Cuando era joven y alguien confesaba que iba a terapia sonaba una alarma: esa persona había sobrepasado un límite. La confesión la acordonaba, como en esos escenarios de un crimen donde la policía desenrolla una cinta y arropa el cadáver con ese papel de charol amarillo. Otras personas usan ese mismo color brillante como vestido de Nochevieja. Burbujita, creo que lo llaman. Las personas que iban al psicólogo quedaban aisladas en burbujas brillantes, pero nada festivas. Criminólogos y psicólogos auscultan el escenario del crimen.
Karl Ove Knausgård ha escrito cuatro libros que llevan los títulos de las cuatro estaciones. En ellos no se salta nada. Su estilo es una suerte de metafísica impresionista: escribe envuelto en esa contradicción, pues la metafísica busca lo que está más allá de la muerte y los impresionistas se detienen en lo que muere constantemente.
La metafísica pretende el estudio del ser en cuanto que es. El ser puede decirse de muchos modos, según Aristóteles, pero solo existe una manera que alcanza lo esencial. Por ejemplo, de una persona puede decirse que sea alta, implume o cobarde; si bien todos estos atributos pueden ser ciertos, aunque accidentales, no se refieren al ser humano en cuanto a lo que es común. Lo esencial de lo humano es su condición racional. Por su parte, los pintores impresionistas, a simple vista, pretendían lo contrario: retrataron lo accidental y pasajero. Por ejemplo, la ondulación púrpura del atardecer sobre el mar o las infinitas variaciones de la luz sobre la fachada de la catedral de Rouen. Nada de eso hace el mar o la catedral para un metafísico, pero cuando miramos, ahí están esos colores, apenas unos segundos.
Algunas páginas de Knausgård me resultan superficiales y anodinas, incluso antiliterarias. Sin embargo, no puedo dejar de leerlo. A veces me suena esa vieja alarma de las personas que van a terapia, porque su forma de escribir atraviesa lugares tan escasamente atractivos como la cocción de unos macarrones. Lugares comunes y accidentales, insulsos desde la metafísica. Lo peor es que no los embellece, no hay una metáfora o una moraleja, y eso me inquieta. Después entendí algo: si supiésemos que los cordones que atamos de nuestros zapatos clausurarían nuestro último paseo, entonces los describiríamos con la atención que se merecen. No se trata de glorificarlos, tampoco de ignorarlos, están, eso es todo. Así escribe Knausgård: su fidelidad a las vivencias tiene la humilde mirada del ser para la muerte, que diría Heidegger.
En En otoño hay un pasaje en el que escribe sobre la pintura de Van Gogh y lo compara con otros pintores a lo largo de la historia del arte. Otros artistas retratan algo metafísico, una objetividad que de algún modo sigue vigente en nuestros días: la mirada de los borrachos de Velázquez la hemos visto muchas veces en los bares. Tal cosa no sucede con Van Gogh: en sus cuadros no hay nada objetivo. La ondulación de los paisajes es una experiencia que nadie ha visto, pero quizá todos hemos vivido silenciosamente.
Van Gogh no vampiriza la objetividad, no quiere mostrar una nueva verdad que alumbre a la humanidad. Tampoco pretende arañar las cosas para comunicarlas al gusto de los otros. Pareciera que la mirada de Van Gogh sea la de alguien que se despide del mundo y solo le interesa mirar las cosas por última vez, porque sabe que ya solo puede salvar esa última forma de ver, intransferible y personalísima.
El bamboleo de los árboles, las flores o el cielo estrellado anuncian que el mundo ya es mar, y cada rincón es incógnito, danzando en su eterno misterio. Ya no hay nada objetivo, porque la mirada de la muerte ha deshecho el empeño de alcanzar las cosas en su esencia. Habría otra metafísica entonces, aquella que solo se compromete con la mirada del que se marcha.
Knausgård se parece a Van Gogh: ambos captan la personal insolencia del mundo cuando se rompen las barreras de los objetos y solo quedan impresiones, que curiosamente nos trasladan a otra forma de ser, más relacionada con la despedida que con la llegada, más cercana al luto que a la celebración. Ambas son formas propias de la terapia, donde la desnudez no precisa de artificios y el cuerpo se muestra como una vibrante e incómoda oscilación donde solo resuenan los instantes.
Me ha gustado mucho la sensibilidad de Sergio para relacionar la vida cotidiana con la vida profunda . K. O. Knausgard, Van Gogh , con la mirada freudiana de fondo, le permiten representar un cuadro de la vida, en el que la fugacidad lucha incesantemente con el deseo de peduracion.