Capaz de encajar en un Mediterráneo hecho de melaza un mundo que no es de este mundo (como el propio doctor Schubert) donde no faltan ni la carnalidad ni las sensaciones, ni los olores, ni la fantasía, la periodista y escritora Karina Sainz Borgo, transformada en Sherezade tropical, narra las peripecias de una heroína que comparte con la historia de la literatura del mar ese horror, atrayente y común, por lo monumental.
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—¿Cómo te enfrentas al reto de construir esta historia que es casi tan enigmática como un cuadro del Bosco?
—Para mí no fue un reto, sino un placer gigantesco y el resultado es una experiencia literaria tanto para la autora como para el lector. Es el primer libro en el que yo exhumo el sexo. Mis anteriores novelas no tenían carne ni piel ni roce, ni amor. Bueno, pensándolo bien, amor sí. Pero otro tipo de amor más cercano a la muerte. La isla del doctor Schubert es una novela llena de vida.
—¿En qué sentido?
—Los otros libros míos estaban centrados en la aventura de mujeres valientes contextualizadas en un paisaje árido y peligroso de pudrición y violencia. Este libro, sin embargo, se fija en el origen de la vida. Está escrito en el músculo.
—¿El músculo del corazón?
—¡Del corazón un carajo! (risas). Mira, La isla del doctor Schubert es un libro de alguien que se quita la ropa, pero no para acudir a la alcoba, o no sólo, sino también para meterse en el mar, para caminar descalza por la arena y sentir su calor. Mis libros anteriores están contados por gente que se pudre en un mundo demolido. Este es un mundo vivo donde de repente las flores campanilla crean una nube alcaloide que lo resuelve todo.
—A ver, tú vienes de dos novelas duras escritas a la manera clásica de planteamiento, nudo y desenlace. ¿Qué le pasa a Karina para escribir este libro singular?
—Es que me subí a un barco en un mar sin viento y descubrí el mar, existencial y literariamente: imaginé el fondo marino mientras actuaba de mascarón de proa de aquel velero y experimenté la superficie del mar sin la línea de costa visible, extendiéndose ante mí como un territorio sobrecogedor. He procurado usar todo aquello que de pronto me ofrecía el mar para construir un universo emocional personal.
—Literariamente cambias tu estilo de manera radical.
—En el plano creativo el mar me sacó del lugar en el que yo me sentaba a escribir, rodeada de muertos, y me enseñó que hay un mundo más allá de las señoras con escopeta. De hecho, esta historia se cruzó cuando yo tenía empezada una tercera novela que terminé parando porque me di cuenta de que estaba escribiendo otra vez sobre las mismas mujeres que ya había contado. El hecho de haber podido atravesar el mar me hizo abrir los ojos a un nuevo mundo mío, muy personal y creativo.
—No solo descubres al lector un nuevo territorio; también un lenguaje.
—Yo no había descubierto el lenguaje marino. Cuando me subí a aquel velero con el capitán Reverte, me pasé horas en la proa observando cómo se movía el mar, cómo se comportaba, y entonces se me abrió un abanico de incertidumbres y miedos. Esa experiencia, además, coincidió con una visita que hice a la isla de Mallorca donde inesperadamente descubrí un paraíso (ese que Gertrude Stein describía como “un paraíso si consigues soportarlo”). También, como dice el gran Almirante Agustín Peri, descubrí aquella “Sicilia sin muertos” donde se mezclan de manera sorprendente depredación y belleza. Mallorca ha sido para mí un hallazgo intelectual, personal y estético que también se enreda en este libro.
—Y comienzas a leer literatura de aventuras…
—Sí. Yo no había leído a Stevenson como dios manda. Ni a Homero de manera sistemática. Gracias a este libro he construido una nueva biblioteca y eso, al fin y al cabo, también es escribir.
—Pero La isla del doctor Schubert no es esa clase de aventura. Huele a Caribe.
—Claro. Es que yo llevo puesta la melaza, el melao, el azúcar, la ensoñación, la fantasía, y allí donde yo vaya va a estar siempre. Encontrarme con esos libros de mar me permitió mezclarlo todo en mi territorio vital y en mi forma de escribir.
—Las mujeres del doctor Schubert sí son muy reconocibles: son el puente que une este libro con tus otras novelas.
—Sí, desde luego. Son mujeres que tiñen de negro sus trajes de novia y comunión por el luto de sus hombres ahogados en el mar. De hecho, la protagonista es una amanuense traductora de sirenas que busca a su padre desaparecido tras el naufragio del Persiles, un barco pesquero. Sin embargo, hay cosas que hacen las mujeres en este libro que mis otras mujeres realistas no pueden hacer.
—Como por ejemplo…
—Acostarse con un dragón. La amanuense está obsesionada por conseguir a su padre y resolver una guerra entre monstruos, por eso acude donde viven los dragones y deja una perla en la boca de cada dragón. En el libro está descrito como un momento mágico, pero realmente ella tiene un encuentro sexual con los dragones.
—El libro está lleno de simbologías…
—Sí. El mejillón contiene las perlas, pero es el lugar de la lubricidad, es la vulva: los dragones son el sexo y las perlas el deseo. En este libro las transformaciones son también muy importantes. Yo había trabajado a Ovidio y sus metamorfosis para El Tercer País y aquí aparecen de nuevo pero esta vez poblando el paisaje: son monstruos entrañables con los que te irías a dormir abrazado. Estoy segura de que todos hemos soñado alguna vez con imágenes parecidas: cosas que ocurren sin explicación, bellezas difíciles de soportar. En La isla del doctor Schubert la emoción se me ha ido voluntariamente de las manos, es una historia llena de deseo donde todo está lubricado.
—¿Y el enigmático Schubert?
—De él no sabemos nada, puede ser un personaje profundamente cruel, extraño, extravagante. Es una cortina de humo: no sabemos si es el dueño de la isla, si es un cirujano militar de la caída del Imperio Austrohúngaro, un médico que saca collares de coral de las heridas de los moribundos. Él es un infierno precioso, una fantasmagoría que exige mucha piel. Y a mí me llama la atención, porque este libro tiene muchas cosas mías, pero otras que no tienen nada que ver con la que yo era hasta que me senté a escribirlo.
—¿Es una especie de libro de escritura automática, como un poema largo?
—No, no. Es un libro pensado con una estructura controlada y ordenada y con un desenlace final. Pero a diferencia de los anteriores, aquí me permito ciertas licencias creativas.
—¿Cuáles?
—El texto está lleno de imágenes extrañas, pero tenía permiso para hacerlo, porque La isla del doctor Schubert no es una novela: en una novela, el narrador tiene la obligación de proponer una hipótesis o una incógnita, es decir, de resolver acciones. Un novelista que resuelve problemas con metáforas está muerto. Sin embargo, el narrador de un relato de aventuras como es mi caso ahora, se puede permitir rodeos y maniobras, jugar con sus propios elementos, crear monstruos. Pero es que desde que somos civilización soñamos monstruos y les damos biografías, el paganismo monstruoso nos conforma.
—Para cerrar esta charla, es inevitable referirnos a la cita que abre el relato.
—Sí, he querido incluir las palabras de Javier Marías extraídas de su novela Berta Isla. Es que la historia de La isla del doctor Schubert está desencadenada por una experiencia personal importantísima que incluía lo estético, lo emocional y un cúmulo de cosas que yo necesitaba y deseaba traducir en obra literaria. Javier Marías siempre supo hacerlo con maestría, creando artefactos literarios hermosísimos, definitivos y, sobre todo, imprescindibles, al menos para mí. Por eso he querido que en este viaje Marías sea mi amuleto, la vela donde sopla el viento que impulsa este relato: esta Isla.
«El espíritu humano no ha nacido para contemplarse a sí propio, para pensar que piensa; los afectos no le han sido concedidos para objeto de reflexión, sino como impulsos que le llevan adonde es llamado…» Jaime Balmes, ‘Filosofía fundamental’.