La amenaza se desarrolla durante la segunda guerra mundial en Río Ceballos, un pueblo de la serranía cordobesa argentina, y culmina en 1977, en plena dictadura militar. Un adolescente inquieto, inteligente, fabulador, apasionado por la política, admirador de la Unión Soviética y convencido del advenimiento de una sociedad socialista, veranea, por primera vez en su vida, con su madre y su hermana.
Zenda reproduce las primeras páginas de La amenaza, de Abrasha Rotenberg.
Mientras tanto las mujeres del servicio doméstico reponían los platos vacíos y circulaban alrededor de la mesa llenando las copas de champán. Yo no rechazaba la oferta. Bebía y me sentía feliz pero en silencio. No quería que un ataque de mitomanía verbal, a la cual yo era tan propenso, arruinara mi fugaz prestigio.
—Doctor —preguntó la rubia de cabello corto—. ¿Nuestros muchachos siguen eliminando la carroña en las zonas conquistadas?
—No lo dude—respondió el Doctor— se trata de una prioridad política.
—Su respuesta me hace feliz—comentó la rubia—. Me importa que Alemania gane la guerra pero más que elimine para siempre a esa ralea inmunda. Sin ellos el mundo será más respirable. Yo los odio. Sí, lo confieso, odio a los judíos, los odio — exclamó enfatizando dramáticamente la frase.
Descubrí una mirada inquieta en el Ingeniero y la indiferencia etílica del Juez. El Ingeniero me sorprendió:
—¿Por qué odia tanto a los judíos?
—¿Cómo por qué?—respondió la rubia de cabello corto sorprendida ante la obviedad de la pregunta—. Por lo que todo el mundo sabe.
—¿Todo el mundo? Yo no lo sé ¿podría ilustrarme un poco?—contestó el Ingeniero ante mi estupor. El ingeniero sabía que yo era judío y me estaba ayudando discretamente.
La rubia de cabello corto enmudeció desconcertada por la pregunta pero de inmediato recibió la ayuda de la otra, la de cabellos largos:
—¿Nos está poniendo a prueba, Ingeniero? Le voy a responder de inmediato por si está mal informado. En primer lugar por deicidas, porque asesinaron a Jesús, nuestro Señor. Ese antecedente bastaría para condenarlos, pero hay más…
El Ingeniero la interrumpió:
—Jesús fue condenado y crucificado por los romanos. Además, era judío…
—Ingeniero ¡no diga estupideces! ¿Cómo se le ocurre decir que Jesús era judío? No sea blasfemo. Jesús fue siempre católico. De judío nada.
El Ingeniero intentó interrumpirla en vano. La rubia siguió con su discurso:
—Permítame que le explique por qué los odiamos: son aves de rapiña, usureros, sucios, roban niños cristianos para beberse su sangre, enemigos del país donde viven, se apoderan de nuestras riquezas y a veces se disfrazan de cristianos para…
En ese momento intervino el Doctor:
—Sin la vehemencia de nuestra amiga quiero agregar algunas palabras. Desde el siglo XV los judíos se han infiltrado en el catolicismo, fingiéndose cristianos practicantes cuando en realidad, a escondidas, seguían sus ritos mosaicos adorando a Jehová. No tienen que desplazarse demasiado para comprobarlo. Los tenemos aquí, en Córdoba ostentando apellidos ilustres que, pocos lo saben, provienen de esa estirpe. Los llamaban marranos y llegaron a estas tierras con los conquistadores españoles, incluso con Colóon. Los Garzón, los Jaime, los Benavides, los Macedo, los Sabatini descienden de esos conversos llamados cristianos nuevos. En realidad todos son criptojudíos, se fingen católicos pero practican a oscuras el judaísmo.
—Perdone Doctor —insistió el ingeniero—, no puedo hablar de otros pero le puedo asegurar que nuestro ex Gobernador Don Amadeo Sabatini no tiene orígenes judíos, aunque su apellido proviene de la palabra sábado.
—Es exactamente lo que sostengo. Sábado y judíos son términos inseparables.
—En este caso no. En Italia llamaban sabatino a los niños cristianos que nacían el día sábado. Ese es el origen del apellido Sabatini —insistió el Ingeniero.
—Su información poco importa porque Don Amadeo Sabatini siempre se ha comportado como un intrigante judío.
—Ingeniero—intervino la rubia de cabello corto— usted es un hombre culto. ¿Por qué no lee Los Protocolos de los Sabios de Sion? En ese libro, escrito por judíos, encontrará todos los planes de esa raza para apoderarse del mundo.
En ese momento el Juez pareció despertar de su letargo:
—No hace falta leer ese panfleto falsificado —dijo y yo me sentí apoyado hasta que continuó—. Basta con repasar algunas páginas de la France Juive de Edouard Drumont. Además de mejorar su francés van a enterarse de quienes son los judíos y a qué se dedican. Recuerdo una frase genial: Los judíos entran a un país rico siendo pobres y salen ricos de un país empobrecido. Me parece una definición perfecta.
Excepto el Iingeniero los demás rieron y aplaudieron el ingenio del Juez y su memoria. Me sorprendió la intervención del Juez que siempre me manifestó su admiración por los judíos. Me sentía angustiado pero con la esperanza de que cambiaran de tema.
El Ingeniero intervino nuevamente:
—Es posible que ustedes tengan razón —dijo perturbándome—. Si Washington, Roosevelt, Churchill, Bernard Shaw y hasta nuestro Sarmiento condenaron a los judíos, si gente de pensamientos tan disímiles los critican, algo de razón tendrán.
Yo sentí que me desmoronaba. No entendía por qué el Ingeniero cambió de opinión. ¿Era un cínico que jugaba un papel crítico para luego aceptar una ficticia derrota?
En ese momento el Juez se envalentonó y comenzó a sentenciar:
—Los judíos son un Estado dentro del Estado. Por ese motivo hay que eliminarlos. No puede existir nada ni nadie por encima del Estado y de sus leyes. Los judíos, por definición, son trasgresores, generalmente encubiertos.
—¿Cómo podemos descubrirlos si están infiltrados en nuestra sociedad disimulando su condición y sus intenciones? —preguntó una de las rubias mientras se embuchaba un trozo de jamón regándolo con una copa de champán.
Un sol implacable, sumado al alcohol había creado una atmósfera extraña y aunque todos parecían estar de acuerdo yo tenía la sensación de que cualquier gesto inapropiado podía generar un conflicto. Transpiraban por la temperatura pero ninguno se desprendió del pañuelo o del saco para aliviarse. Yo era el único que estaba en camisa pero trataba de controlar mi lengua pese a mis excesos con el champán. El Doctor tomó la palabra:
—¿Saben porqué resulta muy sencillo descubrirlos? La respuesta está en la filosofía.
—¿En la filosofía? Muy complicado para mí. Soy reacio a las elucubraciones, pero continúe con su doctrina, Doctor—intervino el Juez algo perdido en su baño alcohólico— porque me niego a interrumpirlo. Lo escucho. Señores —continuó dirigiéndose a la mesa— estamos ante una revelación trascendental que nos permitirá mediante la filosofía desenmascarar a todos los criptojudíos del mundo.
El Doctor lo miró desconfiado. Sabía que estaba algo pasado de alcohol, pero lo estaban todos. Continuó:
—Voy a citar a Arthur Schopenhauer, al gran filósofo que odiaba a los judíos y también a las mujeres, lo que repruebo porque me parece una muestra de mal gusto. Decía Schopenhauer:«Dios dio a los judíos un olor especial para que pudieran reconocerse. En latin: faetus judaicus, un olor a judío, un olor único».
—Tenemos la solución —gritó desaforado el Juez—. Oler, oler judíos.—Y excitado por su hallazgo preguntó—: ¿Habrá algún judío entre nosotros?
—Dios nos libre —exclamó una de las rubias—. Yo huelo a Chanel número 5.
—Una forma de disimularlo—comentó el Ingeniero riendo.
—¿Por qué no comenzamos a buscar judíos ahora, aquí, entre nosotros? —insistió el Juez cada minuto más desaforado—. Me parece un juego encantador. Tal vez descubramos algo que nos sorprenda.
—Existe un riesgo —comentó el Ingeniero—. Schopenhauer menciona la palabra «reconocerse», lo que significa que quien descubre a un judío, también debería serlo. Tendremos—como diría un judío— dos judíos al precio de uno. Un gran negocio.
—Me parece una premisa falsa. Si fuera verdadera ningún cristiano podría descubrirlos— dijo la rubia de cabello corto— y la Inquisición no se quedó corta.
—Tiene razón mi hermana—adujo la otra rubia.
—Yo me refería al olor. Pero también se los reconoce por las narices—señaló el Doctor.
—Ese indicio puede ser falible —reflexionó el Ingeniero— muchos cristianos tenemos narices largas, empezando por mí.
El Doctor le respondió con ironía:
—Por algún motivo será. Le sugiero que no lo averigüue.
El Ingeniero respondió:
—No se mire al espejo, porque usted también puede sorprenderse.
El Doctor esbozó una sonrisa.
—Vayamos a lo complejo, al olor, al faetus judaicus.—gritó el Juez desbordado por el alcohol—.Yyo no soy judío y me siento capaz de descubrir a cualquier judío clandestino. Y ahora mismo lo haré.
El Juez se puso de pie y sin darme tiempo a reaccionar apretó mi cabeza con sus manos y como un payaso estúpido comenzó a olerla y a gritar:
—Eureka. En mi primer intento descubrí a un judío, un judío finlandés. Soy un genio.
Yo no sabía cómo reaccionar. Sonreí forzadamente pero el Juez apretaba con fuerza mi cabeza, bajaba la suya para olerme y fingía una mueca de asco:
—Este olor a judío da asco. ¿Cómo pueden soportarlo?
La sonrisa se había borrado de mi rostro y una sensación de rabia comenzó a dominarme:
—José María, por favor déejese de bromas. Ya es suficiente.
—¿Suficiente? Reconocé que olés a judío.
El Ingeniero intervino:
—José María, basta. No me gustan tus juegos pesados. Además estás poniendo en una situación incómoda a tu invitado. También a nosotros.
El Juez comenzó a aflojar sus garras y nuevamente se acercó a mi cabeza fingiendo que aspiraba su olor.
—Parece que me equivoqué. —Yy bajó la cabeza para olerme—.Nno es un olor a judío pero se le parece porque éste no se baña nunca—agregó forzando una carcajada.
Sentí mi palidez y mi impotencia pero nada hice. El Ingeniero se acercó al Juez y le dijo algo que no pude escuchar. El Juez se sentó y se encerró en un hermético silencio, pero cuando levantó la cabeza descubrí que el Doctor le hizo un guiño significativo insinuando lo que era evidente, que existía una relación íntima entre nosotros. El Juez me había traído a la reunión para exhibirme como un trofeo. Me sentí furioso y humillado sin saber cómo actuar ni que decir, pero logré dominar mis impulsos y me mantuve en silencio.
El Ingeniero pasó a mi lado y me tocó el hombro con su mano gelatinosa. Los demás me miraban con conmiseración.
De pronto el Juez se levantó de su asiento, vino a mi lado, comenzó a abrazarme y a besarme ante el estupor general:
—Perdoname, perdoname, no quise ofenderte. Solo fue una broma. Una broma estúpida.
Con todas las fuerzas que me restaban me desprendí de los brazos del Juez, me puse de pie y dije:
—Me tengo que ir. Adiós.
—Adiós—respondieron el Doctor y las hermanas. Nadie intentó detenerme.
Escuché la voz del Iingeniero y un «“ya nos veremos»”.
Yo intentaba entender, con mucha dificultad, lo que había sucedido. Ese juez hipócrita me estaba mintiendo, tal vez engatusando para sus fines inmundos mientras yo creía que era un amigo. Comenzó a dolerme el estómago.
Cuando cruzaba el ríio mirando cada piedra que pisaba escuché los gritos del Juez:
—Perdoname, fue una broma. Yo te aprecio.Te aprecio mucho.
Al llegar a la orilla me di la vuelta y me produjo una sensación de asco su figura patética que seguía pidiendo perdón acompañado por sus amigos.
Con toda la potencia de mi voz grité:
—No quiero verte nunca más. Nunca. Nunca más.
El Juez ¿escuchó mi respuesta? Lo ignoro.
Comencé a caminar sin rumbo. No sabía hacia dónde dirigirme. Sentía que estaba solo y abrumado por una humillación que me destruyó.
«¿Dónde me he metido?» me pregunté desesperado.«¿Qué debo hacer? ¿Habrá alguien con quien hablar sobre lo que me sucede?».
No pude encontrar ninguna respuesta.
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Autor: Abrasha Rotenberg. Título: La amenaza. Editorial: Tierra Trivium. Venta: Amazon
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