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Julio Medem, un autor de cuentos apacibles, heterodoxo y singular

Julio Medem, un autor de cuentos apacibles, heterodoxo y singular

En Lucía y el sexo (2001), la celebrada cinta de Julio Medem —junto con Tierra (1996) y Los amantes del Círculo Polar (1998) uno de los tres títulos en los que tiene su origen mi admiración por este realizador—, Lorenzo —el personaje recreado por Tristán Ulloa— le habla a Luna (Silvia Llanos), la hija de Elena (Najwa Nimri), de un cuento que cuando está llegando al final no se acaba: “se cae por un agujero” y vuelve de nuevo a la mitad del asunto que nos está refiriendo. Desde este retorno, su historia puede cambiarse si se tiene tiempo. Esta sugerente revisión del cuento de nunca acabar —por así llamarlo para entendernos— es un recurso habitual en el cine de Medem. Por ejemplo, también se nos propone en los círculos reflejados en las pupilas de Otto (Fele Martínez), el niño al que Ana iba “a querer siempre”.

Este procedimiento del realizador donostiarra me seduce hasta el punto de que he creído asistir a uno de esos transportes dentro de la narración que nos proponen los personajes de Medem en mi experiencia cinéfila. Es decir, he creído caer por un agujero, como ese del Cap de Barbaria, en Formentera, por el que se cae Lucía (Paz Vega) en el filme al que da título. Un lugar que me sé de memoria porque en aquella isla pasé algunos de los mejores veranos de mi bohemia.

"Peggy, quien tampoco tenía los nervios muy templados y ya arrastraba problemas con la botella que procuraba esconder, se vio inmersa en jornadas de trabajo de 16 horas al día"

Ya lejanos aquellos estíos felices, anteriores a la actual tasa turística, la última revisión de Lucía y el sexo —aunque ambientada y rodada en la Formentera invernal— me ha devuelto a aquella magia, indeterminada y memorable, de la Formentera de los años 90. Cuando aquel limbo, más que una isla, era un estado de ánimo: ese algo impreciso a lo que se refiere Lorenzo al hablar de “mi isla”. Y ha sido viendo esos mismos peces, esas mismas algas pardas, que el cineasta nos muestra en los planos submarinos —sobre los que impresiona los títulos de crédito—, de las que, en mi fantasía, he creído ver emerger a Peggy Shannon.

La de Peggy Shannon es una historia triste. Chica de las Ziegfeld Follies, la popular revista musical de Broadway que durante medio siglo (1907-1957) fue una verdadera catapulta al estrellato de jóvenes actrices, cantantes y bailarinas, Peggy llegó a Hollywood con 20 años. No había acabado de deshacer las maletas cuando fue convertida en la segunda It-girl. La primera, Clara Bow, había perdido la cabeza el día antes de iniciar el rodaje del que habría de ser su nuevo éxito: La llamada secreta (1931). Peggy, quien tampoco tenía los nervios muy templados y ya arrastraba problemas con la botella que procuraba esconder, se vio inmersa en jornadas de trabajo de 16 horas al día. Sus compañeros empezaron a decir que trabajar con ella era un calvario. Antes de volver a Broadway por primera vez tuvo tiempo de hacer una de las cintas precódigo —esto es, anteriores al Código Hays, el primer reglamento para autocensurarse que se impuso Hollywood— que tengo en la más alta estima. Su título es Diluvio (1933) y es una pastoral poscatástrofe climatológica debida al talento del gran Felix E. Feist.

"He confundido la sensualidad de Lucía, emergiendo del Mediterráneo en invierno, con la de Claire nadando hasta la orilla del Atlántico tras la destrucción"

El asunto gira en torno a un nuevo diluvio universal que deja anegada la mayor parte de la tierra firme del planeta, reduciendo drásticamente a la humanidad. Tanto es así que los dos tipos que ven a Claire Arlington —el personaje de Peggy en aquellas secuencias— llegar a lo que ha quedado de la costa donde estuvo Nueva York, se matan entre ellos creyendo que la nadadora es la última mujer del mundo. Es tanta la sensualidad que al salir del agua exhala Claire que me recuerda a la que rezuman todas las actrices de Medem cuando emergen de sus efusiones submarinas. Por ejemplo, las de Amaia (Patricia López Arnaiz), Rebeca (Úrsula Corberó) y Nuria (Lucía Delgado) en El árbol de la sangre (2018). En el caso de Claire Arlington basta para comprender que “semejante inmoralidad” —que considerarían esas secuencias cuantos aplaudían el Código Hays— es la prueba irrefutable de que la obra maestra de Feist no atiende a aquella censura.

Pues bien, en mi visionado sistemático de los títulos sobre los que tengo que escribir —y habida cuenta de esa técnica del realizador donostiarra de mostrarnos en proyección la historia que están contando sus personajes—, he creado una fantasía entre dos películas separadas por más de 60 años. He confundido la sensualidad de Lucía, emergiendo del Mediterráneo en invierno, con la de Claire nadando hasta la orilla del Atlántico tras la destrucción.

"Al principio, cuando se dio a conocer a comienzos de los 90 dentro de ese paquete del nuevo cine vasco, que tanto interés despertó en la cartelera de la época, no capté su magia"

A mi entender, Julio Medem es un heterodoxo porque es una suerte de cuentacuentos con un tomavistas. En sus películas, aunque inmersas en un cine donde queda tan poco espacio para la fábula como en la industria española actual, ofrece a sus espectadores la posibilidad de entender sus historias como ellos quieran. Nada que ver con ese didactismo de la pantalla subvencionada: una industria obligada a hacerse eco, a modo de enseñanzas más o menos sutiles, de la ideología y la cosmovisión del PSOE, que la potencia mediante sus polémicos adelantos. Una cartelera autóctona que, naturalmente, ha expulsado deliberadamente de las salas de cine a todos los espectadores que no comparten el canon, la estética… la ortodoxia, en definitiva, de esta gente que nos gobierna.

Bien es cierto que Medem también participó en ese panfleto socialista que fue ¡¡Hay motivo!! —filme colectivo que en 2004 reunió a la plana mayor de la cultura oficial; aunque, según el ministerio de cultura, sólo tuvo 496 espectadores en los 12 días que estuvo en cartel—, pero es tanta su capacidad para la fábula que me cuesta enmarcar a Medem dentro del cine español actual.

Recuerdo a Lucía en Lucía y el sexo, leyendo Hector Servadac (1877) y recuerdo el monumento que la colonia francesa levantó a su autor, Julio Verne, en La Mola. Como es sabido, en aquel viaje extraordinario, el novelista nos habla de Formentera —y una parte de la costa argelina—, separadas del resto de La Tierra durante un año, tras colisionar en ellas un cuerpo celeste. Así se me figura Julio Medem alejándose de la oficialidad.

"La historia de Peggy Shannon acabó con ella destruida y sin trabajo por el alcohol. Estaba fumando y bebiendo cuando la Parca se la llevó a una gloria mayor que la de Hollywood"

Al principio, cuando se dio a conocer a comienzos de los 90 dentro de ese paquete del nuevo cine vasco, que tanto interés despertó en la cartelera de la época —Enrique Urbizu, Juanma Bajo Ulloa, Alex de la Iglesia, Daniel Calparsoro…—, no capté su magia. Vacas (1992), pese a su ya notable belleza plástica y su narrativa cautivadora, no me llegó. La vi después de La ardilla roja (1993), el primero de los cuentos de Medem que me sedujo por completo. Eso de Jota (Nancho Novo) diciéndole a la amnésica Lisa (Emma Suárez) que es su novio, porque en verdad le gustaría serlo y ella no se acuerda de nada tras el accidente que ha sufrido, puede entenderse como uno de esos cuentos de este cineasta que invitan a que nos los reinventemos mediada la narración. Sin duda seducido por esos transportes a los que también parece invitar ese otro procedimiento frecuente en nuestro cineasta, el de visualizar —mostrarnos en la proyección— lo que un personaje ha comenzado verbalizando, me viene a la cabeza el cuento de Giuliana (Mónica Vitti) en El desierto rojo (Michelangelo Antonioni, 1964), aquella historia “de una niña que vivía en una isla en la que los mayores le aburrían y la asustaban tanto como los niños que jugaban a ser mayores”.

Hay algo en el cine de Julio Medem que me recuerda poderosamente al de Michelangelo Antonioni. Ese papel marginal que jugó Antonioni en el neorrealismo —el documental Gente del Po (1943) y poco más— viene a ser como el de este cineasta donostiarra en el cine español oficial. Bajo Ulloa fue el autor de los cuentos más crueles de su generación, Medem el de los más apacibles. En El árbol de la sangre se nos habla de unos niños llevados a Rusia durante la guerra civil. Cuando al cabo de los años vuelven a España son dos miembros de la mafia rusa. Pero su violencia es tan sosegada que se nos antoja menos cruel. Caótica Ana (2007) y Habitación en Roma (2010) me resultan más crípticas. Pero admiro a Julio Medem como a un autor heterodoxo y singular.

La historia de Peggy Shannon acabó con ella destruida y sin trabajo por el alcohol. Estaba fumando y bebiendo cuando la Parca se la llevó a una gloria mayor que la de Hollywood. Tres semanas después, su segundo marido, el cámara Albert G. Roberts, se pegaba un tiro en la misma silla donde se encontró a Peggy muerta. No podía vivir sin ella y decidió ir a su encuentro. Ya no hay nadie que se quiera con tanto arrebato. Aunque, viéndola emerger de las aguas del Atlántico, lo podría haber.

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