¿Y esto? ¿Quién lo ha escrito? ¿Y por qué? Y sobre todo ¿para qué? Las preguntas que cualquier lector debiera responderse delante de un texto son sencillas. Sus abnegados profesores de bachillerato llamaban a este ejercicio hacer un “comentario de texto” y con él pretendían dotar al futuro ciudadano de un automatismo eficaz a la hora de enfrentarse a cualquier información escrita: desde un mail a una memoria técnica. Los resultados de la pesquisa, que no otra cosa es un “comentario de texto”, suelen ser desalentadores; de joven fui impío con esos textos carentes de criterio que con demasiada frecuencia aparecen entre memorandos profesionales, cartas de Hacienda o instrucciones de lo más variado. “Esto lo ha escrito un imbécil”, concluía irritado a la tercera línea. «Desde luego por un imbécil que ignora la diferencia entre verbo y sustantivo”. Con los años he aprendido a perdonar. Al fin y al cabo soy incapaz de distinguir un “carburador” de un “cigüeñal” y me asomo a lo que hay debajo del capó como al Arca de la Alianza.
Es decir, a un misterio.
Soy un ignorante y mi admiración por la mecánica es la de un salvaje: la tengo por magia. El concepto, en todo caso, me ha sido útil pues me ha ayudado a concebir la oración gramatical como un motor cuyas piezas deben estar en su sitio, lubricadas, listas para apoyarse unas a otras y engarzadas a una estructura lógica. Lograrlo exige a veces ingeniería de nivel.
Viene esto a propósito de Rayuela, artefacto cuya mecánica jamás entendí y, lo que es casi peor, ni siquiera me interesó. Durante años lo tuve por un nonsense, pero con ocasión del reciente Rayuela académico no me he podido resistir y he vuelto a perderme en busca de la Maga por un París imaginario, peripatético y tan personal como otros parises literarios igualmente admirables. París es mucho París y no cabe en una sola mirada ni en un solo libro. Ni mucho menos en una sola guía. París no se acaba nunca, tituló en su día Enrique Vila-Matas una novela, o lo que fuese, sobre ese asunto interminable que es París.
En mi primera incursión a Rayuela era poco más que un niño y ahora soy casi un jubilado, así que hay una vida entre ambas lecturas, circunstancia que ha facilitado mi comprensión de que si tío Julio es un ganso, se lo puede permitir. Tío Julio escribe como Dios y desde luego conoce la diferencia entre verbo y sustantivo: ese homenaje al excurso y la divagación que es Rayuela lo demuestra. Para empezar, el hombre sabe adjetivar, y no se me rían. Los adjetivos conforman una trampa saducea, una jungla asesina, una especie de páramo de Baskerville en el que los mortales normales nos encenagamos: sólo se salvan tío Julio y otro argentino tocado como él por Dios, Borges. Los adjetivos, pocos y precisos, dejó dicho el maestro retórico Mairena (y si no lo dijo, debió haberlo dicho, porque es verdad).
Y ya para acabar, precisar que Cortázar crea mundos suyos y sin nada que ver con la mecánica del mundo habitual porque de mecánica sabe tanto que la normal le viene pequeña. Si a alguien se parece Cortázar es a Picasso. Cortázar es el auténtico Only One. El Puto Amo, en castizo, y Rayuela un viaje, pero no por París, sino por la mente de un tal Horacio entregado sin recato a la digresión con la excusa de rememorar una antigua novieta. Ganso hasta el fin, Cortázar nos instruye sobre la posibilidad de empezar a leer por el capítulo no sé cuántos para seguir por otro, también determinado, y así hasta el final. Lo que nos está diciendo, en realidad, es que allí dentro no hay principio ni final, sino puro azar, que es lo que son las elucubraciones de la cabecita horaciana, y de la cabecita de cualquiera, y que aquello se puede leer en plan versículos, sin orden ni concierto, que es lo que es en realidad la cabeza. Un amasijo de sesos y recuerdos ahí tirados sin orden ni concierto, todos mezclados igual que masa para cocretas.
Esta edición rica y golosa que ha hecho la RAE, o más bien la ASALE, que es la asociación de academias dedicadas a la lengua española mundo adelante, cuesta sólo 14 euros y pico, poco más que dos revistas y una caña, y eso que además del texto de Rayuela trae, como los dividís, numerosos extras, pero de verdad, no como los de los dividís. Encima la tapa dura y un lomo de cuatro dedos de ancho, por lo menos, permiten a uno la gratificante sensación de haber invertido bien su dinerito, tan duramente ganado. En todo caso, no se me pierdan, porque el verdadero interés del artefacto está en el viejo texto de tío Julio, cotejado con la primera edición y más iluminador de lo que nos pueda parecer a los consumidores de historietas, a los amantes de un principio y un final y de que la chica y el chico se encuentren al fin. Aunque parezca mentira, estoy disfrutando como un pato en una charca y se lo recomiendo. Leerlo, digo, no imitarlo: desde que apareció en 1964 ya ha habido bastantes heridos.
Los experimentos, con gaseosa.
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