El hombre viene de un simio que, en el Plioceno inferior, queriéndolo o no, cambió los tupidos bosques del África septentrional por las vastas praderas de las actuales Etiopía, Tanzania y Kenia, donde adoptó la bipedación para sobrevivir. Leyendo En invierno (Anagrama, 2021), de Karl Ove Knausgård, me entero de que, en torno a 1930, el patólogo alemán Max Westenhöfer consideró que los tatarabuelos del Homo sapiens, tras ser expulsados del Edén, se convirtieron en animales acuáticos. Treinta años después, un biólogo británico, Sir Alister Hardy, quien nada tenía que ver con el germano, presentó una teoría parecida: “Decía que los monos evolucionaron hasta convertirse en una especie de criaturas semiacuáticas que vivían en ríos y zonas de playa, más o menos como las nutrias y los hipopótamos. Si no, ¿por qué los humanos habrían desarrollado esa piel sin pelaje, que no proporciona ninguna ventaja en la tierra?”.
En invierno es el segundo volumen del Cuarteto de las estaciones, la última y, por lo visto, definitiva serie de libros de autoficción del autor noruego. Los escribió durante la génesis de la cuarta hija que tuvo con su esposa de entonces, la también novelista Linda Boström. En Noruega, vieron la luz entre 2015 y 2016; en España, más vale tarde, un lustro después y del tirón. Los dos primeros tomos son una suerte de enciclopedia personal y libérrima en la que, mediante una serie bastante anarka de ensayos —sobre cornejas, cortejos fúnebres, huecos, meadas, la nieve, etcétera—, Knausgård le cuenta a la cría, antes y después de su nacimiento —e intercalando unas cartas que son una delicia—, cómo las cosas conforman el mundo de fuera; En primavera y En verano, por su parte, emparentan con la anterior saga, Mi lucha, y contienen el relato radical y minucioso, puntualmente exasperante, de la intimidad familiar. En este contexto, destaca cómo el literato aborda la depresión de su mujer maridando una falta de pudor salvaje con una delicadeza y una ternura extraordinarias. En su momento, la polémica fue servida en una mediática bandeja de plata. No discuto que un tío que airee los trapos más sucios y secretos de sus seres más queridos pueda ser un cabronazo; ahora, si ese cabronazo es escritor, lo hace en un libro y, sobre todo, lo hace con duende y maestría, como aquí ocurre, no es que me limite al nihil obstat: es que, como lector, le aplaudo.
Cuarteto de estaciones es, especialmente, una hermosa declaración de amor a una criatura humana y acuátil, como las de Westenhöfer y Hardy, forjada en un tanque de carne y líquido amniótico. Una declaración de amor incondicional, el único “que no ata, sino que libera”: “Lo que ata es distinto, es otra forma de amor, menos puro, más ligado al que ama, y tiene mayor fuerza, puede eclipsar todo lo demás, incluso destrozarlo. Entonces hay que hacerle frente”. Knausgård vuelca todas las reflexiones, certezas, advertencias y miedos que brotan de su inminente paternidad. Prescinde de la épica de las narices —hay quien califica de épico hasta abrir un cartón de tomate frito— y, a cambio, apuesta por una verdad, la suya, limitada e imperfecta, pero muy auténtica: si existe la impostura, está bien maquillada. Además, fabula sobre lo extraño que, para un bebé, debe ser ver por vez primera el cielo, el sol o un rostro, sobre cómo va menguando esa sensación conforme pasa el tiempo y sobre cómo vuelve a emerger al crear una nueva vida. “Venimos de lo lejano y aterradoramente bello —escribe—, porque un niño recién nacido que abre los ojos por primera vez es como una estrella, como un sol, pero nosotros vivimos nuestra vida en lo pequeño y lo necio, en el mundo de las salchichas quemadas y las tambaleantes mesas de camping. Lo lejano y aterradoramente bello no nos abandona, está siempre ahí, en todo lo que siempre es lo mismo, en el sol y las estrellas, en la hoguera y la oscuridad, en la alfombra azul de flores bajo el árbol. No podemos usarlo para nada, nos resulta demasiado grande, pero podemos mirarlo e inclinarnos ante ello”. Amén, admirado Karl Ove.
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