Hace 28 años que se publicó Parque Jurásico, y la franquicia creada por Michael Crichton para la literatura, y Steven Spielberg para la pantalla, todavía sigue viva y bebiendo de ella. El éxito mundial de Jurassic World. El Reino Caído (J.A. Bayona, 2018), ahora en cines, impulsa a recuperar los méritos del techno-thriller de Crichton, un verdadero mamut de ventas que regresa a las librerías en una nueva edición de la mano de la película.
Un best seller alabado incluso por la crítica y que se erigió en el mayor éxito de un autor acostumbrado a vender, pero con un amplio historial de agravios a expertos literarios. El éxito de Parque Jurásico impulsó todavía más una carrera ya exitosa y motivó toda una recuperación de sus novelas previas, amén de una riada de nuevas adaptaciones al cine como Acoso (1994) o Congo (1995). ¿Hay que recordar la notable carrera de Crichton como director, con títulos como Almas de metal (1973), El gran robo al tren (1979) o Runaway. Brigada especial (1984)? La publicación de una nueva novela póstuma coincidiendo con el estreno mundial del nuevo filme, Dientes de dragón (Plaza & Janes), solo confirma el poder de su autor, que parece seguir escribiendo diez años después de su muerte (Crichton falleció de cáncer en 2008).
Novela y película se convirtieron en todo un fenómeno social en los 90. Y hay que achacar a Crichton la plasmación de una sólida base científica ideal para vehicular sobre ella un relato aventurero como el que todos conocemos. La recuperación del genoma de un dinosaurio y la Teoría del Caos, dos de los ejes sobre los que bascula su fantasía, estaban parcialmente basadas en la realidad, y el tiempo y la ciencia han demostrado que la primera de ellas es de todo menos descabellada. Pero su inserción en el contexto capitalista y su constante horizonte de expansión es, sin embargo, la gran herramienta del autor para hacer verosímil el relato, que de ese modo impregna de una apremiante realidad un patrón propio de la ciencia ficción. Al final, en el fondo Parque Jurásico no va solamente de dinosaurios.
Pero hagamos un flash-forward de dos décadas para justificar el arrebato de nostalgia. De repente estamos en 2014, con el propio estudio Universal Pictures sorprendiéndose de las extraordinarias cifras de taquilla de Jurassic World, una tardía cuarta película a mitad de camino entre el remake y el reboot que se aupó como una de las más taquilleras de la historia, por delante incluso de la primera. La que dirigió el novato Colin Trevorrow había conjurado con facilidad una peculiar alquimia sentimental que el marketing solo logra ocasionalmente y que no hace sino recordar la solidez del trabajo original de Crichton. Ubicada en ese territorio que ocupa la nostalgia generacional y el puro hambre de entretenimiento veraniego, la nueva película acertó en lo fundamental: encontrar una excusa para reabrir el parque, el de la ficción y el de la realidad, convocando al cine tanto a los mayores que fueron niños entonces como a los jóvenes de ahora.
Jurassic Park, el sueño de todo empresario, de los de dentro y fuera de la pantalla.
El sueño de Hammond
El sueño de John Hammond, el ideólogo y creador del parque de ficción, se ha cumplido remasterizado y ampliado en virtud de la evolución de la cultura capitalista, aunque sea para caer inmediatamente. Del parque tecnificado pero artesanal de los noventa, cuya mayor atracción era la jaula del T-Rex, pasamos a una enorme instalación de vanguardia que es el hogar de otras aberraciones genéticas; dinosaurios que mezclan ADN de otras criaturas dispuestos en fila para ser vendidos porque, como dice la nueva protagonista, “los dinos ya no asustan a nadie”. La evolución del arquetipo de millonario patrocinador de dinosaurios en la saga jurásica pasa por ser una de las más crudas representaciones del capitalismo vistas en pantalla, mucho más que otros apresurados relatos surgidos al amparo del crack económico de 2008.
El viaje interior de la serie solo puede entenderse a través de la figura de un personaje al que Crichton solo le faltó caracterizar con cuernos y rabo. El Hammond literario es un sesentón irlandés egoísta, malencarado y enjuto que antepone su beneficio a la seguridad de sus nietos, y que por tanto recibe lo que en la ficción entendemos como un justo castigo: devorado por una horda de sus pequeñas creaciones. Propietario de InGen, empresa responsable de dar vida a los nuevos animales, Hammond buscaba aplacar a sus accionistas con una primera expedición que —así lo dictan las reglas del cine de catástrofes— acabaría en desastre y en su propio final. Pese al final absolutamente cerrado de la novela, era evidente que una vez dado el paso no iba a faltar quien retomase lo que él dejó inacabado.
Una de las modificaciones fundamentales de Spielberg sobre el libro operó sobre el personaje de Hammond, un hambriento y antipático viejo reconvertido, interpretación de Richard Attenborough mediante, en un orondo y simpático abuelo. Un tipo visionario y sí, imprudente, pero con una verdadera ilusión por el milagro del proyecto. El famoso monólogo del circo de pulgas de Petticoat Lane en realidad proviene de la novela, pero la puesta en escena puramente sentimental de Spielberg le encajó como un guante al nuevo Hammond. Quizá por eso, el de la película merecía sobrevivir, y de hecho se asomaba en la secuela que llegaría tres años después para intentar arreglar su desaguisado. En El reino caído, ahora en cines, Claire, la ejecutiva comercial reconvertida en activista, contempla su retrato en la mansión Lockwood justo antes de conocer a su virtual nueva versión.
Ni que decir tiene que Spielberg, primer y único superviviente del nuevo Hollywood que, en los 70, dio el golpe de gracia al cine clásico (empapándose, sin embargo, de él) se vio reflejado en esa figura deífica, la de un feriante idealista y alegre enamorado de su trabajo, tachado de loco por su entorno, considerado el diablo por sus coetáneos pero de una capacidad desbordante. Como Spielberg, ese Hammond hubiera sido suficiente para renovar los modos de un Hollywood marcado por Vietnam y las drogas y dirigido a su inevitable extinción. Muy lejos del taciturno hijo de perra de Crichton, el anciano Santa Claus que repite su “no hemos reparado en gastos” se erige como una versión del propio Spielberg y su imperio Amblin. Un retrato magnánimo pero no exento de maldad, y sobre todo, una semilla de (auto)destrucción evidente.
Porque la inevitable caída de Hammond, ya sea muerto a mordiscos como en el libro o de viejo como en las películas, anticipaba lo que vendría después, dentro y fuera de la pantalla. Una vez desaparecido el padre, los hijos van a correr para ocupar su lugar. El resultado, en todo caso, lo tenemos delante ahora mismo: una América de conglomerados, corporaciones y parques de atracciones concebidos como películas (y películas concebidas como parques de atracciones), eslabones todos ellos de un plan empresarial mayor, ya sea una franquicia cinematográfica o la pura diversificación empresarial. ¿Un dinosaurio patrocinado? Lo tenemos en Jurassic World, señor. La figura de Hammond al final se revela como la clave de todo: no solo es el receptáculo donde el autor de la fábula deposita su firma, su idea de sí mismo como artista/empresario. Es a través de él que las texturas de la ficción se funden con la realidad, a ritmo siempre de película o novela de acción.
Dinosaurio come capitalista. Dinosaurio hereda la tierra
Obviamente, entre las ambiciones de John Hammond no figuraba la entrada libre para los turistas, sino ganar algo de dinero con su milagro, pero muchas cosas han cambiado desde los 90. Entre ellas, la conversión del mundo (el mundo jurásico) en todo un parque temático. Efectivamente, Hollywood ha sido comprado por grandes empresas extranjeras sin nada que ver con el cine (el propio Spielberg ironizó sobre ello en la secuela, El mundo perdido, mostrando a un grupo de japoneses huyendo del T-Rex). Efectivamente, la clonación ha avanzado hasta el punto de que los científicos anuncian la posibilidad de fabricar clones humanos de aquí a unos años (¿Oyen eso? Crichton ríe desde su tumba). Y efectivamente, los animales siguen siendo violentados y cosificados, su sufrimiento rentabilizado más allá de la pura necesidad sin que de momento haya revancha o alternativa. 25 años son muchos años, y el cuarto de siglo que ha mediado desde que los niños leyeron la novela y vieron la película han permitido que la profecía volcada por Crichton y Spielberg en el personaje de Hammond se haya cumplido.
En la nueva franquicia un conglomerado retoma la actividad allí donde la dejó el idealista empresario, pero se añaden al cóctel ciertos ecos de resonancia actual. Y es que cuando todo sale mal, la única solución es salir corriendo y colar la bola como sea: El reino caído ilustra, quizás sin saberlo, los modos y maneras cutres y apresurados del capitalismo rabioso después de una crisis capaz de arrasar todo como el volcán hawaiano de la película: esa expedición supuestamente sensible y sofisticada que evacua los dinosaurios atados a patines de helicópteros o como si fueran ganado, destino a un edén inexistente, podría parecer lo más descabellado de la propuesta, pero quizá es la metáfora más pegada a la realidad de toda la película.
En este sentido, y asumiendo esa línea narrativa impulsada por Hammond, El reino caído escenifica por fin la muerte del entrañable feriante, tanto simbólica (Attenborough falleció en 2014) como real. Nos referimos a la sufrida por el socio de Hammond, Benjamin Lockwood (James Cromwell), a la sazón sustituto del personaje en la historia, en el que sin duda es el momento más extraño de toda la serie: el millonario “de la vieja escuela” es de facto asesinado en la cama por su virtual sustituto y discípulo, Eli Mills (Rafe Spall), a su modo también una mutación de ADN, esta vez de hipster y ejecutivo agresivo, que camufla sus verdaderos planes bajo una cáscara de decencia animalista y peroratas sobre el interés público. Un capitalista de incógnito que ni siquiera desea, como sí lo hizo Hammond (fuera el avaro de la novela o el ingenuo de la película) ofrecer un buen espectáculo a cambio de dinero, sino erigirse como la herramienta básica para canalizar el flujo del mismo, capitalizando un largo periodo de crisis y luto: hazte con la empresa, córtala en partes, véndelas al que pague mejor y después repite el proceso con cualquier otro proyecto. Un perfecto producto de la crisis del 2008 cuyo primer paso Crichton plasmó en su novela.
No es que haya mediado el cambio sin transición ninguna. Ya en la segunda novela y su correspondiente adaptación al cine, El mundo perdido, el empresario Peter Ludlow (Arliss Howard) pergeñaba una expedición para recuperar la fauna y flora ideada por Malcolm y explotarla en el continente. Ni que decir tiene que la lamentable idea acababa con una T-Rex pululando por San Diego y Ludlow siendo devorado por ella y su cría, todo un toque de Spielberg a esos ejecutivos deseosos de secuelas, siempre buscando explotar ideas hasta la última gota de sangre. Hammond marcó el camino, los hijos lo siguen.
Sin necesidad de novela alguna por detrás, y un cuarto de siglo después de todo esto, la película de Juan José Bayona insufla un par de nuevos valores al invento. Olvídense, ahora más que nunca, del guión: el libreto de Colin Trevorrow y Derek Connolly, dividido en dos mitades (¿otro homenaje a Spielberg y su fundacional Tiburón, híbrido fundamental de catástrofe, aventura y horror?) apuesta por la sátira de trazo grueso a la hora de presentar en pantalla la obtención de un provecho económico de los animales, reduciendo el asunto a una vulgar subasta de hombres de negocios (asimilados todos ellos a criminales) y liquidando de un plumazo las posibilidades de reflexión sci-fi verista de Crichton. Solo en virtud de la prodigiosa puesta en escena del catalán, que funde el filme de aventuras clásicas de su primera mitad (con las convenientes resonancias a la “primera” segunda parte, El mundo perdido) con un clásico horror de la Hammer (tan caro en su estética al cineasta que se estrenó con El orfanato) el filme presenta realmente su apuesta de puro escapismo al espectador a base de recurso escénico. Consciente de que al fin y al cabo está en una quinta parte, Bayona abraza sin reservas ni rubor la serie B y la fantasía pulp que siempre han estado en el ADN del producto, y se pone a tope con ello con una elegancia que no impugna su falta total de vergüenza. Ese prólogo nocturno de terror “spielbergiano” remite, por pura asociación, a los icónicos momentos ideados por Crichton y propulsados por Spielberg, y la descarada presencia de una niña (otra constante desde los inicios en papel) cumple al menos tres objetivos: canalizar finalmente el punto de vista del filme, guiñar el ojo a la primera entrega y proyectar al futuro (bien es cierto que con la sutileza de un, ejem, dinosaurio) ciertos postulados científicos presentes en las tripas del relato.
Desconocemos qué pensaría Crichton de la nueva-vieja franquicia. El problema, de existir, no sería tanto de contenido sino de tono: de la seriedad de un Crichton evidentemente congratulado por su propia idea, aplicado en la explicación docente (que no obstante él mismo atemperó en la secuela El mundo perdido, aunque fuera por su insuficiente arquitectura) se ha pasado a uno abiertamente escapista, únicamente dramático a la hora de escenificar la muerte de dinosaurios y no personas.
Pero el sueño de John Hammond sigue vivo, y convertido en pesadilla. No para nosotros, espectadores, que disfrutamos con una fantasía cada vez más descabellada en la superficie, pero igual de real en el fondo. Por si no lo han entendido: no, los malos no son los dinosaurios, sino nosotros mismos, que no acabamos de aprender la lección.
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