Hay libros y autores a los que conviene reivindicar siempre, porque la posteridad no acostumbra a derrochar con ellos la generosidad que merecen sus credenciales. No parece que a Julián Ayesta (Gijón, 1919-1996) le preocupase demasiado. Si exceptuamos algunas obras de teatro que salieron de su pluma —entre ellas, La ciudad lejana (1944) y El fusilamiento de los zares (1961)—, cuando exhaló el último suspiro a finales del siglo pasado sólo había dado a imprenta dos títulos —uno de ellos un relato, Tarde y crepúsculo, que alumbró Diseño Editorial en 1993—, además de sus colaboraciones en revistas tan paradigmáticas para la literatura española de posguerra como Garcilaso, Acanto, Juventud o Fantasía. Licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras, en lo que sí puso Ayesta empeño fue en su carrera diplomática. Ocupó cargos de índole diversa en Bogotá, Ámsterdam o Viena y fue el único embajador español en la antigua Yugoslavia. Su importancia como escritor, sin embargo, se fue acrecentando tras su muerte, aunque sin demasiados excesos. La editorial Pre-Textos recopiló sus cuentos completos en 2001, y sus dibujos y poemas fueron recogidos en Trotta dos años más tarde.
Pero la gran hazaña de Ayesta, el título que basta y sobra para que su nombre figure con letras bien grandes en la historia de nuestras letras, fue la única novela —más bien nouvelle, dada su extensión— que dio a conocer y que, tras publicarse por primera vez en Ínsula en 1952, fue reeditada por Arión en 1958, por Seix Barral en 1974, por Sirmio en 1987, por Planeta en 1996 y finalmente por Acantilado, que la recuperó en 2000 con una edición que desde entonces ha conocido numerosas reimpresiones. Nunca ha sido un éxito rotundo de ventas, pero se puede decir que Helena o el mar del verano ha sobrevivido al tiempo en el que fue concebida, y al continuo ir y venir de las modas, gracias al apasionamiento de los lectores que dejan caer la vista por sus páginas y no cesan después de recomendarla en cuanto tienen la menor ocasión. María José Obiol escribió en El País que la novela de Ayesta era «uno de los diez libros más importantes de la narrativa española del siglo XX». Aunque haya voces dispuestas a discutirle tal afirmación, cualquiera que la haya leído convendrá en que, si no acierta del todo, tampoco va muy desencaminada.
Helena o el mar del verano es, en esencia, la historia de un primer amor, un enamoramiento juvenil nacido a orillas del Cantábrico y prolongado a lo largo de dos estíos, con un invierno de por medio. Su relato encuentra articulación en una estructura en la que el escritor Ricardo Menéndez Salmón advirtió connotaciones hegelianas en virtud del meollo argumental de cada una: la constatación del amor, los temores de la constatación del amor y la superación de los temores de la constatación del amor. Presidido por un fragmento de la égloga primera de Garcilaso de la Vega y por unos versos de Vicente Aleixandre procedentes de Sombra del paraíso, el libro viene a verbalizar la añoranza de un mundo perdido, el que rodeó la juventud del propio autor, a través de una novela de aprendizaje en la que importa más aquello que sucede en el interior del protagonista que las vivencias exteriores que sacuden su ingreso en la edad adulta. Desde el sobrecogimiento ante la aparición de la persona amada hasta el instante en que ese amor se revela correspondido y encuentra sus primeras y tímidas consumaciones, pasando por el periodo de indagación interior a propósito del remordimiento y la culpa, siempre con el telón de fondo de las doctrinas nacionalcatólicas, Helena o el mar del verano planea por los territorios del Bildungsroman sin recorrer caminos trillados ni incurrir en reiteraciones que puedan remitir a las obras fundacionales o totémicas del género. Plagada de lirismo y riquísima en las evocaciones de un paisaje que se corresponde con el de la infancia gijonesa de Ayesta, asociada ya para siempre al mar de los veranos, esta delicada pieza narrativa (ochenta y siete páginas en la edición de Acantilado) se lee en poco más de una hora y su recuerdo permanece indeleble en la memoria. Sutil y elegante, Helena o el mar del verano continúa respondiendo, casi setenta años después de su publicación, a la definición que de él dio Gregorio Morán cuando dijo que se trataba de «uno de los libros más hermosos de la literatura española de posguerra».
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