El cine de aventuras siempre ha constituido un auténtico quebradero de cabeza para la crítica más equilibrada y sesuda. Las historias épicas, trágicas y románticas, las vicisitudes y avatares de una serie de personajes carismáticos, en ambientes generalmente inhóspitos, y las situaciones inverosímiles en las que nuestros protagonistas se ven inmersos suelen ser tildados de mero cine palomitero, un vacuo, anodino e insustancial entretenimiento. La tesis que yo defiendo se sitúa completamente en las antípodas: el cine de aventuras puede albergar en su seno una cantidad ingente de valores narrativos, literarios y filosóficos de gran enjundia y trascendencia. No olvidemos que el Quijote, la polifónica obra total de la Historia de la literatura universal emanada de la ubérrima prosa cervantina es, ante todo y sobre todo, una grandiosa novela de aventuras. ¿Considerará la crítica más pretenciosa y gafapasta que las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura no son más que un simple y vulgar pasatiempo? Vaya usted a saber: en el mundo que nos ha tocado soportar cualquier baladronada antojadiza e irracional resulta verosímil.
La historia del ciclópeo simio ha sido llevada a la gran pantalla, con mejor o peor acierto, en numerosas ocasiones. Desde el ya lejano estreno de la mítica película primigenia de 1933, codirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, han corrido auténticos ríos de tinta sobre el posible significado oculto y alegórico contenido en el relato del rey de los primates. Además de ponderar y encomiar rotundamente la gran película que filmó Jackson, me gustaría esbozar, siquiera brevemente, una interpretación antropológico-filosófica del filme de 2005, con toda probabilidad la adaptación definitiva de esta celebérrima historia. Por una fascinante, misteriosa e irrepetible conjura de los hados, los albores del siglo XXI resultaron verdaderamente feraces en lo relativo al cine de aventuras. Sujétese bien, abnegado y paciente lector, que vienen curvas. La ingente cantidad de obras maestras produce auténtico vértigo y asombro: Piratas del Caribe, de Gore Verbinski; Harry Potter y la piedra filosofal y Harry Potter y la cámara secreta, de Chris Columbus; Harry Potter y el prisionero de Azkabán, de Alfonso Cuarón; Harry Potter y el cáliz de fuego, de Mike Newell; Las Crónicas de Narnia, de Andrew Adamson; Peter Pan, de P. J. Hogan; Gladiator, de Ridley Scott; King Arthur, de Antoine Fuqua; Los increíbles, de Brad Bird, y un largo etcétera prolongado ad infinitum. En los inicios del nuevo milenio, Jackson se convirtió prácticamente en el todopoderoso e indiscutido rey Midas del universo hollywoodiense. Las adaptaciones que filmó de la monumental obra de Tolkien El Señor de los Anillos son consideradas, casi unánimemente, como uno de los mayores logros fílmicos de toda la Historia del Séptimo Arte. No en vano esta famosa trilogía fue celebrada entusiásticamente por crítica y público, dando lugar a la aparición de toda una legión de devotos aficionados que le siguen dedicando no pocos parabienes a la labor del eximio realizador oriundo de Nueva Zelanda. En concreto, El retorno del rey supuso un acontecimiento insólito en los renombrados premios de la Academia, tendentes siempre ellos a ensalzar otro tipo de cine completamente disímil, al cosechar la nada desdeñable cifra de once estatuillas. Así las cosas, Jackson gozaba de absoluta libertad creativa y financiera para rodar su más ambicioso y anhelado proyecto: una revitalización contemporánea del legendario clásico filmado al alimón por los inolvidables Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. La película de Peter Jackson comienza en Nueva York, recreada de forma admirable en todos los sentidos, logrando una sensación inmersiva sin parangón, y allí, en la ciudad de los sueños, seguimos las malandanzas de una depauperada actriz de vodevil, Ann Darrow, interpretada por una bellísima Naomi Watts.
Paralelamente, el desnortado y enloquecido director de cine Carl Denham, un extraordinario Jack Black, al que le viene el papel como anillo al dedo, dedica ímprobos esfuerzos en erigir su nueva película, con la que espera lograr, de una maldita vez, el anhelado estrellato. Por un capricho del siempre azaroso y veleidoso destino, las vidas de estos dos personajes entrecruzan sus caminos. Denham le hará a Darrow una oferta que no podrá rechazar: participar en su ambiciosa película y así poder alcanzar la celebridad en el mundo del cine. Ahora bien, el sibilino Denham oculta un oscuro secreto: su película ha sido denostada por los productores, quienes han retirado al director cualquier ayuda pecuniaria. Así las cosas, este jactancioso cineasta, convencido de su genialidad, decide emprender una frenética y trepidante carrera contrarreloj para embarcar al conjunto del elenco en busca de una misteriosa isla ignota en la que aspira a rodar su cinta. Como digo, esta primera hora de película (hablo de la versión extendida, pues no recuerdo el montaje estrenado en cines) constituye un laudable y sentido homenaje de Jackson al noble oficio de filmar películas. ¡Cómo obliterar en estas humildes líneas esa escena inconmensurable en la que Ann Darrow está siendo retratada por la vetusta cámara de Denham en la cubierta del barco! Ese instante, de auténtico cine como arte total, simboliza, de manera paradigmática, la purificadora catarsis del cinematógrafo, único medio artístico capaz de capturar el tiempo, la belleza efímera, el rutilante rostro de la beldad femenina. Todos los agasajos que le brindemos a esa mujer admirable, Naomi Watts, son justamente merecidos, pues, literalmente, su embaucadora presencia trasciende la pantalla y se convierte, por inefable fórmula alquímica, en una auténtica Diosa proveniente del mismísimo Olimpo. El extraordinario libro de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas crepita con vigor inusitado durante todo el metraje. La tripulación del barco que surca presuroso las procelosas aguas del Océano se dirige al infierno, al inframundo, a un territorio hostil en el que el ser humano va a ser llevado hasta los límites de la locura y del delirio, un mundo fantasmagórico y mitológico, un universo que solo existe en la ensoñación del cinematógrafo. Ahí reside la verdadera e inestimable grandeza del cine de aventuras; nuestra fascinación por embarcarnos en empresas arriesgadas e intrépidas se ve satisfecha por los fantasmas —pues, como aseveraría Javier Marías, el “cine constituye una vida entre fantasmas”— que desfilan con arrojo y gallardía ante nuestras asombradas retinas. Suena la misteriosa y enigmática partitura compuesta en tiempo récord por James Newton Howard, ese músico impagable, y el espectador queda embelesado con esa fantasiosa travesía hacia el corazón de las tinieblas hasta el fin de los tiempos.
Una vez acaecido el aciago desembarco en la Isla Calavera, la tragedia se yergue inexorable e implacablemente sobre nuestros trémulos y apesadumbrados personajes, quienes tendrán que vérselas, en una lucha sin cuartel, contra espantosos y vesánicos vestiglos surgidos de las oscuras e insondables profundidades del mismísimo averno. Ciertamente, en la lóbrega y amenazante Skull Island, el gallardo e intrépido equipo de rodaje se topará, casi por ensalmo, con una numerosa tribu de feroces aborígenes que capturarán a Darrow para ofrecérsela, en una suerte de macabra y ancestral ceremonia religiosa, al pavoroso monstruo (¿Dios?) que domina inopinadamente en dicho territorio. Resulta tentador interpretar este “encuentro de civilizaciones” como una alegoría de la llegada colombina al Nuevo Mundo el mítico 12 de octubre de 1492.
Aquí comienzan las incontables elucubraciones sobre el posible significado de la titánica criatura. Las cogitaciones son abundantes y variadas, habiendo leído un servidor prácticamente de todo: desde los que apuntan que Kong sería una alegoría del mito del buen salvaje rousseauniano, corrompido por la imperial y rapaz acción humana, hasta aquéllos que ven en el prístino rey de los simios una metonimia de Kunta Kinte, el conocido protagonista de Raíces, la controvertida novela de Alex Haley basada en las peripecias vitales de un esclavo gambiano. Así las cosas, King Kong —léase Kunta Kinte— vendría a representar al oprimido y sojuzgado esclavo africano que, tras sufrir una plétora de infamias e iniquidades, logrará desembarazarse de los plúmbeos grilletes humanos (no olviden ustedes, bienquistos lectores, la escena de la rotura de las férreas cadenas en el teatro de Nueva York) y alcanzar la anhelada liberación, sembrando a su paso por la City el caos, la anarquía y la destrucción.
Tampoco han faltado las interpretaciones que ven en el colosal primate todos los atributos del arquetipo de hombre machista occidental, que proyectan en Kong el conjunto de los alevosos rasgos y expresiones del Patriarcado. Hete aquí que, según estos intrépidos exégetas, el Empire State sería nada más y nada menos que un mastodóntico y colosal falo en estado de perpetuo priapismo debelado por el matriarcado, representado por los aviones que tirotean sañudamente al impotente y vulnerable Kong. Así pues, la mujer queda liberada del Imperio del hombre. Sin desmerecer ninguna de estas lecturas, a mi entender algo desatinadas, vamos a intentar proponer un análisis filosófico alternativo más potente que los anteriores, pues ciertamente la filosofía (y la crítica de cine lo es) ha de polemizar constantemente con las visiones enfrentadas para así llegar algún día, si es que tal cosa fuese posible, a la inasible objetividad y la verdad en el Arte. Mi interpretación del significado subliminal del filme no aspira, ni mucho menos, a presentarse como original, revolucionaria o transgresora. Dios, o quien sea, me libre de tamaña insensatez y majadería. Como advirtió atinadamente Bernardo de Chartres, somos enanos subidos a los hombros de gigantes y nuestras hipótesis son deudoras de los colosos del pensamiento que nos han precedido; somos simples doxógrafos, meros regurgitadores, de lo dicho por otros autores con anterioridad. No en balde Gustavo Bueno, eximio filósofo materialista español, a quien considero mi Maestro en tantas cosas, publicó en el ya lejano 1985 un libro que resulta ineludible para cualquier interesado en el pensamiento hispánico, El animal divino, el más potente y mejor libro de filosofía que un servidor ha leído jamás. En él, magíster Bueno exponía prolijamente, cual escolástico redivivo, los rudimentos de una verdadera filosofía de la religión, con su propio núcleo, curso y cuerpo. La tesis fuerte, aun a riesgo de simplificar en exceso el dificultoso asunto, es que, prima facie, la religión (del latín religare) nada tiene que ver con el Dios terciario de las religiones del Libro, sino que su núcleo primigenio se retrotrae a los animales numinosos recreados por nuestros ancestros en las bóvedas de las cuevas prehistóricas. Pues bien, siguiendo estas tesis, quizá podríamos interpretar al célebre Kong como un numen primario, idolatrado por la supersticiosa y fetichista tribu originaria pobladora de Skull Island.
El gigantesco gorila sería un numen ancestral que se mueve, más o menos, por el eje angular del espacio antropológico, que inspira auténtico pavor en los humanos que pueblan la isla y que requiere un número determinado de sacrificios para así permitir que se mantenga incólume el perímetro amurallado del poblado. Así las cosas, continuando siempre con esta interpretación de Gustavo Bueno, que ya fue excepcionalmente detectada por José Antonio Cabo (les recomiendo vivamente la lectura del artículo publicado en «El Catoblepas», Comentarios a King Kong), el filme de Jackson representa el tránsito de las religiones primarias a la religiones terciarias; la racionalidad de estas últimas (¿tal vez irracionalidad?) destruye la idolatría irracional del paganismo, simbolizada en esa inolvidable y sensiblera escena tantas veces remembrada del Empire State. Quizá así entendamos las misteriosas y enigmáticas palabras de Denham: «la belleza ha matado a la bestia».
Más allá de estas disquisiciones filosóficas que, obviamente, pueden resultar más o menos acertadas, King Kong, de Peter Jackson, me parece una película de aventuras arquetípica y ejemplar que, pese a su dilatado metraje, no causa fatiga en ningún momento. Solemos afirmar, no sin razón, que nuestra percepción sobre determinadas películas va mutando con el inexorable transcurso del tiempo. Cuando se estrenó esta cinta, allá por el 2005 (qué tentación repetir aquello de «cualquier tiempo pasado nos parece mejor») quien esto escribe era un infante asustadizo y medroso de siete añitos al que la película le provocó un terror espeluznante y espantoso. La pericia de Jackson en el cine fantástico —no olvidemos que es el director de Braindead y Agárrame esos fantasmas— lograba momentos de pavor absolutamente insoportables para una criatura pusilánime y timorata como yo. Ironías de la vida, con el paso de los años me he ido convirtiendo en un incondicional feligrés del cine de terror, y la película de Jackson constituye un pilar fundamental en mi cinefilia. Revisándola hace unos días, lo que más embeleso me causó es la loa ditirámbica que Jackson dedica al oficio de director de cine por medio de Carl Denham, como un remedo de Orson Welles, de Francis Ford Coppola o de Werner Herzog, cineastas todos ellos suicidas, temerarios, consecuentes hasta el final con su visión artística, que van con todo, que se atreven, que se comprometen, que arriesgan y que, literalmente, se juegan la vida con cada nuevo proyecto, plenamente seguros de que el cine es más grande que la misma vida, convencidos, en definitiva, de que el séptimo arte es la verdadera octava maravilla del mundo.
Me parece un análisis muy interesante de la película de Jackson, aunque no la considero en absoluto una obra maestra (ni mucho menos las mencionadas en el segundo párrafo), como sí lo es la inolvidable versión de Cooper y Schoedsack, y también El malvado Zaroff, en cierto modo complementaria de aquélla. Curiosamente, entre esas películas de aventuras de los últimos años falta Master and Commander, en mi opinión la mejor de todas ellas y ya un clásico a la altura de las que rodaron en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta Fritz Lang, Raoul Walsh, Jacques Tourneur o Henry Hathaway.
Muchas gracias por su comentario. En efecto, la película de Peter Weir es monumental. Jamás las guerras napoleónicas se han sentido tan verídicas en la gran pantalla.