Foto: José del Río Mons
Los bronces de la Ilíada en cada libro. El viento sagrado del mar de la Hélade en distintos metros que tienden siempre a las once sílabas, en poemas cerrados que hablan del honor, de los lazos de sangre, de la muerte como eternidad… Todo con olor a serrín, a armario antiguo que no pesa, que casi no pesa ya por el trabajo de las termitas. Pero también verdadero: esa apuesta a una única carta, una ruleta rusa con 7 balas en el revólver.
La poesía de Julio Martínez Mesanza está más allá de la piel y del tiempo. Como dos hombres sobre la muralla, en la eterna noche del ataque, esperando ver las primeras luces de las antorchas del enemigo. Como un barco rompiendo en dos un mar serenísimo bajo la luna llena de un agosto cálido. Como una pareja, de la mano, ante el altar —la sangre de Cristo derramada entre sus cuerpos—.
Descubrir en Martínez Mesanza la voz de un poeta único y solemne, que serpentea y es constrictor del tono de la épica. Con defensores y detractores. El hombre que toma las armas de la palabra con un valor que se funde con el de antiguos caballeros, que lucha con gigantes que ya no son más molinos de viento, sino seres poderosos y vivos que atentan hacia todo y hacia todos. La escritura como un Santo Oficio: bendecir cada palabra, repetir una vez y otra el rito del endecasílabo, multiplicar la belleza como el pan y los peces, compartir en una paz de hermanos el silencio.
Al cabo sólo son eso los reinos
del hombre: mudas plazas que visitan
las serpientes, mosaicos con los rostros
borrados de los padres, y columnas,
muchas columnas que ya no sostienen
ningún templo, columnas alejadas
unas de otras y en medio más columnas,
partidas y tiradas por el suelo.
Y los dioses del hombre son escoria,
obscenas y castradas esculturas
en las que ve belleza el pervertido.
Pero el siervo de Dios está subiendo
a una columna aislada, la más alta,
la del enorme e inmaculado orgullo,
y sus manos están en carne viva,
y se tiñe de sangre la columna.
Llegarás al mar y te darás la vuelta: serás EUROPA
De par en par los ojos abiertos a la historia. La mitología como una Biblia encarnada. Religión, que es origen y cultura. Todo está en EUROPA. También el nombre del poeta: Julio Martínez Mesanza está, desde siempre y para siempre, vinculado a esas seis letras que conforman un continente: EUROPA.
Así se llamó el primero de sus libros. Un conjunto de poemas que fue creciendo una y otra vez en sus distintas ediciones, a las que el editor dedicó más de 15 años de trabajo. Un título, que es más piel que la propia piel de este filólogo, poeta y traductor. Así como el Cántico, de Guillén, o el Museo de Cera, del novísimo José María Álvarez —comparaciones manidas, que siempre están, pero son ciertas—, EUROPA está vivo, ha crecido, envejecido, se ha tornado oscuro párpado de escepticismo o frágil flor de la esperanza.
¿Qué es este EUROPA? ¿Cómo nace un libro que no acaba? ¿Crece de manera independiente a los deseos del poeta? El propio Julio Martínez Mesanza lo explica en un cuaderno sobre su obra realizado por la fundación Juan March: “Europa incluye poemas escritos entre 1979 y 1990. A lo largo de la década de los ochenta fui ampliando su contenido mediante sucesivas ediciones y a finales de los noventa añadí al conjunto una serie de fragmentos, de poemas que, por una razón u otra, no había llegado a terminar (…)”. Todo con esa intención de crear un mapa lírico de ese mundo de guerras y conflictos, donde la moralidad es una urgencia, las víctimas son héroes destronados y la luz del mundo torna en decadencia.
Mesanza escribe lento, únicamente cuando el poema le llama, toma el tono de lo corpóreo y sucede. Entonces el escritor lo observa con esa mirada hostil de anatomía y lo viste con el paño blanco de las once sílabas. Así los versos de Europa; así los de Las Trincheras, su libro más querido; pero también los de Entre el muro y el foso y los de Gloria, libro por el que fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía en 2017.
Los libros de Martínez Mesanza no buscan la unidad, el cierre temático y perfecto. Publica porque el tempo susurra al oído que es la hora, pero concibe cada poema como la pieza única que engarza, no tanto con los otros poemas de los libros, sino con su propia vida intelectual y ética. Por eso su producción es un hilo que se enhebra continuamente en él mismo. De nuevo, sus palabras: “¿Por qué pedir unidad a cualquier libro de poesía que se publica? Lo único que tiene que tener un libro de poesía son buenos poemas, porque es en los poemas en los que se lee la poesía, no en todas esas construcciones artificiales a las que se obligan los poetas para lograr que sus libros sean unitarios”.
A través de la selva más negra
Épico, clásico, belicista, mitológico… Son algunos adjetivos que la crítica ha adherido a la carne de este poeta madrileño nacido en 1955. Sin embargo, una lectura más allá de la mera superficie encuentra que la carcasa de los textos de Martínez Mesanza es solo eso, una cáscara que únicamente funciona como arquitectura para algo más profundo. El lector que se acerca a libros como Gloria de manera sosegada encuentra un prisma que va más allá del «cuadro antiguo», que en realidad solo se sirve de ese mundo de espadas, caballos, trincheras y guerras para narrarse a sí mismo, a ti también, a todo esto que rodea la contemporaneidad en la que vivimos, inmersos.
Crea un marco fuera de este instante para escribir sobre cada uno de los segundos que nos construyen y deforman. La poesía de Julio Martínez Mesanza crea rutas únicas, mapas que cada lector dibuja en papeles infinitos que vibran contenidos en el breve lapso de su obra completa.
El centro de la selva: el hombre, esa capacidad única que le hace sentir y ser, y que está en poemas como De amiticia, uno de los más celebrados de Julio Martínez Mesanza:
Si tuvieses al justo de enemigo
sería la justicia mi enemiga.
A tu lado en el campo victorioso
y junto a ti estaré cuando el fracaso.
Tus secretos tendrán tumba en mi oído.
Celebraré el primero tu alegría.
Aunque el fraude mi espada no consienta
engañaremos juntos si te place.
Saquearemos juntos si lo quieres
aunque mucho la sangre me repugne.
Tus rivales ya son rivales míos:
mañana el mar inmenso nos espera.
Libros como cristal
La línea clara que define la poesía de un querido amigo, Luis Alberto de Cuenca, se ha utilizado en muchas ocasiones para entroncar la obra del propio Martínez Mesanza dentro de un canon estético. Es cierto: sus libros son como un cristal limpísimo que casi parece no estar. El poeta huye del culturalismo y de cualquier signo que pueda acercar el verso al artificio:
“En mis poemas es imposible encontrar palabras de esas cuyo significado sólo conocen el poeta y dos o tres privilegiados que tuvieron la fortuna de leerlas antes y la fortuna mayor de tener la memoria de recordarlas luego. Tampoco hay en ellos arcaísmos, pese a lo que opina un ilustre hispanista norteamericano, ni palabras especializadas de los oficios, de la zoología, de la botánica, de la óptica o de cualquier campo del conocimiento (…); les diré que apenas utilizo metáforas y mucho menos metáforas difíciles o imposibles de entender. Suelen aparecer aisladas y a menudo son tan poco metáforas que hasta resultan imperceptibles para mí”.
Poesía en la que late el Romancero, Berceo, Garcilaso, Manrique, Juan de la Cruz… Y también Keats, Hölderlin y Novalis y tantos otros que han servido como impulsos de vida en celulosa a este poeta que, lejos de su Madrid natal, ha escrito unos poquísimos libros con los que se ha convertido en un poeta digno, admirado, singular. Como las leyendas con las que arma sus versos. Como esas imágenes/historia en las que habla de sí mismo, de nosotros.
Arde el fuego en sus ojos violentos, prende el fuego de un poema. Y escribe SOBRE LA ESPERANZA:
ARDE la aldea que ya ardió mil veces,
la aldea que los tártaros arrasan
camino de occidente cada año;
la que arderá mil veces y otras tantas
volverá a levantarse, como el alma
de un pecador que sana con el día,
cuando el mayor dolor es sustituido
por un proyecto firme y ambicioso
que en nada quedará tras unas horas.
Y todo por estar en el camino
que cada año los tártaros recorren.
De poco le valdrían las atalayas
para avisar de lo que siempre llega,
ni cambiar de lugar, ni hacerse fuerte;
como la voluntad no obtiene nada
de las fintas y yelmos que interpone
entre su pequeñez y el enemigo.
Pero es que ni los mismos poderosos,
los príncipes que guían al combate
los ejércitos, logran la victoria
por precederlos frente al enemigo
la imagen verdadera de la Madre
del Salvador, ni por decir: “Destino,
mi armadura es mi fe y mi fe es eterna”.
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