«Estamos a tres comidas de la anarquía», dice en la película la paleobotánica Ellie Sattler, uno de los personajes creados originalmente por Michael Crichton para su novela Parque Jurásico y que Jurassic World: Dominion, tercera entrega de la segunda trilogía, recupera para la ocasión en pos de la nostalgia fan. Junto a Alan Grant (Sam Neill) e Ian Malcolm (Jeff Goldblum), los «viejos» protagonistas de la historia siguen el hilo de una plaga de langostas cuyo origen resulta misteriosamente cercano a la iniciativa privada empeñada en rentabilizar las nuevas especies que persiguen los personajes de Chris Pratt y Bryce Dallas Howard.
La película que vuelve a dirigir Colin Trevorrow tras ceder el testigo al español Juan Antonio Bayona en la segunda trata de capturar, de nuevo, esa lucha entre progreso y responsabilidad, activismo y sentido común, adaptada a los nuevos tiempos del siglo XXI. Pero trata de lidiar continuamente con el caos, el que generan los dinosaurios (ahora más que nunca secundarios en su propia película) y las derivas narrativas de una película que trata de hacer demasiadas cosas. El resultado agrada y entretiene debido, precisamente, a la indiscutible eficacia de sus momentos culminantes y la gracia del concepto aventurero del tercer acto.
Y es que, efectivamente, Jurassic World: Dominion a veces parece de todo menos una película de Parque Jurásico. Suspense empresarial sobre los nuevos peligros del mundo corporativo (vestido, ya saben, de camisa de franela y manipuladora inclusividad) y una sorprendente dosis de actioner a lo James Bond se comen el metraje de una aventura que deja la aventura selvática y el viejo concepto del ¿quién será devorado? en un muy segundo plano. Quienes quisieran una película con una razonable dosis de terror, mejor que se olviden: Dominion es consciente más que ninguna otra de su condición de cine mutante, casi tanto como algunas de las nuevas especies de dinosaurios mejorados que han poblado la trilogía. Los protagonistas ya pasan más tiempo huyendo de ejecutivos, mercenarios y contrabandistas que de los propios lagartos.
Si Bayona se atrevió a insertar algo de terror gótico en su película, Trevorrow razona visualmente de otro modo. Con algunas notas de humor negro que cuestionan la cultura woke tanto como la agresivamente corporativa (quizá ambas sean lo mismo, como lo atestigua ese divertido momento en el que un tiranosaurio devora a un usuario de patinete eléctrico), el propio director sabe que lo suyo no es la sabiduría y dinamismo narrativo y visual de Spielberg. Es una pena, pero es lo que hay, y a estas alturas todos lo sabíamos. A cambio ganamos unas cuantas set pieces tan absurdas como divertidas, como la huida en moto por Malta (gracias a un actor tan carismático como Chris Pratt) y el emotivo instante marca de la casa de unos dinosaurios en la nieve, que logran retrotraernos al gran show originario de 1993.
Lo que Trevorrow tiene que lidiar aquí es con la ambición de su propio guión, que trabaja en paralelo con dos líneas narrativas (la de la vieja trilogía y los de la nueva) sin dar la impresión de saber coordinarse narrativamente, permitiendo que ciertas secuencias y episodios se intercalen como en el montaje de una serie de televisión estándar. Si a eso sumamos que la habilidad visual de Trevorrow es la justa y necesaria, pero nada más, lo cierto es que Jurassic Park: Dominion a veces parece un blockbuster —otro más— huérfano de estilo y de director.
No pasa nada: pese a la dispersión de la que hace gala, el carisma de sus actores está ahí, y aunque los dinosaurios ya no sorprenden, lo cierto es que Dominion resulta 140 minutos de fan service hábilmente servidos, indiscutiblemente entretenidos y razonablemente apetitosos capaces de sintonizar con la audiencia. Quizá, eso sí, algunos añoramos el sabor de la carne de los antiguos blockbusters más que de los nuevos, pero eso empieza a ser una batalla perdida.
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