Otro cinco de abril, el de 1994, hace hoy 29 años, Kurt Cobain, chutado de heroína, decide poner fin a su depresión, a su dolor de estómago, a su toxicomanía, a su angustia existencial y al resto de sus padecimientos por el camino más rápido: un tiro en la cabeza. Es él mismo quien se lo descerraja en su casa, sita en el Lake Washington Boulevard East de Seattle (Washington). Pese a que las servidumbres de la fama son otra de las cosas que más le abruman, quien ha sido definido como la voz de la Generación X —aquella que se sitúa entre la del Baby boom y la del Milenio—, se mata en el invernadero que hay encima del garaje.
A simple vista, el empleado Smith creerá a Cobain dormido, pero un rastro de sangre, surgido del oído del joven músico —tenía 27 años cuando se quitó la vida— le hará temerse lo peor. Las autoridades, puestas sobre aviso por el técnico, certificarán el suicidio, que demuestran la escopeta que hay junto al cadáver, la herida de la cabeza e incluso la nota de despedida del asesino de sí mismo. Hay que rendirse ante la evidencia: no ha habido Nirvana para Kurt Cobain. Lo más probable es que llamó así a su banda —abanderada del grunge— por lo desesperadamente que lo buscó.
El 31 del mes pasado, hace apenas unos días, el músico se escapó del centro de rehabilitación donde había ingresado voluntariamente 24 horas antes. El dos de abril compró cartuchos para la escopeta Remington con la que habría de quitarse la vida… En efecto, su suicidio también ha sido una muerte anunciada.
Ya escrito el epílogo del último “cadáver bonito” que ha de dejar la historia del rock —como Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, Cobain también ha muerto sin envejecer—, Courtney Love —su ya viuda— declarará, recordando una hospitalización en Roma de su marido por una sobredosis de analgésicos, que, a comienzos de marzo de ese mismo año, durante la última gira europea de la banda, Cobain “tragó 50 pastillas. Es muy probable que ni siquiera se enterase de todas las que ingirió. Pero tenía un claro impulso suicida: tragar, tragar y tragar pastillas una y otra vez”.
Kurt Cobain, como quien dice, se marcha entre aplausos. Desde que el diez de septiembre de 1991 «Smells Like Teen Spirit», una de sus grandes canciones, se convirtió en un single que dos meses después llegaría al Top 40 todo ha sucedido muy deprisa. Gracias a esa grabación —que toma su título de la frase que Kathleen Hanna escribió en el cuarto de Kurt en alusión a la marca de desodorante usado por otra chica—, la industria discográfica ha abierto sus puertas al rock alternativo. Todas las bandas de la costa Oeste parecen interesar a las grandes compañías. El grunge ha dado al rock un nuevo brío.
Y «Smells Like Teen Spirit» ya es como un himno de Seattle, el tema principal de la banda sonora de la época. El propio Cobain toca el riff que abre la pieza y lo repite, antes de que Nirvana le siga con toda su potencia sonora. Tanto es así que la crítica especializada, siempre ávida de referencias anteriores, ha situado al grunge entre el punk y el heavy metal. Como si Green River, Pearl Jam, Soundgarden o Alice in Chains, el resto de las formaciones punteras de aquel tiempo no contasen, se dice que el grunge, básicamente, es Nirvana y Nirvana, básicamente, es el suicida.
Neil Young, uno de los músicos más apreciados por las bandas de Seatle, en respuesta a Johnny Rotten y ese espíritu punk, que en 1977 proclamaba que el rock había muerto, publicó un disco en 1979, Rust Never Sleep. Nunca nos cansaremos de recordarlo. En la primera y en la última pieza de aquel álbum —»My My, Hey Hey (Out of the Blue)» y «Hey Hey, My My (Into the Black)», respectivamente—, aseguraba que el rock & roll —origen y quintaesencia del rock— no podía morir nunca. Sin embargo, un día tal que hoy, el rock inicia su inexorable ocaso con el suicidio de Kurt Cobain. El grunge —tan decadente pese a su vigorosa sonoridad—- es el último capítulo de su crónica. Ya con Kurt Cobain convertido en un mito, tras el grunge llegará el reguetón y el rock, que fue tanto para tanta gente, comenzará a ser barrido por el viento de la historia.
La frase final de este artículo me ha deprimido profundamente. Y me ha deprimido porque ya lo sabía pero no quería aceptarlo.