“La ciudad pequeña es Galloway. El río Merrimac, ancho y apacible, fluye por ella desde las colinas de New Hampshire y rompe en cataratas provocando un espeso revuelo en las rocas, cubriendo de espuma las viejas piedras hasta llegar a un lugar en el que gira repentinamente en un amplio y apacible remanso, y avanza luego por el flanco de la ciudad, hacia lugares como Lawrence y Haverhill, a través de un valle boscoso, y finalmente al mar en Plum Island, donde desemboca en la infinitud de las aguas y desaparece” (pág. 11). ¿Pero esto es Kerouac? Son las palabras iniciales de La ciudad pequeña, la gran ciudad (1950), en traducción de Andrés Barba, esta curiosidad que nos ofrece Anagrama completando un poco más su Biblioteca dedicada al autor.
A veces, la ingenuidad de esta prosa roza la comicidad, porque toma el aspecto del cuadro de costumbres: “Aquel verano, en casa, se puso sus viejos vaqueros azules, fue a nadar al arroyo del pinar con sus amigos, y pasó el rato leyendo a Jack London y a Walt Whitman, pescando, jugando al béisbol y bebiendo cerveza con los muchachos” (pág. 169). ¡El mundo estaba bien hecho!
No hay duda de que en esta novela tentativa de 1950, decididamente hipervitaminada, Kerouac actuó como el eco de la voz de otros: “Y entonces la asqueada y endemoniada Liz lloró en sus brazos, lo besó entre lágrimas, lo abrazó, tembló desconsoladamente, le pidió que le prometiera que nunca dejaría de amarla, lo miró desesperada y tristemente a los ojos, y se secó melancólicamente sus pobres lágrimas, pero cuando se fue, se quedó silenciosa y meditabunda en su cama, sombría a causa de los juramentos y desgarrada por una horrible furia” (pág. 372).
La lente del narrador se abre y se cierra alternativamente, se aleja y se acerca, para mostrarnos lo macro y lo micro, en un friso que bebe de todas las épicas y romanticismos tonantes y palpitantes anteriores, con una fuerte dosis de psicologismo: “Para Peter empezó un tiempo incomprensible, brumoso, lleno de culpa y obsesión. Le desconcertaba una culpa innombrable que pesaba sobre él desde que Tommy Campbell se había marchado y perdido en Bataan; su pálido recuerdo era como un rostro en la oscuridad onírica” (pág. 373). Jack: escribiste una peli tremebunda.
Pero tranquilos, que la película termina bien. El mundo está definitivamente bien hecho: “Peter se sentó a la mesa de la cocina y se tomó aquella rica sopa casera y tres chuletas de cerdo a la plancha bien doradas, guisantes, puré de patatas, tomates frescos, pan con mantequilla, dos vasos de leche, dos trozos de tarta de chocolate, un trocito de pastel de dátiles casero y café caliente. Sus padres se sentaron con él, bebieron café y charlaron, observando ansiosos cómo comía” (pág. 509). ¡Maravilloso!
Como los protagonistas masculinos de Mad Men, estos héroes del joven Kerouac engullen mucha leche, en un texto que tiene más que ver con el Canto general de Neruda, por cierto publicado cinco años después de La ciudad pequeña, la gran ciudad, que con En el camino (1957) o Y los hipótamos se cocieron en sus tanques (1945), coescrita junto a William Burroughs. Y por cierto que, en este último caso, la cronología no nos encaja, y la naturaleza de esa novelita fresca y salvaje nos obligaría a hablar de un Kerouac antes de nuestro pre-Kerouac de la Gran Novela Americana.
Al final de la epopeya de 1950, Peter Martin se sube el cuello de la chaqueta, baja la cabeza y afronta decididamente su destino, sobre una sinfonía urbana, un Nueva York que late con vida propia y escupe sus vapores y sus contradicciones sociales, así como Jack Kerouac afrontaba su escritura con casi treinta años, con idéntica decisión, adentrándose en la ciudad, pisando fuerte y sin pensar ya más en renos que beben y adolescentes que se bañan en embarcaderos irisados.
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Autor: Jack Kerouac. Título: La ciudad pequeña, la gran ciudad. Traducción: Andrés Barba. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
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