Un retrato literario de la familia más emblemática del mundo contemporáneo, en una trama de conspiraciones, asesinatos, accidentes y hechos reales e inverosímiles a partes iguales. Zenda adelanta un fragmento de Kennedyana, de Vicenç Pagès Jordà (Folch & Folch).
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¿POR QUÉ KENNEDY?
El 22 de noviembre de 1963, la memoria de millones de personas se fusionó con la historia. Todo el mundo sabía quién era John Fitzgerald Kennedy (JFK para los amigos, enemigos y equidistantes) y la inmensa mayoría lamentó que lo asesinaran. En el siglo XXI, habituados como estamos a imágenes de violencia y cambios repentinos de paradigma, costaría encontrar algún fenómeno que, pese a ocurrir a miles de kilómetros, nos impresionara de ese modo. El último suceso comparable es el derrumbamiento de las Torres Gemelas. Yo no había nacido cuando JFK murió y solo recuerdo vagamente cuando mataron a su hermano Robert, pero en mi casa se hablaba de Kennedy con una familiaridad que jamás mereció ningún otro político, casi como si fuera un primo lejano. A medida que iba creciendo, encontraba en las revistas fotografías de una mujer distinguida saliendo de un taxi, o tomando el sol en un yate, o de compras por Manhattan, casi siempre con unas enormes gafas de sol y los labios fruncidos en gesto elegante. Era Jackie. Si había que añadirle algún apellido, la mayoría optaban por Kennedy, no por Onassis. Fue mi primer icono transversal, porque aparecía tanto en el revistero del dentista como en la hemeroteca de la facultad, tanto en la populista Pronto como en la pretenciosa ¡Hola!, y también en las serigrafías de Andy Warhol. Los Kennedy son uno de los pocos temas sobre los que todo el mundo tiene algo que decir. Puede abordarse con expertos en relaciones internacionales, con amantes de los mitos pop, con estilistas, con comunicólogos, con guionistas, siempre con una implicación y un entusiasmo superiores a los que propician otras figuras históricas. Desde que tengo memoria, no han dejado de suceder hechos vinculados con esta familia, casi siempre negativos y que han suscitado interés mediático: accidentes, renuncias, escándalos, muertes… Lo que cada uno de nosotros hemos vivido en relación con los Kennedy nos define como generación. Hay quien recuerda los asesinatos de los dos hermanos, otros empiezan evocando la segunda boda de Jackie, o la muerte de Onassis, o la de algún hijo de Robert, o la de John-John, o, en tiempos más recientes, el activismo antivacunas de Robert Kennedy Jr. En vez de preguntar por la edad, podríamos decir: ¿cuál fue tu primer Kennedy?
En 1990, en el viaje que hice en autobús de Atenas al cabo Sunión, la guía no dejó de hablar de Onassis y Maria Callas, con la excusa de que uno de los dos —no recuerdo cuál— tenía una casa en alguno de los barrios que atravesábamos. Al año siguiente, la película JFK de Oliver Stone me hizo darme cuenta de las infinitas combinaciones que abría esa muerte, ese caso que nunca veremos cerrado del todo. En 1994, cuando trabajé en la editorial Tikal, publicamos un libro de Brian Inglis sobre coincidencias, donde descubrí la correlación entre las muertes de los presidentes Lincoln y Kennedy. A partir de entonces, JFK empieza a aparecer en mis libros. En 1995 publico mi primera novela, El món d’Horaci, en cuya cubierta aparece Jack Ruby disparando contra Lee Harvey Oswald (el Horaci del título es un personaje que aborda la muerte de Kennedy desde una perspectiva conspiranoica). El protagonista de Carta a la reina de Inglaterra padece la política fiscal de JFK y en la cubierta aparece Greta Garbo, una de las amigas más célebres de Onassis. Biel Matas Madison, uno de los protagonistas de Los jugadores de whist, vive en la calle President Kennedy de Figueres. En El llibre de l’any, se menciona la escasa cobertura mediática que tuvo la muerte de los escritores Aldous Huxley y C. S. Lewis, ambos fallecidos el mismo día que murió JFK. En Dies de frontera, el protagonista se lamenta de no haber hecho nada en la vida, mientras que a su edad JFK ya era presidente de Estados Unidos. En Memòria vintage, la muerte de Kennedy es un ejemplo de lo que no hemos vivido, pero nos ha afectado. A lo largo de mi vida, no han pasado nunca muchos días sin que me haya tropezado con algún miembro de la constelación Kennedy en una ficción, una noticia o una conversación. Y, no obstante, quizá no habría convertido a JFK en protagonista de este libro si no fuera por una circunstancia aún más personal. En 1963, a los embarazos de Jackie Kennedy, Marina Oswald y Ethel Kennedy (esposa de Robert), tengo que sumarles el de mi madre. Nacido cuando murió JFK, su sombra me ha acompañado siempre. Mi primer recuerdo son los cromos de la llegada a la Luna, que él no vio, pero que aceleró. El primer presidente estadounidense que recuerdo fue Nixon, con quien él se había enfrentado. La primera guerra que vi por televisión fue la del Vietnam, desatada por Lyndon Johnson después de la muerte de JFK. Cuando me llegan informaciones o imágenes sobre Kennedy —especialmente sobre el asesinato—, me lo tomo, también, como un documental sobre la época en la que nací. Esos coches, esos peinados, esos gestos, esos sombreros, esas corbatas, esos trajes propios de American Graffiti, Mad Men o Deseando amar, fueron los de mis primeros años de vida. Esa falta de definición en la imagen y esa gama de grises son las que nos sirven para revisitar la época. Tengo la sensación de que soy hijo de ese momento en el que la esperanza se convirtió en decepción y rabia. Reconozco que no soy demasiado objetivo, pero estoy convencido de que el año 1963 implica un cambio de rasante en la historia contemporánea. El asesinato de Kennedy inaugura un nuevo patrón que sirve para eliminar a rivales políticos de forma rápida y efectiva. Un episodio de Expediente X sugiere que Martin Luther King y Robert Kennedy fueron asesinados por la misma organización. En el intervalo, murió otro líder negro, Malcolm X, al que habían expulsado de la Nación del Islam porque, cuando le preguntaron si le había apenado el asesinato de JFK, respondió: «El que siembra recoge». Esa clarividencia no le sirvió de nada, ya que también él murió a tiros, en 1965. La película Malcolm X (1992) insinúa que ese día se negó a adoptar medidas de seguridad, aunque intuía que lo asesinarían. Pese a lo distintos que eran el virulento Malcolm X y el pacifista Martin Luther, pese a ser tan opuestos en su relación con los Kennedy, ambos murieron de la misma manera, como un epílogo afroamericano de lo que había empezado en Dallas en 1963. Aquella acumulación de esperanza y de posibilidades de frustración no volvió a repetirse. Lo dice Philip Larkin en el poema Annus Mirabilis:
So life was never better than
in nineteen sixty-three.
La Nueva Frontera de la que hablaba JFK se vio sustituida por la Nueva Incertidumbre, ya que ninguno de aquellos asesinatos se ha esclarecido. No obstante, todos tuvieron el mismo efecto, que es reducir las mejoras sociales que las víctimas aspiraban a introducir. Todos esos líderes, todos esos futuros prometedores, se eliminaron de manera literal y definitiva. Y delante del mundo entero, como si hubiera que recuperar la ejemplaridad de las ejecuciones públicas. Lo dijo Hannah Arendt a raíz del asesinato de JFK: «Es como si de repente este país se hubiera quitado la máscara».
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Autor: Vicenç Pagès Jordà. Traductora: Rosa Pérez. Título: Kennedyana. Editorial: Folch & Folch. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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