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Jugar al ajedrez sin ver el tablero

Jugar al ajedrez sin ver el tablero

El personaje que encarnamos en esta vida llega al mundo por puro azar. El encuentro entre dos personas, nuestros padres, a los que no conocíamos y a los que quizá nunca llegamos a conocer, marca el comienzo de nuestra historia. El final puede ser fruto del mismo azar. Un encuentro en un cruce de caminos, que una moneda caiga de un lado o del contrario, o que un perro perdido doble una esquina u otra, pueden definir, o no, el último mutis de nuestro personaje.

Esta obra camina en el filo entre el azar y el destino. Todo puede estar determinado desde la primera línea, o quizá hay posibilidad de salvación hasta la penúltima réplica. El diálogo es una partida de ajedrez en la que no podemos ver las piezas, intuimos quién está ganando, pero nuestra mirada sobre el tablero siempre es incompleta. Los movimientos ya realizados determinan la posición presente, cada vez quedan menos piezas sobre el tablero, y con cada palabra estamos más cerca del jaque mate, de las tablas, o del rey ahogado, ese anticlimático final en el que el rey se ha quedado sin espacio para moverse.

"Cada una de las pausas del texto nos hace dudar de lo que las palabras dicen y nos hace escuchar con más atención lo no dicho"

Los personajes podrían estar engañándose durante toda la función. En la vida pasamos días enteros mintiendo con total comodidad. Se podría decir, sin exagerar mucho, que más de la mitad de las palabras que decimos en sociedad son mentiras, o medias mentiras. Se podría decir, sin exagerar mucho, que menos de la mitad de las palabras que decimos en sociedad son verdad.

El diálogo toma más y más interés cuanta menos verdad hay en las palabras y más verdad hay en los silencios. Cada una de las pausas del texto nos hace dudar de lo que las palabras dicen y nos hace escuchar con más atención lo no dicho. Intuimos que en los espacios vacíos están las respuestas que los personajes están buscando.

Los protagonistas van levantando cartas, cada vez hay más naipes boca arriba en la mesa, pero incluso después del final no está claro quién ha ganado la partida o quien deseaba perder. La vida siempre te está repartiendo nuevas cartas, pero hay caracteres que quedaron hace mucho tiempo atrapados en una sola manera de hacer apuestas.

En la segunda parte del texto un perro, quizá el mismo perro, quizá otro perro, quizá una variación del mismo perro, nos cuenta su historia en primera persona. Si en la primera las respuestas están en los silencios, aquí la palabra nos ofrece algo de luz para las preguntas de la primera parte.  La suma de las dos mitades no nos lleva hacía una respuesta final, sino que abre todavía más el abanico de preguntas de la obra.

"La autora pinta un retrato de las relaciones humanas en el que no resulta cómodo reconocernos"

Es duro pensar que hasta los perros han perdido la fe en el ser humano.  Aunque al final del monólogo el perro no ha perdido del todo la esperanza, pero quizá los espectadores sí. El mejor amigo del hombre lo seguirá siendo mientras no descubra la oscuridad que puede abrirse al fondo de algunos corazones humanos. O quizá ya la descubrió hace tiempo, pero trascendió por encima de las limitaciones de los humanos. Los perros nunca salieron del paraíso, nunca han comido del árbol del bien y del mal.

La autora pinta un retrato de las relaciones humanas en el que no resulta cómodo reconocernos. Reaccionamos como hace uno de los compañeros de cárcel del protagonista al que pintan un retrato.

Joven: Al mes de estar en la cárcel dibujé a uno que llamaban “el sicario”. Cuando le di el dibujo me preguntó: “¿En serio ese soy yo?” Para justificarme le contesté que lo había dibujado de lejos. Entonces dobló el dibujo, se lo guardó en el bolsillo y no dijo nada más.

Algo en el retrato de estos dos personajes nos hace reconocernos. Como el personaje de “el sicario” guardamos el retrato para mirarlo más adelante.

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Autora: Lluïsa Cunillé. Título: El Perro. Editorial: Artezblai. Venta: página web de la editorial

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