Making of de El Gran Rojo
Las calles me devuelven el eco de mis pasos, apresurados y nerviosos. La humedad hace que el empedrado reluzca con la impertinencia de las noches sin luna. Miro una vez más a mi espalda y no veo a nadie, pero eso no significa nada.
Todo empezó como un juego. Un desafío. Es muy duro empezar de cero en una ciudad que no conoces, así que pensé que una buena manera de sobrellevar mi nueva vida en Frankfurt sería ambientar una novela en este lugar. No en vano al escribir me siento en terreno conocido. Como en casa.
Ese fue el motivo por el que, para construir una ficción que resultara lo más fiel posible a la realidad, comencé a moverme por algunos de los lugares menos recomendables de Frankfurt. El barrio rojo, la estación, los muelles… Tomaba fotografías de cada escena que me llamaba la atención y hacía preguntas cuyas respuestas, la mayoría de las veces, apenas consistían en un alzamiento de cejas y una ojeada recelosa. Suspicaz.
En mi inconsciencia, me confié. Creí que pasaría desapercibido. Que me tomarían por un inmigrante más cautivado por los contrastes y el fastuoso skyline de la ciudad a la que muchos llaman la Nueva York europea o, de forma más coloquial, Mainhattan.
Ahora saben mi nombre.
Al principió no fueron más que detalles que en un primer momento pasé por alto. Un Skoda de color negro estacionado cerca de mi domicilio con dos personas en su interior; un runner que se detuvo ante el edificio en el que vivo y tomó una fotografía de los buzones antes de seguir su camino; un tipo que se sentó ante mí en el metro y no me quitó el ojo de encima hasta que llegué a mi destino; trivialidades que, por separado, no tenían mayor relevancia, pero cuya conjunción me hizo juguetear, por primera vez, con la posibilidad de que se tratara de algo más.
No me lo terminaba de creer, claro. Supongo que traté de convencerme de que mi desbordada imaginación de juntaletras me hacía ver cosas que no existían más allá de mi cabeza. Estaba tan metido en las entrañas de la ciudad que empezaba a creerme dentro de mi propia novela. Habría seguido pensando lo mismo de no haberme visto implicado en dos sucesos que me hicieron ver las cosas desde un nuevo punto de vista.
El primero tuvo lugar durante un encuentro con el club de lectura del Instituto Cervantes de Frankfurt. Sus integrantes habían leído La maniobra de la tortuga y querían conocerme. La pandemia obligó a que el encuentro se realizara de forma online, a través de una plataforma de videoconferencias que prefiero no citar, por motivos obvios. Ya saben cómo va esto: pasé la tarde ante una docena o más de ventanitas en las que aparecían los rostros de todas esas personas que habían leído mi novela y querían conocerme.
Al principio todo transcurrió con normalidad: me preguntaron por Bianquetti, quisieron saber alguna exclusiva sobre el rodaje de la adaptación cinematográfica de la novela, se interesaron por mi método de trabajo… Vamos, lo que viene siendo habitual en un encuentro con un club de lectura.
Sin embargo, cuando me preguntaron por mis próximos proyectos, la cosa cambió.
—Estoy trabajando en una novela negra ambientada en los bajos fondos de Frankfurt.
Todos se alborotaron. Les entusiasmó saber que pronto iban a poder leer una novela ambientada en la ciudad que tan bien conocían y, además, escrita por un español. La coordinadora del club de lectura me preguntó por el título y quiso saber cuándo estaría disponible para poder adquirirla.
—Llegará a las librerías el 18 de marzo. Se titulará El Gran Rojo.
Nada más pronunciar estas tres palabras, sin previo aviso, se encendió un pequeño piloto en la esquina inferior izquierda de la pantalla. Un aviso de que alguien había empezado a grabar la conversación.
Aquello me resultó extraño. En este tipo de eventos, lo normal es que te pidan permiso para grabar el encuentro antes de hacerlo y, en cualquier caso, esto se hace desde el principio y no a mitad del debate. Supuse que la coordinadora del club de lectura se habría olvidado de darle al botón y, sencillamente, le había parecido buena idea empezar a grabar en ese mismo momento. Cosas más raras se han visto.
No obstante, la situación me resulto inquietante. El hecho de que la grabación se hubiera puesto en marcha justo al pronunciar las palabras El Gran Rojo, tal que se tratase de un sortilegio capaz de conjurar a los peores demonios que uno pueda imaginar, me hizo pensar que tal vez, sólo tal vez, se tratase de algo más.
No dejé de pensar en ello hasta que finalizó el encuentro.
Al terminar el acto, la coordinadora se puso en contacto conmigo para darme las gracias por haber asistido a la charla. Aproveché para pedirle que me pasara la grabación del encuentro. El silencio de apenas un par de segundos que antecedió a su respuesta me hizo presagiar, sin lugar a dudas, lo que iba a decir.
—Lo siento, pero no hemos grabado el acto. No solemos hacerlo, y menos sin avisar antes al autor.
Le dije que no era posible, que había visto el icono de la grabación en la esquina de la pantalla. Ella aventuró que tal vez alguno de los asistentes le había dado al botón de grabar, de forma intencionada o no. Me prometió que haría algunas pesquisas para averiguar quién había sido y me pasaría el video para que pudiera conservarlo.
A los dos días volvió a escribirme y me aseguró que, definitivamente, nadie había grabado aquel encuentro. Me habría sorprendido de no haber estado esperándolo.
Una semana después recibí una llamada de Leandro, uno de los jefazos de Zenda. Me dijo que mis artículos del blog Proyecto Mainhattan, en los que hablo del proceso de gestación y escritura de El Gran Rojo, habían experimentado un espectacular aumento de las visitas a lo largo de esa semana. Tanto era así que habían ascendido hasta convertirse en los artículos más leídos de la web. Esto debería haberme alegrado, pero no pude evitar una sensación agridulce. Cuando Leandro conjeturó que podía deberse a la proximidad del lanzamiento de El Gran Rojo, le dije que sí, que probablemente fuera eso, a pesar de que en mi cabeza ya había empezado a vislumbrar otras posibilidades mucho menos optimistas.
Entonces tuvo lugar el segundo suceso.
Era martes y tenía que ir al supermercado. Esperaba una carta importante de mi agente, así que al salir de casa abrí el buzón y comprobé que no tenía correo. Seguí mi camino e hice la compra como si nada. Al regresar, volví a comprobar el buzón, más por inercia que porque creyera que la carta hubiera podido llegar durante el lapso de tiempo en el que había estado ausente.
No había carta alguna.
Lo que sí había era un pequeño fajo de folletos publicitarios, bastante sugerentes, de varios clubes situados en el barrio rojo. The Black Russian, Platinum, Metro Private, Eroscenter… Eran de diferentes tamaños y colores, algunos bastante específicos sobre lo que se podía encontrar en esos tugurios y otros sin apenas información que diera una pista sobre a lo que se dedicaban, aunque era fácil de deducir.
Miré a un lado y a otro de la calle, en busca de quien hubiera depositado allí aquella inesperada publicidad, pero no había nadie. Estuve a punto de subir a casa sin darle mayor importancia, pero una corazonada me impulsó a mirar en los buzones de mis vecinos, para comprobar que ellos también habían recibido una montaña de folletos como la mía.
Nada.
Rebusqué, de forma discreta al principió y más concienzuda después, sin molestarme en disimular a medida que iba comprobando, buzón tras buzón, que el mío había sido el único receptor de aquella inesperada publicidad. Noté un vacío en la boca del estómago al constatar que alguien se había tomado la molestia de ir hasta allí, había comprobado cuál era mi buzón y me había dejado aquel pequeño obsequio en forma de folletos publicitarios.
Un vecino salió en ese momento y me sorprendió con la mano metida en un buzón ajeno, así que balbuceé una despedida y me marché de forma apresurada, rumbo a la seguridad de mi apartamento.
Conforme pasaron las horas, fui atando cabos y concluí que alguien había estado vigilando mi edificio. Había aprovechado al verme salir para introducir de forma subrepticia aquellos folletos en mi buzón. ¿Qué intención podría haber tenido semejante maniobra?
De entre todas las posibilidades que se me ocurrieron, la más aciaga era, al mismo tiempo, la única que tenía sentido: se trataba de una amenaza.
A alguien no debía de haberle hecho ninguna gracia enterarse de que aquel español espigado y preguntón que llevaba meses dejándose caer por el barrio rojo fuera en realidad un escritor que, sin otra cosa mejor que hacer, iba a publicar una novela ambientada en esas mismas calles en la que desgranaría, de paso, algunos de los turbios negocios que tienen lugar en los bajos fondos de Frankfurt.
No podía ir a la policía, claro. No tenía más que una corazonada y aquel montón de folletos. Se lo comenté a mi agente, pero ella tampoco le dio importancia y me aseguró que estaba tan metido en la historia que había empezado a pensar como un paranoico. Tampoco mi editor se lo tomó en serio, aunque cuando le conté toda la historia me pareció que titubeaba. Probablemente estaría pensando en la conveniente publicidad que nos proporcionaría el hecho de que fuera asesinado por una organización criminal en vísperas del lanzamiento de El Gran Rojo.
Desde entonces no han dejado de suceder cosas extrañas.
* * *
La cercanía de mi apartamento me impele a apretar el paso para dejar atrás la noche y lo que sea que se esconde en ella. Cuando veo el edificio a lo lejos noto una oleada de alivio, pero no dura demasiado.
Frente a mi apartamento hay estacionado un Skoda de color negro que me resulta extrañamente familiar. Más adelante, un tipo fuma con las manos en los bolsillos con aspecto de no estar haciendo nada en absoluto: tan sólo fumar y mirar en mi dirección.
Trago saliva y aprieto el paso.
Llego a casa envuelto en sudor y tan nervioso que apenas acierto a encontrar las llaves. El tipo que estaba fumando se me acerca, sereno, como si paseara, pero entro en el edificio a la carrera antes de que tenga oportunidad de decirme nada. Mientras subo las escaleras, escucho el motor del Skoda ponerse en marcha.
Nada más llegar a casa, cierro la puerta con llave, escribo este artículo y se lo envío a Leandro. No es una petición de auxilio, ni tampoco un testamento. Es una declaración. Si en los próximos días desaparezco, soy atropellado o encuentran mi cadáver flotando en el Main, no piensen que se ha tratado de un accidente.
Ha sido cosa de El Gran Rojo.
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Autor: Benito Olmo. Título: El Gran Rojo. Editorial: AdN Alianza de Novelas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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