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Kill Boy, un alucinante híbrido de cine y Arcade que será de culto en unos años

Kill Boy, un alucinante híbrido de cine y Arcade que será de culto en unos años

Kill Boy, título español (pero en inglés) que desnaturaliza totalmente el original Boy Kills World, es una película que provoca pena. No por ella, que es (casi) magnífica, y que a pesar de ciertos pesares consigue hacer de la enajenación narrativa una virtud, sino por la penosa recepción que crítica y público le han dispensado alrededor del mundo. La producción del legendario Sam Raimi reclama para sí los modismos de la acción indonesia aportando una energía afectiva que enlaza con el cine oriental, enriquecido con un aire de videojuego arcade “yo contra el barrio” que, naturalmente, habrá causado la consabida avería eléctrica en ciertas mentes cortesanas.

Y es una pena, porque como un videojuego arcade, Kill Boy es un espectáculo de serie B, pero espectáculo al fin y al cabo, lleno de recompensas para el jugador. Raimi, que ya acertó en los noventa llevando a Hollywood a la leyenda John Woo con Blanco humano, cede las riendas al debutante alemán Moritz Mohr, capaz de inyectar una energía a las numerosas peleas que trasciende la etiqueta de “derivado de John Wick” con las que se ha despachado a la obra.

"Su peligroso y sí, discutible giro argumental del último acto no hace más que añadir riesgo a una película capaz de arriesgar con el tratamiento de la nostalgia y el recuerdo"

Para ello utiliza recursos totalmente legítimos dentro de esa amalgama entre videojuego y cine de género internacional que propone. La voz en off del cómico H. Jon Benjamin, imitando la de un videojuego de lucha, ilustra la peripecia de un joven sordomudo que busca venganza por la muerte de sus padres en medio de un desquiciado régimen autoritario. La grandiosidad moral y energía narrativa que proporciona, perfectamente sincronizada con la interpretación física de un excelente Bill Skarsgård, ubica la película —con una claridad meridiana— en un estado liminal, a medio camino entre la realidad y la ficción, como la que el propio protagonista señala un par de veces en la película.

"Kill Boy resulta tremendamente cándida y entrañable, como una sesión de dibujos animados cuajada de sangrientos e imprevisibles números de acción"

Su peligroso y sí, discutible giro argumental del último acto no hace más que añadir riesgo a una película capaz de —y esto es tremendamente novedoso— arriesgar con el tratamiento de la nostalgia y el recuerdo. Nociones vilmente prostituidas por Hollywood en los últimos años, Kill Boy logra, a partir de la mitología de los arcade y los videojuegos de 8 y 16 bits, erigirse como una película que es toda ella un recuerdo alucinado, un sueño bien pegado a la realidad dotada de una energía visual y narrativa que roza la psicosis, y que por tanto trabaja a la vez que reivindica artística y culturalmente sus referencias para deleite del espectador.

Afortunadamente, y gracias a Skarsgård, que tras su interpretación del payaso Pennywise en It se confirma aquí como un magistral intérprete físico, Kill Boy (o Boy Kills World) resulta tremendamente cándida y entrañable, como una sesión de dibujos animados (o del Streets of Rage de Sega) cuajada de sangrientos e imprevisibles números de acción. La estructura de contrarreloj e incluso en fases asociadas a distintos escenarios con las que Mohr sutilmente estructura la película da la medida del talento vertido en este extraño matrimonio entre videojuego y cine de acción. Quizá una de las películas más vivas e interesantes del año, Kill Boy seguramente seguirá pasando desapercibida una temporada para —si hay suerte— ser descubierta como título de culto en un puñado de años.

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