“Yo soy de un lugar donde hasta las flores depredan”
El pasado otoño de 2018 en Frankfurt deliraba. Las agencias literarias cargaban como cada año, desde todos los rincones del mundo, con la promesa de la novedad libresca almacenada en su correspondiente PDF (ese que logró, con no poca fortuna, elevarse sobre el nivel del cajón anónimo o el manuscrito huérfano), para probar con él fortuna en una de las ferias del libro más importantes del mundo. Y es que alimentar al cliente conlleva un trabajo que la mayoría de los lectores desconoce, entre otras cosas porque su función imprescindible dentro del engranaje ha de ser la de sentarse a la mesa de novedades para que le sirvan el manjar que más le plazca, haciendo luego su justa digestión individual sin tener que importarle lo que pueda ocurrir en las cocinas.
Sin embargo, lo cierto es que la materia prima que se utiliza para cocinar libros nuevos cada invierno y servir suculencias cada primavera se obtiene en ese gigantesco mercado de la carne en papel que es Frankfurt, precisamente donde arranca hoy nuestra historia.
A mediados de octubre saltaba la noticia en todos los periódicos, en primera plana y en grandes titulares: “Karina Sainz Borgo, periodista cultural venezolana afincada en España, debuta con su primera novela que saldrá al mercado traducida simultáneamente a 15 idiomas”. La hija de la española llegará a las librerías el 7 de marzo.
Como si de la novela de una novela se tratara, la trama estaba servida, conteniendo además todos los ingredientes para triunfar: arrancaba in media res con una subasta multitudinaria y timbres de teléfono sonando a la vez en varios despachos de varias ciudades del mundo; continuaba con una chica joven, ambiciosa, exiliada, atractiva, culta, solitaria, obsesiva, tenaz, que se encierra en su alcázar urbano con más libros que metros cuadrados a cumplir un sueño que tiene mucho de deuda consigo misma y acababa como deben acabar las buenas historias: con la justicia de que a veces a los valientes les acompaña la suerte.
En ese alcázar de 40 metros con biblioteca y balcón abierto al Madrid más castizo nos recibe la escritora.
—Ha nacido La hija de la española con las mayores bendiciones posibles, pero yo querría que en esta conversación nos hablaras no de la novela sino de cómo está viviendo la autora todo este revuelo editorial. La historia desde su concepción, con toda esa furia narrativa, hasta su irrupción triunfal en el mundo editorial.
—Bueno, a ver si lo cuento bien y desde el principio —la autora enciende el primer cigarrillo—. Todo esto ha sido completamente fortuito. Yo empecé este relato hace casi dos años por pura necesidad, por mi cuenta y para mí, y si bien es verdad que había dicho en alguna ocasión que estaba trabajando en una novela, la escritura seguía su curso independiente y sin ningún encargo ni presión. Durante los dos últimos veranos había dedicado mi mes de vacaciones a la escritura, que me exigía, egoísta, exclusividad casi absoluta. Trabajaba cada día, de la mañana a la noche, y sólo salía, te lo juro, a comprar tabaco y café. Y justo cuando estoy poniendo el punto final, en una fiesta nocturna en Barcelona, se cruza conmigo un ser…. —la periodista entorna los ojos, sonríe y sigue fumando— de nombre Marina Penalba, agente literario a la que ya conocía porque el trabajo de ambas nos había hecho coincidir en ocasiones, que se acerca y me dice así, tranquilamente: “Sé que estás escribiendo una novela, mándamela”. Yo, obediente, le envío las 30 primeras páginas, y aquella misma noche, mientras trabajaba en la entrevista por la que había ido a Barcelona, recibo un mensaje suyo en el que me pide la novela entera. La llamada entusiasmada del día siguiente fue el principio felicísimo de todo lo que vendría después. Y a partir de aquel momento la novela comienza a moverse, por primera vez, lejos de mi control: me proponen fichar con Casanovas & Lynch —Karina se salta el dato, pero esta es la agencia literaria que representa a escritores como Javier Marías, Juan José Millás, Jorge Fernández Díaz, Carmen Posadas, Dolores Payás o Laura Esquivel entre otros— y editar con Lumen, lo cual era como un milagro maravilloso, porque en esta editorial están publicadas “mis mujeres” (yo las llamo así porque son “muy mías»); esas grandes catedrales de mi vida lectora: Natalia Ginzburg, la Morante, Alejandra Pizarnik… Así que cuando la editora, María Fasce, me escribe aquel mail que desde entonces llamo carta de amor, diciéndome lo mucho que le había gustado la novela que casi había devorado en un día, yo, que me dedico a contar cosas, me veía incapaz de contarme a mí misma cómo todo esto podía estar ocurriendo y de manera tan vertiginosa.
Poco podía imaginar que el vértigo no había hecho más que comenzar, pues me esperaba el telefonazo post-Frankfurt, aunque sinceramente aquella feria y aquella ciudad te juro que estaban muy lejos de mi vida, pues durante esas semanas y prácticamente hasta hoy tuve que dedicarme, en los ratos que el periodismo me permitía, a reescribir, corregir, reestructurar, en definitiva, redondear la novela. Y trabajando, con la cabeza y todos los sentidos puestos en hacerlo lo mejor posible, atendí la llamada de Marina, que me anunciaba que Harper Collins, el gigante editorial, había sido el primero en comprar la novela, y que esa apuesta había finalmente desencadenado un aluvión internacional por La hija de la española: Italia, Alemania, Holanda, Francia…
Y ahí viene mi otra gran alegría: Gallimard se une a este tsunami editorial, incorporando mi novela a su historia mítica —Karina no respira. Cuenta como escribe: con el mismo apasionamiento metódico de narradora que lo es por nacimiento, no por vocación—. ¿Puedes imaginar mi ilusión? —continúa—. ¡Gallimard! Gallimard, tú lo sabes, es el templo de todos los que somos lectores; de todos los que amamos los libros, los escritores, la literatura.
—Harper Collins, Gallimard, Lumen, Casanova & Lynch… Eso es entrar por la Puerta Grande de la literatura.
—Y fíjate, María José, que es como si se hubiese desatado una tormenta a la que yo asisto como algo no cierto; como si fuera una ficción; como una adenda. De hecho todavía, a día de hoy, no he sido capaz de metabolizarlo porque bueno, La hija de la española es difícil, es una historia violenta, con un propósito de belleza muy fuerte, sí, pero es una historia muy violenta. Yo tengo mucho que agradecer a Pilar Reyes (editora de Alfaguara) y a María Fasce Amaro, que se enamoraron de la historia y la apoyaron, y la crecieron apostando por ella antes que nadie, y por supuesto también a Marina Penalba. Han sido todas lectoras generosísimas. Esta última me citó hace unas semanas en la sede de la agencia en Barcelona y de verdad que al entrar allí sentí una emoción muy singular. Date cuenta, la Karina lectora, que es la mayor parte de lo que sigo siendo, no podía estar más emocionada. Aquella ha sido (y sigue siendo) la casa literaria, por así decir, de autores imprescindibles para mi formación: Javier Marías, Juan Gabriel Vázquez, y tantos, tantos otros, pero a esos dos precisamente les debo en esta novela un par de frases definitivas a modo de salvavidas de la escritura.
—La literatura al rescate de la literatura…
—Exactamente eso. Mira, en un momento de atasco, cuando parece que no sales, de repente la propia literatura acude en tu rescate, y eso fue lo que me pasó a mí. Había llegado a un lugar de mi novela y de mi cabeza en el que había perdido la fe en lo que estaba escribiendo, pero ya había cruzado esa frontera invisible en la que sabes que es tarde para cambiar pero está todo demasiado oscuro para continuar. Y entonces, en un encuentro literario en Sigüenza, Javier Marías pronunció la frase definitiva: “La vida es lo que pasó o lo que nos hicieron”. Y de repente todo cobró sentido de nuevo. Me dije: «Eso mismo es lo que le ha pasado a la mujer de esta novela, que la vida se la llevó por delante», y entonces, como si empezara desde el principio, fresca, me volqué de nuevo en ella, quien además ya venía envuelta desde su nacimiento en mi cabeza con muchas cosas, pero también con los ropajes de Berta Isla, y de esa manera, con una sola frase (¡pero cuantísimo de lo que no se cuenta hay detrás de casa frase!) pude recuperar la fe. Se encendieron otra vez las luces.
También, como te decía, Juan Gabriel Vázquez, otro de los autores de la agencia literaria de la que ahora formo parte, fue sumamente importante para mí, pues me regaló sin saberlo la segunda frase desencadenante de cosas definitivas en el proceso de escritura: “Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos”. Y bueno, cuando llegué a aquella agencia mítica, a pesar de ser indudablemente la más joven, la novata, me sentí muy cómoda porque mi formación hunde sus raíces profundamente en esa constelación de escritores, y pues asumo, sospecho, que algunas de esas resonancias tuvieron que haber favorecido para que la sintonía se produjese.
—Hablando de creación y de raíces, sabemos que la Karina periodista cultural es una consumidora profesional de novedades, pero ¿cuáles son sus clásicos?
—Hay dos, bueno, tres escritores que estuvieron resonando mucho en este proceso de creación, de esos que me levantaba a leer para poder seguir escribiendo: Coetzee, porque aunque es un contemporáneo, para mí no tiene tiempo. Yo me siento reflejada en su aspereza; en su descripción del dolor; en su alegoría de lo sucio. Y en ese sentido también está muy presente la insatisfacción que Flaubert construye en su Emma Bovary, aunque mi personaje no tiene nada que ver con ella, excepto tal vez el haber respirado inevitablemente toda esa ansiedad, todo ese efluvio de soledad. El tercero más que una referencia es un encuentro motivador, alimenticio: el inevitable Cervantes. A mí me gustaría ser capaz alguna vez de hacer lo que él consiguió hacer con algunas topografías, existan o no.
Es que mira, yo había leído mal el Quijote, pero cuando llegué aquí, a España, volví a leerlo y terminé convirtiéndolo en una Biblia —Karina estira el brazo y me acerca un volumen del Quijote de Rico editado por Alfaguara, sobado y circundado de post-its en tres de sus cuatro lados, como una península de papel—. ¡Le debo tantísimo a su pastora Marcela! Sin ese personaje creo que nunca hubiese entrado al Quijote ni hubiese entendido literariamente, en toda su pureza, la manera de contar la furia de libertad que tenemos las mujeres. Y por supuesto los entremeses cervantinos, que son una lección brillante de cómo hablar de política sin estropear la ficción, sin imprimirle los dedazos del exceso de lo propio. Y bueno, hay un cuarto autor que también me sacó y me saca de muchos atolladeros, que es Borges; la poesía de Borges sobre todo. De hecho, un epígrafe suyo abre esta novela: “Me legaron valor, no fui valiente”. Además de esos monstruos literarios, hay una impronta muy fuerte en La hija de la española de literatura venezolana, porque aunque nosotros somos muy jóvenes como país como para tener clásicos a la manera lectora europea, debo decir que Yolanda Pantín fue una poeta fundamental para mis evocaciones, para poder sobrellevar el propio dolor que me generaba escribir la novela.
—Ha sido muy importante en esta novela el dolor nutritivo de la autora, vivido pero también leído. ¿Con qué novela has sufrido de manera, digamos, fértil, literariamente hablando?
—Con Esperando a los bárbaros, de Coetzee. Me acuerdo perfectamente; la estaba leyendo en Caracas, era una chica aún muy joven, muy inexperta (bueno, todavía lo soy, inexperta, no sé si joven) —risas— y cuando terminé de leerlo me eché a llorar con un ataque de llanto que no podía parar, exagerado y absurdo. Pero es que estábamos en el momento más polarizado de Venezuela y por entonces yo tenía 20 años y era becaria de periódico y a todos nos tocaba salir al caos peligroso de la calle, y recuerdo aquel doce de abril y aquella protesta con francotiradores apostados en puntos invisibles y muertos por todas partes; muertos de verdad. Eran mis primeros muertos, y bueno, no era una cuestión de violencia ciudadana, urbana, sino de violencia política, y nosotros estábamos ahí como pollos sin cabeza. Tenía que cubrir la muerte de un fotógrafo al que habían reventado los sesos, y para eso me tocó hablar con mucha gente, ir a muchas morgues. De alguna manera era como levantar evidencia policial, como hacer periodismo político encubierto. Yo era periodista cultural y no tenía ni idea de a qué carrizo me estaba enfrentando, y claro, en Esperando a los bárbaros encontré casi todas las respuestas. Creo que nunca podré llegar a tributar ni con una coma propia todas las páginas que me ha regalado Coetzee.
La escritora elegante y menuda que fuma frente a mí en el contraluz del balcón, con sus maneras suaves y su aspecto casi vulnerable se ha ido transformando, a medida que hablamos, en alguien diferente, una mujer poderosa, gigante, una reina anacrónica en su majestuosa mastaba de 40 metros cuadrados acariciando la serpiente que le servirá, cuando ella decida, para quitarse la vida. «Efectivamente —murmura como para sí—, La hija de la española fue dura de escribir. Muy dura».
—Y escribiendo de esa manera, ¿cómo se evita el cristal empañado por el dolor y se llega a esa historia nítida, brillante que es tu novela?
—Pues de la única manera que he sabido hacerlo. Trabajando. Yo sabía que no había otra forma de emprender una construcción que no fuera sentándose, arremangándose y trabajando todos los días. Puede sonar previsible, pero es que la novela exige una entrega total, entrega física, entrega de tiempo… Escribir no es un proceso aeróbico, hay momentos en los que se paran las cosas. Como dice Philip Roth (una frase que me descubrió Milena Busquets, y que después rastreé hasta dar con ella), «escribir es bajar a la mina”. Y realmente es eso. Es picar piedra, pero tu piedra, y creo que la única manera en que se consigue es con método. Claro que hay métodos y métodos. Yo no soy muy rigurosa, mi vida es leer y escribir constantemente, pero en este caso se trataba de leer y escribir cosas propias, y ahí no puedes escabullirte, porque todo tiene que tener un sentido, y yo nunca he querido escribir lo que puedo, sino lo que quiero; que las palabras no sólo se comporten sino que me hagan caso; que me dejen ponerles la brida. Y eso sí me costó muchísimo, porque la tentación de volverte lírico o exagerado o incurrir en cursilería era demasiado alta. De verdad que sin mi biblioteca al lado y sin Maria Callas no hubiese podido escribir, te lo digo en serio. Una vez una soprano me dijo que Maria Callas cantaba advirtiéndote cosas, y es verdad, porque por ejemplo para mí su voz en Aida (ópera que usé como banda sonora de mi trabajo) me daba una fuerza inusitada; me hacía sentir poderosa, como si tuviera una espada en la mano. Es una exageración, pero la música me empujó mucho anímicamente para escribir esto. Durante el proceso de escritura decidí recuperar los cantos de trabajo rurales venezolanos, los cantos del pilón, que son cantos de las piloneras, una figura que se da en algunas partes de América Latina, entre ellas el Caribe, de mujeres que pilan el maíz en un mortero, un trabajo duro que exige fuerza y mecanización, y por eso normalmente las piloneras trabajaban por parejas, y ente ellas cuentan sus penas cantando, acompasadas por el sonido machacante del pilón —Karina sostiene el cigarrillo con los labios y golpea la palma de su mano con el puño de la otra como reproduciendo a pequeña escala aquella percusión ancestral. El humo y la tarde ya sin luz tiñen de oscuridad antigua sus ojos glaucos—.
Me fui a los tambores, a toda esa música afroamericana negra para poder meter los pies en la tierra, porque necesitaba atornillarme a esos lugares que comparto con la protagonista: el Atlántico, ese mar que ella tiene que salvar y la tierra, pues aquí la idea de tierra es muy importante. El mar, no expresado, es sin embargo una presencia constante en esta novela. Igual que la ira. Estos días que estaba bajita de ánimos me he dicho «vuelve al principio, Karina» —toma una edición de Homero y me la alarga—. “Canta oh diosa la cólera del Pelida Aquiles”. La primera estructura, creo yo, universal, (en el sentido abarcante de un relato) empieza así, con la cólera y con la idea de viajar, de atravesar el mar. Esa sensación errante y la impronta del mar están muy presentes en mi biografía y en la de todos, pero en la mía especialmente, o yo lo siento así. Yo tengo la memoria de un mar muy concreto que estuvo todo el tiempo ahí no como un rumor, sino como una presencia física. El mar de allá te produce una sensación salobre, violenta, pero al mismo tiempo adormecedora y calmante, y todo eso volvía una y otra vez a mí como los restos de un naufragio, y con esos restos y esa cólera construí la novela.
—¿Qué hay de autobiográfico en La hija de la española?
—Mira, yo soy de un lugar donde hasta las flores depredan, donde todo es hermoso y terrible al mismo tiempo, y creo que eso no me lo voy a poder arrancar jamás. Por esa razón te hablaba antes de la furia y de la cólera, porque hay dos sensaciones que nunca me han abandonado, ni siquiera de pequeñita, te lo digo en serio, que son la sensación de furia, de artefacto a punto de explotar y la sensación de arraigo y desarraigo; de pertenecer y dejar de pertenecer.
Siempre he sabido que quería marcharme lejos de allá, pero junto a esa certeza he arrastrado la lucidez de saberme parte de aquellos árboles que depredaban. Nací en unos valles espectaculares, en el seno de una sociedad tremendamente moderna, aunque muy conservadora, y yo nunca me consideré del todo habitante de aquel reino excesivo y violento… Había cosas en las que me reconocía, pero muchas otras en las que no, por lo que crecí con la sensación de nunca pertenecer a los sitios en los que estaba, como si siempre desentonara en todos los lugares en los que, por esa razón, con más determinación quería estar. Por eso necesitaba escribir, porque era un acto vital, absolutamente vital. No recuerdo ni un solo día de mi vida sin la escritura, que siempre ha sido liberadora, entre otras cosas porque me era muy útil para ordenar, para darle contenido a todo eso que se me desparramaba. No hay autobiografía en La hija de la española, y sin embargo he puesto en ella todo lo que tengo y lo que quizás con más fuerza me define, pues es una historia en la que la protagonista, igual que yo misma, se ve empujada a intentar ser lo que nunca jamás será.
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