino todo lo contrario: se hacían para honrarle, para ofrendarle el esfuerzo y el sudor de los participantes. En la Iliada y en la Eneida se describen estas competiciones, que eran de tipo atlético: carrera, salto, combate, lanzamiento de jabalina y disco… Los laureles de los vencedores se ofrecían al difunto, junto con la sangre, vísceras y grasa de los animales sacrificados (bueyes si se era de familia rica, corderos si se era de menor pasar). La carne no se apuren, que la consumían los vivos. Y si piensan en que los funerales parecerían más los Juegos Olímpicos que otra cosa… no les falta razón. Al fin y al cabo, esos juegos se crearon para honrar a los dioses griegos, y el componente religioso y sagrado era tal que incluso las guerras se detenían cuando llegaba la fecha de que se celebrasen.

Los celtas hacían algo parecido, pero lo que sacrificaban era seres humanos, normalmente esclavos del muerto, que eran degollados junto a la pira funeraria o la tumba (según el modo de enterramiento que se utilizase). Los romanos, que eran un pueblo ante todo práctico, se lo montaron de tal modo que los sacrificios se sacrificasen entre sí, y así se ahorraban el trabajo de apiolarlos ellos. Así nacieron los juegos de gladiadores, que con el tiempo se convirtieron en el espectáculo más popular del pueblo romano. Tanto es así que aún hoy siguen realizándose: los de los gladiadores “pugilatores” que luchan a puñetazos con cestus de cuero protegiendo los puños (y que hoy llamamos “boxeadores”) y los gladiadores “bestiarii”, que se enfrentan a muerte a bestias salvajes (hoy los llamamos “toreros”). Personalmente no me verán en ninguno de los dos espectáculos, pues los encuentro desagradables, pero bueno, allá cada cual con sus gustos. Yo como y dejo comer.

Con la llegada del cristianismo esto de honrar al difunto se hizo más aburrido. Rezar y poca cosa más. Pero con la manía de enterrar a los muertos (polvo eres y en polvo de convertirás, y todo eso) se encontraron con que había muertos que “resucitaban” (porque en realidad no estaban muertos, sino con una catatonia o similar). Así que se creó la costumbre de tenerlo en casa dos o tres días (más no, que empezaba a oler, señal de que estaba bien muerto) a ver si se levantaba…

En la intimidad del hogar, con parientes y amigos, pues se hacía algo más que rezar. De hecho, bastante más. De entrada, era tradición que a los que participaban en el velatorio se les diera de comer. Normalmente no cocinaba la familia del difunto (que bastante dolor tenía) sino las parientes y amigas. Había incluso platos tradicionales que servir en un velatorio. En La Mancha eran tradicionales los famosos “duelos y quebrantos” que consumía el Quijote: huevos y torreznos fritos en su propia grasa, aunque la receta de velatorio incluye chorizo y panceta, además del tocino y los huevos. Si hace frío, se solía preparar también sopa, que servida bien caliente es plato que siempre entra bien y se come sin ganas. Por Extremadura también abundaban las sopas en los velatorios (de pollo, de cocido, de “cachuela”) y abundaban los dulces. En Huesca se servían unas tristes y sobrias judías blancas sin acompañamiento… Y no se me quejen, que en Andalucía de comer no se servía nada. Eso sí, por la noche, café, tabaco y licores para los hombres, que no faltasen. En Galicia, callos con garbanzos, sardinas y castañas, claro, que es el alimento tradicional de los muertos, al menos en la región gallega. Y sobre todo el llamado “pan de ánimas”, un dulce elaborado con harina de maíz, aceite, y azúcar o miel. De hecho, bollos dulces de receta similar eran bastante comunes en los velatorios del siglo XIX. ¿O de dónde se creen que viene la expresión de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”?

Junto con el comercio venía el bebercio, tanto de vino como de cosas más fuertes… Y claro, pasaba lo que pasaba. Se empezaban con anécdotas simpáticas y/o graciosas del difunto, bromas, chascarrillos, y cuando la gente estaba ya algo más que achispada hasta se cantaban canciones… o se jugaba a algo para “ir matando el tiempo”. Normalmente, dominó o algún juego de cartas. Se jugaba sin apostar, o con apuestas simbólicas, y si la apuesta era fuerte, era para dárselo a la familia del fallecido, que esto de ganar grandes sumas junto a un amigo de cuerpo presente como que no estaba bien visto. No se me asombren, que esto no sólo se hacía en la península, sino también en otros países más serios como Escocia o Irlanda (donde la juerga duraba tres días con la excusa de que si el muerto no se levantaba para charlar, jugar o beber, es que bien muerto estaba).

Esta mezcla entre duelo y celebración que era el velatorio se hacía aún más confusa en el caso de la muerte de un niño. No en vano entonces no era “velatorio” sino “velorio”, palabra que si bien en primera acepción es sinónimo de velatorio, en segunda es “fiesta o reunión que se celebra en los pueblos durante la noche”. En una sociedad profundamente religiosa como era la España rural del siglo XIX, se tenía como dogma de fe que si un niño menor de siete años (y bautizado, claro) moría no sólo iba al Cielo, sino que, de tan inocente y libre de pecado que era, se convertía en ángel. “Velorio del angelito”, lo llamaban. Se cantaban canciones, se practicaban juegos, se comía y se bebía (cómo no), se escribían o chistaban al oído del difunto mensajes para familiares ya fallecidos o peticiones de buena fortuna y, sobre todo, estaba prohibido llorar. Esta tradición, común en el centro y sur de España, se exportó a América, donde aún se practica en algunas zonas rurales de Chile, Argentina, Colombia (donde se le llama “bundé de angelito”), Venezuela (donde se conoce como “mampulorio”), Ecuador (“chigualo”) y Haití, la República Dominicana, y Cuba, donde a esta tradición se la conoce como “baquini”.

Así que, en esta noche de difuntos que está por venir, bien está que recuerden a sus deudos… pero con un vaso de vino en la mano y una sonrisa en los labios. Seguro que ellos lo aprecian más que con lágrimas y caras tristes.

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