En 1917, Alemania era un país derrotado, que afrontaba las duras compensaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles, la crisis económica mundial y la propia depresión de sus ciudadanos. Weitz relata, en forma de paseo por el Berlín de entreguerras, estos altibajos políticos y económicos en un ambiente de efervescencia cultural: arquitectos como Gropius, escritores como Brecht o filósofos como Heidegger crearon durante esta época sus trabajos más importantes, rodeados de una vanguardia que propugnaba la utopía o la refundación completa de la sociedad. Esta vívida evocación de Weimar, más pertinente que nunca en la coyuntura económica y política actual, narra al fin cómo una sociedad culta e informada, pero humillada y confundida, pudo dejarse atrapar por el populismo nazi y poner su destino en manos de Hitler.
Zenda ofrece la introducción a La Alemania de Weimar: Presagio y tragedia, de Eric D. Weitz.
La Alemania de Weimar todavía significa algo para nosotros. Ni un ápice ha disminuido el aprecio por los cuadros de George Grosz o Max Beckmann: museos y galerías de Sydney, Los Ángeles o San Petersburgo exhiben con orgullo sus pinturas. En diferentes idiomas y en coliseos repartidos por el mundo entero, se sigue representando La ópera de cuatro cuartos, de Bertolt Brecht y Kurt Weill. Aunque vio la luz en 1925, aún se reedita la magistral novela de Thomas Mann, La montaña mágica, y, si bien ya no está considerada como libro de cabecera, es objeto de lectura y estudio en cursos de literatura y filosofía impartidos en innumerables facultades y universidades. Las cocinas contemporáneas están en deuda con los diseños de la década de 1920 y la labor creativa de la Bauhaus. Quizá la arquitectura de nuestros días se haya apartado un tanto del funcionalismo radical de Walter Gropius, pero, ¿cómo no admirar la belleza de los edificios de Erich Mendelsohn, esa combinación de líneas puras y dinámicas, como la casa Columbus, los grandes almacenes Schocken (aunque sólo uno quede en pie) o la caprichosa Torre Einstein? Es posible que Hannah Höch no nos resulte tan conocida, pero la novedosa mezcla de estilos primitivo y modernista, la yuxtaposición de máscaras de África o de la Polinesia con utensilios de la vida diaria del decenio de 1920, aún deja embelesados a aquellos de nuestros coetáneos que se acercan a su obra. Las profundas especulaciones filosóficas de Martin Heidegger o los ensayos a pie de calle de Siegfried Kracauer, siempre a vueltas con las tecnologías avanzadas y la sociedad de masas, nos ayudan a comprender mejor las circunstancias de la época que nos ha tocado vivir. ¿Qué cinéfilo empedernido no recuerda El gabinete del doctor Caligari, Metrópolis o Berlín, sinfonía de una ciudad?
También en otros aspectos, sobre todo como advertencia de peligro, aún pervive el eco de la Alemania de Weimar, una sociedad zarandeada por una economía en crisis y enquistados conflictos políticos.
La sombra de la Primera Guerra Mundial se cierne sobre la historia de la República. Por mucho empeño que economistas e historiadores de nuestros días pongan en matizar la carga insoportable que, para la Alemania de la época, supusieron las exigencias económicas del Tratado de Paz de Versalles, los alemanes estaban persuadidos del injusto trato al que los sometían los vencedores de aquel conflicto bélico. Las críticas a los aliados no se hicieron esperar y, como es de suponer, tampoco se salvaron de ellas ni los judíos ni los socialistas alemanes, acusados de todos los males que se derivaron de aquel desastre: revueltas ciudadanas, hiperinflación, depresión, quiebras y todas las adversidades que puedan imaginarse. La Alemania de Weimar evoca las graves dificultades que pueden surgir cuando en una sociedad no hay consenso para mirar al futuro y cualquier diferencia, por nimia que sea, desencadena enfrentamientos políticos entre ciudadanos, cuando los asesinatos y la violencia callejera se convierten en el pan nuestro de cada día y las fuerzas antidemocráticas buscan la salida más fácil: convertir a las minorías en cabeza de turco. Representa, por encima de todo, una señal de peligro, porque todos sabemos cómo acabó: con la asunción del poder por los nazis el 30 de enero de 1933.
A pesar de los innumerables conflictos y desastres, el periodo de Weimar fue también un momento de enormes avances, tanto en el terreno político como en el cultural. El hundimiento del antiguo régimen imperial durante la guerra y la revolución espolearon la imaginación en lo político y en lo social. Durante ese periodo, los alemanes supieron conciliar un sistema político liberal, en un sentido muy lato, con avanzados programas de bienestar social que introdujeron importantes mejoras en la vida de la gente normal: la jornada laboral quedó reducida a ocho horas, mucho más tolerable; la prestación por desempleo parecía presagiar una nueva era en la que los trabajadores quedarían a cubierto de las volubles circunstancias de los ciclos económicos; la oferta de vivienda pública garantizaba que los trabajadores más cualificados y los oficinistas tuvieran la posibilidad de mudarse de sus antiguas viviendas a edificios más modernos y saludables, dotados de agua corriente, cocinas de gas y electricidad; se reconoció el derecho al voto de las mujeres; había una prensa libre y puntera. Se pusieron los medios para edificar un futuro, armonioso y próspero, basado en ideas como el nudismo o el comunismo. Terapeutas sexuales y agitadores populares defendían que todo el mundo tenía derecho a disfrutar de una vida sexual rica y placentera. Como en el cine, el espectáculo servido por los dioses del consumo abría la posibilidad de llevar una vida diferente y más dichosa, por mucho que, a las siete de la mañana del día siguiente, hubiera que levantarse para acudir al trabajo, a la oficina o a ponerse detrás del mostrador. La guerra y la revolución despejaron el camino hacia unos ideales utópicos. Según la persona que hablase, quedaba claro que, gracias a la arquitectura moderna, a la fotografía, a las urbanizaciones o a las manifestaciones callejeras, era posible cambiar el mundo: la seguridad y la confianza fueron el motor de una inspiración que cristalizó en una creación artística y en un pensamiento filosófico sin precedentes.
Los alemanes no eran los únicos que estaban empeñados en seguir esa senda. La estela del cataclismo de la Primera Guerra Mundial sirvió para que las mujeres se ganasen el derecho al voto en Inglaterra, París abriese sus puertas al arte moderno, los arquitectos holandeses ideasen nuevas formas, y grupos políticos y multitudes en Viena, Budapest o Petrogrado derrocasen regímenes imperiales anticuados con la esperanza de construir un deslumbrante futuro político. Para lo bueno y para lo malo, los alemanes observaban y sacaban consecuencias de cuanto acontecía a su alrededor. Fueron años, sin embargo, de intensa desazón. A diferencia de los países vecinos de Occidente, Alemania había perdido la guerra, y sufría graves secuelas políticas, económicas y ciudadanas. No había planteamiento o debate que no se viera ensombrecido por la cuestión de la responsabilidad de haber iniciado la guerra, o por el monto de las reparaciones exigidas. Tras la derrota, los sufrimientos y adversidades de los ciudadanos alemanes quedaban sin recompensa. No sólo no había compensaciones económicas, tampoco la satisfacción que produce cantar victoria después de un sacrificio tan duro como prolongado. A diferencia también de Rusia, país colindante por el este, Alemania no había vivido una revolución que hubiese enterrado el poder y el prestigio de las clases dirigentes tradicionales. Se había quedado a medio camino en una transformación que, si bien sirvió para democratizar el país, en lo sustancial no alteró el antiguo orden social establecido, con la consiguiente falta de consenso e interminables controversias. Las cuestiones fundamentales, las referidas a cómo habría de ser Alemania y las relaciones que habría de establecer con los países limítrofes, eran motivo de inacabables enfrentamientos.
El desastre de la guerra mundial y el acicate de la revolución –situaciones por las que pasaron muchos países europeos, pero que en Alemania adquirieron tintes propios– fueron el detonante del proyecto y de las ideas que plasmaron en la realidad los próceres de Weimar, ya fueran arquitectos o pintores visionarios, reformistas políticos, revolucionarios de izquierdas o sesudos pensadores de la derecha conservadora y autoritaria. A todos por igual los animaba una idea más profunda, demás hondo calado: la sensación de que vivían los albores de una era de modernidad. En la década de 1920, la economía alemana dependía funda mentalmente de la agricultura, de pequeños negocios y de artesanos especializados, que convivían con clases privilegiadas, a la antigua usanza, cómodamente instaladas en la oficialidad de la milicia, la burocracia estatal y la jerarquía de las dos iglesias cristianas, la católica y la protestante. Aquel viejo mundo tan idealizado de terratenientes aristócratas y aparceros, de estados alemanes independientes que conformaban una Alemania unificada, dirigida en lo político por príncipes, reyes y emperadores y dotada de una rígida estructura de clases, tenía que afrontar nuevos retos. El centro de gravedad social se había desplazado a la ciudad, con su algarabía de ruidos e imágenes, a las estruendosas fábricas y minas que producían lo que demandaba una economía industrial avanzada, a las tensiones y conflictos propios de una “sociedad de masas”; un mundo en el que la mayoría de los trabajadores cumplía con su cometido a cambio de un sueldo, de un salario; de ciudadanos que, gracias a la lectura de periódicos, seguían los dictados del comercio y de la cultura, compraban en grandes almacenes, escuchaban concursos radiofónicos o iban al cine al menos una vez por semana; con tal de conseguir el voto, también la política recurría a las movilizaciones de masas, manifestaciones frente a los ayuntamientos o a las puertas de la fábrica, sin hacer ascos a las armas, caso de que se produjese alguna revuelta callejera.
Cualesquiera que fueran sus tendencias políticas o culturales, los protagonistas de Weimar no eran ajenos a las tensiones que generaba el advenimiento de la época moderna. No les quedaba otra salida. Quienes trataban de evitarlo, retirándose a la Selva Negra, atrincherándose en sus casas muniquesas o en pueblos alpinos en régimen de casi reclusión, autoproclamándose representantes de los “valores alemanes tradicionales”, los opuestos a las ideas modernas, no tenían más remedio que recurrir a los periódicos y a la radio para difundir sus ideas y animar a sus seguidores, cuantos más mejor, para que acudieran a votar o se dispusieran a dar la cara. Otros abrazaban la modernidad sin reservas, defendiendo la participación del pueblo en la política y en la sociedad industrial, desarrollando nuevas formas de expresión –arte abstracto, música dodecafónica, arquitectura de líneas depuradas y materiales industriales– que, según ellos, representaban más adecuadamente las tensiones, los conflictos y las vivencias propios de su tiempo. Si la creatividad de la República de Weimar supuso un hito cultural y político, fue gracias a aquellos artistas plásticos, escritores y políticos que supieron desentrañar el sentido de la modernidad, algunos impulsándola por nuevos caminos, luminosos y emancipadores, y otros siguiendo derivas autoritarias, sanguinarias y terriblemente racistas.
La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia da cuenta de los aspectos más sobresalientes del periodo comprendido entre 1918 y 1933, ya se trate de cuestiones políticas, económicas, culturales o sociales, como de las interrelaciones entre unas y otras. Con este propósito, se han utilizado un sinnúmero de fuentes de la época, impresas, gráficas o sonoras, así como los más que abundantes estudios, históricos o de cualquier otra índole, sobre este periodo.1 Se ha prestado especial atención a Berlín, como capital política y cultural, sin descuidar por eso otras circunstancias en el ámbito rural y en ciudades y pueblos del país. Asimismo, intentamos poner de relieve los elementos más llamativos e innovadores de este periodo tan conflictivo, bronco, dinámico y difícil. En ningún momento se ha restado importancia a las graves limitaciones a las que estaba sometida la sociedad de Weimar: las imposiciones de los aliados, por un lado, o el desplome económico internacional, por otro; las repercusiones de la tradición autoritaria alemana, o la aparición de una nueva derecha radical, más peligrosa y proclive a la violencia. Por fin, y como es natural, analizaremos aquello que se hizo mal, las razones que culminaron en aquel desastre, para llegar a la conclusión de que la República de Weimar no se hundió por sí misma, sino que su caída se debió a una conjunción de fuerzas de la derecha tradicional, hostil al régimen desde el primer momento, y de la extrema derecha, de nuevo cuño. La derecha –empresarios, nobles, funcionarios gubernamentales y oficiales del Ejército– era poderosa y ocupaba puestos clave. Sin olvidar que también los comunistas trataron de enterrar la República, el peligro más grave siempre lo planteó la derecha.
No hay razones plausibles para considerar, sin embargo, los doce años del Tercer Reich como una mera prolongación de los catorce que duró la República de Weimar. Si damos por sentado que ningún acontecimiento histórico viene predeterminado, menos aún en el caso de la victoria nazi. No hay duda de que los conflictos y las limitaciones del periodo de Weimar supusieron un balón de oxígeno para el movimiento nazi, pero afirmar que Weimar no fue sino el preludio del Tercer Reich es una mixtificación. La Alemania de Weimar fue un momento histórico apasionante, y muchas de las creaciones artísticas, avances filosóficos e iniciativas políticas que surgieron entonces abrigaban la esperanza de un mundo mejor, un enfoque que aún tiene sentido en nuestra época.
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Autor: Eric D. Weitz. Título: La Alemania de Weimar: Presagio y tragedia. Editorial: Turner. Venta: Amazon
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