El verano se deja ver en los parques y jardines. El verde es luminoso e insultante y engalana la estación más caprichosa del año. El mismo día que tienes que ponerte protección solar para no achicharrarte puede que te sorprenda una tormenta que termine calándote hasta la coronilla.
Uno de esos traicioneros aguaceros me alcanza de camino a casa. Voy en pantalón corto y camiseta, así que aprieto el paso para intentar mojarme lo menos posible.
No hay nadie en las calles. Las nubes son tan densas que oscurecen el ambiente a pesar de que apenas son las tres de la tarde. Nadie diría que es verano. Un relámpago pone la calle en blanco sobre negro y el trueno que regurgita allá arriba se hunde en los estómagos para implosionar desde dentro.
Reparo en una bicicleta estacionada a un lado de la calle. No me habría fijado en ella de no ser por la débil hoja de papel que alguien ha enganchado en el sillín. Estoy tentado de pasarla por alto pero, pese a la lluvia, no puedo evitar rendirme a la curiosidad y me acerco para ver lo que pone en ese folio.
Escrito en letras enormes con tinta negra que resiste a duras penas el embate de la lluvia, leo la inscripción «Zu Verschenken». Viene a significar algo así como «Para regalar».
En una segunda ojeada compruebo que la bicicleta es antigua y está oxidada en algunos puntos, pero parece operativa. Obviamente no está asegurada con un candado ni nada parecido, lo que refuerza la idea de que su dueño ha querido deshacerse de ella y la ha dejado allí mismo con aquel tímido cartel.
En Frankfurt es muy habitual que la gente regale todo aquello que ya no necesita. Si las cosas están en buen estado, las dejan en la acera para que otros puedan aprovecharlas. Muebles, electrodomésticos, vajillas, cuberterías… Un paseo por mi barrio es el sueño de alguien con síndrome de Diógenes. Una vez oí decir que la basura de uno puede ser el tesoro de su vecino, una regla que aquí se cumple a rajatabla. He visto una cafetera abandonada con una legión de tazas al lado. También una caja de cartón llena de juguetes y un armario desmontado con las instrucciones de montaje pegadas con celo en una de las puertas.
Me agrada de forma particular el tema de los libros. Los dejan en los escalones, en los marcos de las ventanas o en la propia acera, expuestos como en una librería. No se puede decir que los hayan abandonado: más bien los han dejado allí para que esperen a sus próximos dueños. Me recuerdan a mercenarios que tras cumplir una misión se aprestan para servir a un nuevo señor.
El otro día encontré sobre un murete la versión alemana de uno de mis libros preferidos: El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon (ed. Salamandra). Claro que los alemanes, especialistas en cambiar los títulos de los libros en sus traducciones, lo han bautizado como Supergute Tage oder die Sonderbare Welt des Christopher Boone, que se traduciría más o menos como «Días superbuenos o el extraño mundo de Christopher Boone». El libro está en tan buenas condiciones que tengo la impresión de que voy a ser el primero en abrir sus páginas.
Un nuevo relámpago seguido de forma inmediata por un trueno que hace reverberar los cristales cercanos me saca de mis ensoñaciones y me impele a tomar una decisión. Tomo la bicicleta del manillar y pongo rumbo a casa.
***
El sábado doy un paseo hasta Sachsenhausen, donde cada fin de semana tiene lugar el Flohmarkt, un mercado de objetos usados conocido como «mercado de pulgas». Suele alternar entre dos ubicaciones diferentes y hoy se celebra junto a la orilla de los museos.
No pudo evitar que este mercado de objetos de segunda mano me recuerde al rastro de Madrid, si bien su ubicación es lineal y no hace falta callejear para visitarlo en su totalidad. He oído decir que aquí se puede conseguir cualquier cosa, y me cuesta creer que no sea así. La mayoría de los puestos están especializados en cosas muy concretas, con pocas variantes. Eso me hace encontrar un tenderete de televisores antiguos, otro de muebles rústicos y uno que solo vende patines en línea. Veo otro cuya oferta consiste únicamente en zapatillas de fútbol y las tienen de cualquier marca y tallaje, expuestas con mucho mimo. Un vendedor de alfombras coloca el género en la acera para que la gente pueda verlo bien.
Me detengo en un puesto de cómics y adquiero un puñado tebeos de Lucky Luke por solo tres euros. Me vendrán muy bien para practicar el idioma. Tras un breve paseo, encuentro al fin lo que estoy buscando: se trata de un tenderete en el que venden piezas de bicicletas antiguas, primorosamente clasificadas en cajones de plástico. Me detengo para buscar algunos componentes que me ayuden a poner al día mi recién adquirida montura con un gasto mínimo.
Mientras rebusco entre las distintas piezas, reparo en un individuo que merodea detrás de los puestos. Pasa inadvertido para la mayoría de los viandantes, pero no para mí.
Su aspecto es peculiar y me recuerda a alguno de los personajes que merodean por las páginas de mi novela. No es la clase de persona a la que encomendaría la gestión de mis ahorros, precisamente. Lo delatan su cara sucia, la ropa anticuada y, sobre todo, esa forma de mirar tan característica, con los ojos volando de un lado a otro como si no quisieran perder detalle de nada. Los tatuajes de los nudillos están tan difuminados que parecen manchas de grasa.
Lleva una bicicleta.
En un momento dado, apoya la bici en la balaustrada que da al río Main y se queda junto a ella. Es imposible que la historia de ese tipo no empiece a dibujarse en mi cabeza.
Dicen que si te roban una bicicleta en Frankfurt es bastante probable que la encuentres en el mercado de pulgas esa misma semana. Puede que un día sea yo mismo quien busque mi montura por aquí después de que me la roben. Hay más tipos como el que acabo de describir moviéndose detrás de los tenderetes, llevando bicicletas de todo pelaje de un lado a otro. Las transacciones son discretas: un rápido intercambio de billetes y el vendedor se esfuma con rapidez entre la multitud. Si parpadeas te lo pierdes.
No tardo en ver llegar a una pareja de chicos de aspecto extranjero. Tienen pinta de estudiantes. Se acercan tímidamente al tipo de la bici, que no es nuevo en esto y ya hace un rato que los ha calado. Uno de ellos intercambia algunas palabras con él mientras su colega examina de forma somera la bicicleta, como interesándose por su estado. Ni siquiera yo me creo esa pose.
La venta es rápida. Un par de billetes pasan del bolsillo del estudiante al del vendedor, que se apresura a esfumarse. Los chicos se quedan junto a la bicicleta, aún examinándola. Parece que no se creen que haya pasado con tanta facilidad a sus manos. No parecen muy espabilados, pero tampoco creo que sean tan idiotas como para no intuir que acaban de adquirir mercancía robada.
Puede que a ellos también les hayan robado la bici y consideren esta adquisición un acto de justicia poética. Un inevitable circulo vicioso de bicicletas que cambian de manos una y otra vez, donde los únicos beneficiados de verdad son esos oscuros vendedores y el precio una especie de impuesto revolucionario, una penalización por dejar tu montura sin vigilancia durante demasiado tiempo.
Finalmente se alejan con su nueva adquisición. No dejo de imaginar lo que sucedería si un día de estos se toparan con el legítimo dueño de la bicicleta, al que no le haría ninguna gracia ver su montura en otras manos. En mi interior no dejo de desear que suceda algo así. Eso sí que sería justicia poética.
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