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Justicia, de Michael J. Sandel 

Justicia, de Michael J. Sandel 

Justicia, el curso que imparte en Harvard Michael J. Sandel, Premio Princesa de Asturias 2018 de Ciencias Sociales, es uno de las más populares e influyentes de esta universidad. Más de mil alumnos abarrotan el aula magna para escuchar cómo este profesor relaciona las grandes cuestiones de la filosofía pública con los temas de actualidad, especialmente aquellos más polémicos. Por su parte, el libro Justicia ha vendido un millón de ejemplares en todo el mundo, y su versión televisiva, en la que participa el propio Sandel, es un éxito de masas. Justicia (Debate), del que Zenda publica un fragmento, ofrece a los lectores el mismo trayecto fascinante que cautiva a los estudiantes de Harvard, un estudio emocionante y agudo del significado del concepto justicia que invita a los lectores de todas las ideologías a considerar candentes cuestiones actuales desde perspectivas nuevas e iluminadoras y que garantiza un viaje fascinante a través de los conceptos que subyacen en las controversias políticas y morales de la actualidad.

 

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Hacer lo que es debido

En el verano de 2004, el huracán Charley salía con toda su violencia del golfo de México para acabar en el Atlántico, y de paso asolaba Florida. Murieron veintidós personas; los daños ascendieron a 11.000 millones de dólares. Pero tras de sí dejó también un debate acerca de los «precios abusivos».

En una gasolinera de Orlando vendían a diez dólares las bolsas de hielo que antes costaban dos. Como no había energía eléctrica para las neveras o el aire acondicionado, a muchos no les quedó otro remedio que pagar. Los árboles derribados aumentaron la demanda de motosierras y reparaciones de tejados. Por retirar dos árboles del tejado de una casa se pidieron 23.000 dólares. Las tiendas que vendían pequeños generadores domésticos de electricidad por 250 dólares querían ahora 2.000. A una mujer de setenta y siete años que huía del huracán con su anciano marido y una hija discapacitada le cobraron 160 dólares por noche por una habitación de motel, cuando normalmente solo cuesta 40.

Muchos montaron en cólera en Florida por esos precios hinchados. «Tras la tormenta, los buitres», rezaba un titular del periódico USA Today. Un vecino, cuando le dijeron que quitar un árbol que había caído sobre su tejado le iba a costar 10.500 dólares, declaró que estaba mal que los haya que «quieran aprovecharse de las penalidades y desgracias de otros». Charlie Crist, el fiscal general de ese estado, pensaba lo mismo: «Estoy asombrado de hasta dónde debe de llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan aprovecharse de quienes están sufriendo por un huracán».

Florida tiene una ley que prohíbe las subidas especulativas de precios. Tras el huracán, la oficina del fiscal general recibió más de dos mil quejas. Algunas llegaron a los tribunales, y con éxito. Un establecimiento de la cadena hotelera Days Inn, en West Palm Beach, tuvo que abonar 70.000 dólares en multas y en devoluciones a clientes a los que había cobrado de más.

Sin embargo, a la vez que Crist imponía la ley contra los precios abusivos, algunos economistas sostenían que esa ley, y la indignación ciudadana, estaban fuera de lugar. Los filósofos y teólogos medievales creían que el intercambio de productos debía estar regido por el «precio justo», determinado por la tradición o el valor intrínseco de las cosas. En cambio, decían esos economistas, en una economía de mercado los precios vienen dados por la oferta y la demanda. No existe un «precio justo».

Según Thomas Sowell, economista defensor del libre mercado, «precio abusivo» es «una expresión emocionalmente potente pero carente de sentido desde el punto de vista económico, de la que prescinden la mayoría de los economistas porque les parece demasiado confusa para tenerla en cuenta». Sowell pretendió explicar en el Tampa Tribune «que los “precios abusivos” le vienen bien a la gente de Florida». Las acusaciones de que los precios son abusivos se producen cuando «son claramente mayores de lo acostumbrado», escribía. Pero «los precios a los que se está acostumbrado» no son moralmente sacrosantos. No son más «especiales o “equitativos” que otros precios» que las circunstancias del mercado —incluidas las creadas por un huracán— puedan propiciar.

Un precio más alto del hielo, el agua embotellada, las reparaciones de los tejados, los generadores y las habitaciones de los moteles tiene la ventaja, sostenía Sowell, de que limita el uso por los consumidores e incentiva a proveedores de lugares distantes a suministrar los bienes y servicios más necesarios tras un huracán. Si el hielo se pone a diez dólares la bolsa cuando Florida sufre cortes de electricidad durante los calores de agosto, los que lo fabrican verán que les merece la pena el esfuerzo de producir y expedir más. No tienen nada de injusto esos precios, explicaba Sowell; solo refl ejan el valor que compradores y vendedores deciden darles a las cosas que se intercambian.

Jeff Jacoby, columnista que aboga por el mercado, se basó en razones parecidas para atacar en el Boston Globe las leyes que prohíben las subidas especulativas de precios: «No es abusivo cobrar tanto como el mercado pueda soportar. No es codicioso o desaprensivo. Así es como se asignan los bienes y servicios en una sociedad libre». Reconocía que «las subidas bruscas y transitorias de precios despiertan la ira, sobre todo en aquellos a los que una tormenta mortífera ha sumido en una vorágine». Pero la cólera de la gente no justifica que se interfiera en el libre mercado. Al dar incentivos a los proveedores para que produzcan en mayor cantidad los bienes que se requieren, los precios aparentemente exorbitantes «hacen más bien que mal». Su conclusión: «Demonizar a comerciantes y proveedores no acelerará la recuperación de Florida. Déjeseles que procedan según su voluntad empresarial».

El fiscal general Crist (republicano, que luego sería elegido gobernador de Florida) publicó un artículo de opinión en el periódico de Tampa donde defendía la ley que prohibía las subidas especulativas de precios: «Cuando hay una emergencia, el gobierno no puede quedarse a un lado mientras se les están cobrando precios desaforados a quienes huyen para salvar la vida o quieren, tras el huracán, cubrir las necesidades básicas de sus familias».

Crist rechazaba que tales «precios desaforados» correspondiesen a un intercambio verdaderamente libre:

No se trata de la situación normal de libre mercado, en la que los compradores deciden libremente, por su propia voluntad, acudir al mercado para encontrarse allí con quienes venden, por su propia voluntad también, y acordar con ellos un precio basado en la oferta y la demanda. Un comprador sujeto a coerción por una emergencia no tiene libertad. Forzosamente ha de adquirir lo que necesita, por ejemplo un alojamiento seguro.

El debate sobre los precios abusivos que se produjo tras el huracán Charley suscita serias cuestiones concernientes a la moral y a la ley: ¿está mal que los vendedores de bienes y servicios saquen partido de un desastre natural cobrando tanto como el mercado pueda soportar? Si está mal, ¿qué debería hacer la ley al respecto, si es que debe hacer algo? ¿Debe prohibir el Estado las subidas especulativas de precios incluso si, con ello, interfi ere en la libertad de compradores y vendedores de cerrar los tratos que deseen?

Bienestar, libertad y virtud

Esas cuestiones no se refieren solo a cómo deberían tratarse los individuos entre sí, sino a qué debería ser la ley y a cómo debería organizarse la sociedad. Se refieren a la justicia. Para responderlas, habremos de indagar el significado de la justicia. La verdad es que ya hemos empezado a hacerlo. Si se presta suficiente atención al debate sobre los precios abusivos, se verá que los argumentos a favor y en contra de las leyes que los prohíben giran alrededor de tres ideas: maximizar el bienestar, respetar la libertad y promover la virtud. Cada una de ellas apunta a una manera diferente de concebir la justicia.

El argumento común en favor de los mercados sin restricciones descansa en dos aseveraciones, una sobre el bienestar, la otra sobre la libertad. Según la primera, los mercados promueven el bienestar de la sociedad en su conjunto al ofrecer a los individuos incentivos para que trabajen mucho y suministren a los demás lo que quieren. (Aunque a menudo equiparamos informalmente el bienestar con la prosperidad económica, el concepto técnico de bienestar es más amplio; en él caben aspectos de la satisfacción social que no son económicos.) La segunda aseveración sostiene que los mercados respetan la libertad individual; en vez de imponer un cierto valor a los bienes y servicios, dejan que las personas escojan por sí mismas el que le dan a lo que se intercambian.

No sorprende que los enemigos de las leyes contra los precios abusivos recurran a estos dos bien conocidos argumentos en favor de los mercados libres. ¿Qué responden los partidarios de esas leyes? En primer lugar, sostienen que el bienestar de la sociedad en su conjunto no gana con que se cobren precios exorbitantes en tiempos difíciles. Aunque los precios elevados incrementen el suministro de bienes, hay que contrapesar tal beneficio con la carga que imponen en quienes menos puedan pagarlos. Para el acomodado, pagar precios inflados por la gasolina o una habitación de motel será irritante; pero para quienes no tienen tanto supondrá una verdadera carga, que podrá hacer que se queden donde hay peligro en vez de ponerse a salvo. Los partidarios de las leyes contra los precios abusivos arguyen que todo cálculo del bienestar general ha de incluir las penalidades y el sufrimiento de quienes, por culpa de los precios demasiado altos, no puedan cubrir sus necesidades básicas durante una emergencia.

En segundo lugar, quienes defienden las leyes que prohíben los precios abusivos mantienen que, en determinadas circunstancias, el libre mercado no es libre de verdad. Como señala Crist, «un comprador sujeto a coerción no tiene libertad. Forzosamente ha de adquirir lo que necesita, por ejemplo un alojamiento seguro». Cuando se huye con la familia de un huracán, el precio exorbitante que se paga por la gasolina o por un refugio no es en realidad un intercambio voluntario. Está más cerca de una extorsión. Por lo tanto, para establecer si las leyes contra los precios abusivos están justificadas habremos de evaluar estas formas enfrentadas de ver el bienestar y la libertad.

Pero habremos también de tener en cuenta un argumento más. Buena parte del apoyo del público a las leyes contra los precios abusivos proceden de algo más visceral que el bienestar o la libertad. La gente se indigna con los «buitres» que medran con la desesperación de otros y quiere que se los castigue, no que se los premie con beneficios extraordinarios. A menudo se tacha a estos sentimientos de emociones atávicas y se cree que no deberían interferir en las políticas públicas o en el derecho. Como escribe Jacoby: «Demonizar a comerciantes y proveedores no acelerará la recuperación de Florida».

Pero la indignación contra quienes cobran precios abusivos no es solo una ira irrefl exiva. Remite a un argumento moral que debe tomarse en serio. La indignación es el tipo especial de ira que se siente cuando alguien obtiene lo que no se merece. Tal indignación es ira contra la injusticia.

Crist llegaba al origen moral de la indignación cuando se preguntaba «hasta dónde debe de llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan aprovecharse de quienes están sufriendo por un huracán». No relacionaba explícitamente este comentario con las leyes contra los precios abusivos. Sin embargo, en él va implícito un argumento del estilo del que se expone a continuación, el que podríamos llamar «argumento de la virtud». La codicia es un vicio, una mala manera de ser, en especial cuando lleva a que no se tengan en cuenta los sufrimientos de los demás. No es ya que sea un vicio personal; es que choca con la virtud cívica. En tiempos de tribulación, una buena sociedad empuja unida. En vez de empeñarse en obtener el máximo provecho, los unos miran por los otros. Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad.

La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe desalentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad la desaprueba. Al castigar el comportamiento codicioso en vez de recompensarlo, la sociedad expresa su adhesión a la virtud cívica del sacrificio compartido por el bien común.

Reconocer la fuerza moral del argumento de la virtud no equivale a insistir en que prevalezca siempre sobre otras consideraciones que se le enfrenten. En ciertas circunstancias podría concluirse que una región golpeada por un huracán debería hacer un pacto con el diablo: permitir los precios abusivos con la esperanza de atraer de bien lejos a un ejército de techadores y albañiles, aunque haya que incurrir en el coste moral de dar el visto bueno a la codicia. Arréglense los tejados ahora y la fibra de la sociedad después. Pero sobre todo hay que percatarse de que el debate sobre las leyes contra los precios abusivos no se refi ere solo al bienestar y la libertad, sino también a la virtud, al cultivo de actitudes y disposiciones, a las cualidades del carácter de las que depende una buena sociedad.

A algunos, entre ellos muchos que son partidarios de las leyes contra los precios abusivos, el argumento de la virtud les incomoda. La razón: parece que depende de juicios de valor más que los argumentos que se fundamentan en el bienestar y la libertad. Preguntarse si una política acelerará la recuperación económica o estimulará el crecimiento económico no entraña un juicio acerca de las preferencias de las personas. Da por sentado que no hay quien no prefiera ganar más a ganar menos, y no juzga cómo se gaste nadie luego su dinero. De modo parecido, preguntarse si las personas son verdaderamente libres de elegir cuando las circunstancias son coercitivas no lleva a evaluar sus preferencias. El problema está en si son libres o si están sujetas a coerción, y si lo son, en qué medida.

El argumento de la virtud, por el contrario, se basa en un juicio, el de que la codicia es un vicio que el Estado debe desalentar. Pero ¿quién juzga qué es una virtud y qué un vicio? Entre los ciudadanos de las sociedades pluralistas, ¿no hay acaso discrepancias por tales cosas? ¿Y no es peligroso imponer juicios relativos a la virtud por medio de leyes? Movidos por esta inquietud, muchos sostienen que el Estado debe ser neutral en lo que se refiere a virtudes y vicios; no debe perseguir el cultivo de las actitudes buenas o desalentar las malas.

Cuando tentamos nuestras reacciones ante los precios abusivos vemos, pues, que nos empujan hacia dos direcciones distintas. Nos indignamos cuando hay quienes reciben lo que no se merecen; habría que castigar, pensamos, la codicia que se nutre de la miseria humana, no recompensarla. Y, sin embargo, nos inquietamos cuando juicios relativos a la virtud llegan a convertirse en ley.

Este dilema apunta a una de las grandes cuestiones de la filosofía política: una sociedad justa, ¿ha de perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos? ¿O no debería más bien la ley ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos tengan la libertad de escoger por sí mismos la mejor manera de vivir?

Según cuentan los manuales, esta cuestión separa el pensamiento político antiguo del moderno. En un aspecto importante, los manuales tienen razón. Aristóteles enseña que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se merece. Y para determinar quién merece qué, hemos de determinar qué virtudes son dignas de recibir honores y recompensas. Según Aristóteles, no podemos hacernos una idea de cómo es una constitución justa sin haber refl exionado antes sobre la manera más deseable de vivir. Para él, la ley no puede ser neutral en lo que se refi ere a las características de una vida buena.

Por el contrario, los filósofos políticos modernos —desde Immanuel Kant en el siglo xviii a John Rawls en el XX— sostienen que los principios de la justicia que defi nen nuestros derechos no deberían fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena.

Podría, pues, decirse que las teorías antiguas de la justicia parten de la virtud, mientras que las modernas parten de la libertad. Y en los capítulos siguientes exploraremos los puntos fuertes y débiles de ambas. Pero conviene tener bien presente que esa oposición puede llevar a error.

Pues si fijamos nuestra atención en las discusiones sobre la justicia que animan la política contemporánea —no entre los filósofos, sino entre los hombres y mujeres corrientes—, veremos un cuadro más complicado. Es verdad que la mayor parte de esos debates trata, al menos en apariencia, de cómo se fomenta la prosperidad y se respeta la libertad individual. Pero bajo los argumentos, y a veces compitiendo con ellos, podemos vislumbrar a menudo otro grupo de convicciones, acerca de qué virtudes son dignas de honores y recompensas, acerca de qué manera de vivir debería promocionarse en una buena sociedad. Somos devotos de la prosperidad y la libertad; sin embargo, no podemos prescindir sin más de la vena enjuiciadora de la justicia. Parece que pensar en la justicia nos arrastra sin remedio a pensar en la mejor manera de vivir.

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Autor: Michael J. Sandel. Título: Justicia. Editorial: Debate. Venta: Amazon

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