Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) no es, únicamente, el autor de Patria. Antes y después de esa novela de tanto éxito, tan impresionante, de tanta calidad literaria que mereció en su día el Premio Nacional de la Crítica y el de Narrativa, han existido otras obras que hablan por sí mismas de la incuestionable valía de este autor que siempre ha ido a contracorriente, un tanto ajeno a los habituales circuitos literarios, quizá por aquello de vivir apartado del mundanal ruido, en su residencia alemana.
Sin embargo, teniendo en cuenta el asunto de la novela, en la que se parte de un hecho real que tuvo lugar en el País Vasco en 1980, cuando sucedió una explosión de gas en un colegio de Ortuella, con muchos niños y algunos adultos fallecidos, la inclusión de esos “pasajes”, que no ocupan más allá de dos o tres páginas cada uno, representados en letra cursiva, tiene su posible explicación. Fernando Aramburu, consciente, a mi entender, del desmedido dramatismo de la obra —así sucede siempre, por ley natural, cuando las víctimas son menores de edad—, se sirve de estas páginas para enfriar el curso de la narración, dándole así un toque, llamémosle, técnico, teórico-literario, que permite al lector tomarse un respiro para luego, recobrado el ánimo, seguir adelante.
Conviene decir, además, que Aramburu, con buen criterio, no hace leña del árbol caído. Quiero decir con ello que no mete hasta el fondo el dedo en la llaga de esta profunda herida, ni pretende, en ningún instante, llevar a cabo una obra de carácter tremendista, ni siquiera de tono naturalista, a la vieja usanza del término, como se hacía allá por los tiempos de doña Emilia Pardo Bazán, la maestra indiscutible de tal recurso importando de Francia. Aramburu es comedido, respetuoso con la verdad, y en ningún momento pretende utilizar la desgracia ajena para impresionar y amansar a un lector que quizá ya cuente con información suficiente de lo sucedido aquel nefasto 23 de octubre de 1980. Y bien que se agradece, porque el escritor vasco deja patente que no necesita echar mano de ningún tipo de truco para que su obra resulte atrayente y jodidamente fascinante.
Nicasio, el abuelo del niño fallecido en ese mortal accidente, y su hija Mariaje son los dos personajes que más brillan en estas páginas. El viejo Nicasio, que vive sus últimos años, a pesar de su conducta un tanto excéntrica y chocante para el resto de los habitantes de Ortuella —va al cementerio un día por semana a platicar con el Nuco, su nieto, al que trata como si aún estuviera vivo, se fija en los pájaros que halla en su camino, a los que aprecia mucho más que a las propias personas, y vaga por el pueblo hablando solo—, no por ello pierde su dignidad ni resulta ridículo ni disparatado; muy al contrario, en su esencia hay algo de personaje valleinclanesco, sabio, visionario y soñador. El narrador avisa, en las primeras páginas, de que se trata de un hombre que vivió en sus propias carnes la Guerra Civil, con lo que está acostumbrado a lo peor, a llevar con resignación todos los males del mundo. Nicasio llega a pensar, incluso, que, si lo dejaran, si no lo tomaran por loco, sería capaz de vivir en una tienda de campaña montada en el propio cementerio para estar más cerca del Nuco, y así no le faltara de nada.
Por su parte, a Mariaje, desde su condición de eventual narradora, le preocupa, en primer lugar, que el autor, es decir, Aramburu, escriba bien de ella, no tanto por cuestiones estéticas y de representación, sino por simple dignidad. No quiere que se cebe en su desgracia y prefiere mostrarse más humana y vulnerable si cabe, con sus numerosas dudas y sus altibajos en cuestiones de fe. Después de un parto muy duro y doloroso, el que el Nuco sólo haya vivido seis años supone toda una estafa por parte de Dios, al que no implora, sino al que mira de reojo. En uno de los apartados de la novela, Mariaje se atreve a permanecer cinco minutos en la iglesia. Allí busca una respuesta imposible, una explicación que nunca le llega, porque descubre que “Dios no atiende mi llamada”.
Decía más arriba que Aramburu huye de las frases grandilocuentes, de los peligrosos sermones y de las situaciones efectistas para no caer en el abismo insondable y patético de la desdicha. Sin embargo, no puede evitar ciertas reflexiones que suponen todo un reto para una madre. Así sucede cuando esta piensa que tendrá que vivir hasta el último minuto de su vida con aquella ausencia. Y apostilla: “Ley de vida. Jamás me acostumbraré a estar sin mi niño, a no escuchar su voz, a no verlo jugar, dormir, crecer”.
Desde la ausencia, desde la inexistencia misma, desde su apartado rincón en un nicho del cementerio de Ortuella, el Nuco, tan activo como los demás, también es un personaje grandioso que va cobrando vida conforme avanzamos en la novela. En el origen de su gestación se esconde un secreto que se desvela al final del relato y que Mariaje vive por dentro, agobiada, sin compartirlo con nadie.
Pero no sólo de excelentes y bien trazados personajes se compone esta novela. Aramburu, que tira de su ya larga experiencia, sabe crear el ambiente idóneo para que estos se muevan. Ortuella se convierte aquí en un lugar cerrado en el que los vecinos viven en silencio, entre murmullos, el drama que les ha caído encima. Ortuella, poco a poco, se va transmutando “en un animal enorme de casas, encogido, pesaroso, susurrante”. De igual modo, también destaca el valor simbólico de un elemento tan típico de las tierras del Norte, como es la lluvia. Una lluvia fina y fría que cala hasta los huesos, que empapa el alma. Y un cielo tapizado de nubes bajas, de un gris inmóvil, neblinoso y tristón, que, de alguna manera, responde a las emociones y a los sentimientos que fluyen en el interior de estos habitantes.
Los diez “pasajes” que hay repartidos por toda la obra merecen un comentario aparte. No se trata de un apartado tipo “cómo se hace una novela”, sino, antes bien, un recurso con el que el autor cierra el círculo en la obra: un personaje, Mariaje, se dirige al novelista, preocupada por la imagen que pueda ofrecer de su vida y de estos acontecimientos, y la propia novela, que también se erige en personaje, se convierte en la voz de la conciencia de Aramburu, haciendo de freno a sus impulsos, a sus tentaciones; al tiempo que le advierte de lo que le espera: le recomienda huir de lo morboso, fijarse en lo imprescindible, aplicar las elipsis necesarias para no hacerse demasiado pesado, cuidar bien de los personajes y saber guardar, en todo momento, el equilibrio entre lo que es ficción y lo que es realidad. Sin que ello le garantice, aunque haga muy bien los deberes, el que pueda librarse de “los palos de la crítica”.
El niño es, sin duda, una buena novela, escrita, además, primorosamente, pese a su sencillez y no poca sobriedad, con la presencia de frases afortunadas, vigorosas, y de imágenes muy poderosas, que atesoran un visible fondo poético propiciado por el asunto tan delicado y sensible que trata.
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Autor: Fernando Aramburu. Título: El niño. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.
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