Kukum cuenta la historia de Almanda, bisabuela del autor, que enamorada de un joven innu de Quebec, adoptará con entusiasmo su forma de vida nómada: la existencia libre en el bosque de acuerdo a los ciclos de la naturaleza. Se convertirá en una auténtica innu aunque siempre conservará el hábito de la lectura, rompiendo así las barreras impuestas a las mujeres indígenas. En la madurez, tendrá que enfrentarse a la pérdida de sus tierras, el encierro en las reservas y la violencia de los internados, todo ello en nombre del progreso.
Contado en un tono intimista, el relato de Almanda, que se desarrolla a lo largo de un siglo, expresa el apego a los valores ancestrales y a la necesidad de libertad que aún hoy sienten los pueblos nómadas.
Zenda adelanta las primeras páginas de esta novela de Michel Jean, publicada en España por Tiempo de Papel Ediciones.
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Apu nanitam ntshissentitaman anite uetuteian
muku peuamuiani nuitamakun
e innuian kie eka nita tshe nakatikuian.«No siempre me acuerdo de dónde vengo
cuando duermo, mis sueños me recuerdan quién soy
mis orígenes no me abandonarán nunca».JOSÉPHINE BACON
Tshissinuatshitakana
Palos mensajeros [1]
Nishk
Un mar en medio de los árboles. Agua hasta donde alcanza la vista, gris o azul, según el humor del cielo, atravesada por corrientes heladas. Este lago es hermoso y aterrador al mismo tiempo. Desmesurado. Y la vida en él es tan frágil como ardiente.
Mil manchas oscuras bailan entre las olas y graznan con insolencia. El bosque es un universo de disimulo y de silencios. En él, presas y predadores compiten en habilidad para fundirse con el paisaje. Sin embargo, el viento porta el estrépito de las aves migratorias mucho antes de que estas se muestren en el cielo, y nada parece capaz de contener su cotorreo.
Estos gansos salvajes aparecen al comienzo de mis recuerdos con Thomas. Hacía tres días que nos habíamos marchado, remando hacia el noreste sin alejarnos de la seguridad de la orilla. A la derecha, el agua. A la izquierda, una línea de arena y de peñascos se erigía delante del bosque. Avanzaba entre dos mundos, sumergida en una euforia que no había sentido nunca.
Cuando caía el sol, acostábamos en una bahía protegida del viento. Thomas montaba el campamento. Yo le ayudaba lo mejor que podía mientras lo acribillaba a preguntas, pero él se contentaba con sonreír. Con el tiempo, comprendí que, para aprender, había que observar y escuchar. No servía de nada preguntar.
Aquella tarde, se sentó sobre los talones y colocó sobre sus rodillas el ave que acababa de abatir, un animal muy graso cuyas plumas se dispuso a arrancar empezando por las más gruesas. Es un trabajo que exige minuciosidad, porque, si se hace con prisas, el extremo se rompe y se queda clavado en la carne. Hay que tomarse su tiempo. En el bosque así es como suele ser.
Una vez desembarazado el animal de su plumaje, lo pasó por el fuego para quemar el plumón. A continuación, con la hoja del cuchillo le raspó la piel, esta y su preciada grasa. Luego suspendió el ganso encima de las llamas para asarlo.
Yo preparé té y comimos en la arena mirando el lago negro bajo un cielo estrellado. No tenía ni idea de lo que nos aguardaba, pero, en ese momento preciso, supe que todo iría bien, que había tenido razón al fiarme de mi instinto.
Él apenas hablaba francés y yo todavía no hablaba innu-aimun. Pero aquella noche, en la playa, envueltos en el aroma de la carne asada, a mis quince años, por primera vez en mi existencia, me sentía en mi sitio.
Desconozco cómo terminará la historia de nuestro pueblo. Pero, para mí, comienza con aquella cena entre el bosque y el lago.
HUÉRFANA
Crecí en un mundo inmóvil en el que las cuatro estaciones determinaban el orden del día. Un universo de lentitud en el que la salvación dependía de un pedazo de tierra que había que labrar y volver a labrar sin descanso.
Mis recuerdos más antiguos se remontan a la cabaña donde vivíamos, poco más que una modesta casa de colonos de madera, cuadrada, con un tejado a dos aguas y una única ventana en su fachada. Delante, un camino de arena. Detrás, un campo arrancado al bosque con el sudor de la frente.
Es una tierra pedregosa, pero los hombres la tratan como un tesoro, la remueven, la abonan, la despedregan. A cambio, esta solo da unas verduras insípidas, un poco de trigo y heno para alimentar a las vacas, que dan leche. Que la cosecha fuera buena o no, dependería del tiempo. El Cielo decidiría, decía el cura. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer.
De mis padres no conservo ningún recuerdo. A menudo traté de imaginarme sus rostros… Mi padre era alto, fuerte y determinado. Tenía unas manos poderosas. Mi madre era rubia, de ojos azules como los míos. Tenía las facciones finas, era afectuosa, cariñosa. Aquellas dos personas solo existían en mi mente de niña, por supuesto. ¿Quién sabe cómo eran mis progenitores de verdad? En realidad no importa. Pero me gusta pensar que la fuerza y la dulzura habitaban en ellos.
Crecí junto a una mujer y un hombre a los que yo llamaba «tía» y «tío». No sé si me quisieron, pero me cuidaron. Hace mucho tiempo que murieron y la casa del final del río À la Chasse se quemó. La tierra, sin embargo, todavía sigue ahí. Ahora todo el espacio lo ocupan los campos. Los granjeros, aferrados a sus parcelas, rodean ahora a Pekuakami.
El viento se levanta y se acerca a lamerme el rostro cansado. El lago se agita. No soy más que una anciana que ha vivido demasiado. A ti al menos, lago mío, no pueden hacerte nada. Eres inmutable.
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[1] La cita pertenece al libro de poemas de Joséphine Bacon, Tshissinuatshitakana / Bâtons à message, publicado por la editorial de Montreal Mémoire d’Encrier en 2009. La traductora y profesora asociada de la Universidad de Nuevo Brunswick Sophie M. Lavoie lo traduce como Palos mensajeros en su traducción al español del poema del mismo libro «Los maestros», disponible en Internet, en la web colaborativa del proyecto Siwarmayu. He mantenido este título.
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Autor: Michel Jean. Traductora: Luisa Lucuix Venegas. Título: Kukum. Editorial: Tiempo de Papel. Venta: Todos tus libros y Fnac.
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