Si hay algo que mi viejo amigo Luis y yo tenemos en común es el tipo de mandíbula, de clase dos. O sea que la parte inferior está algo metida para dentro, lo que nos distancia del actual canon de belleza masculino y nos aboca (nunca mejor dicho) a la ignominia de la papada. Cuando se divorció, le dije: «Ni se te ocurra mencionar en Tinder la retrognatia mandibular (que así se llama nuestra deformidad o característica) y nunca subas fotos de perfil». Y lo ayudé con la mudanza y durante un tiempo le perdí la pista, porque siempre hay que establecer algo parecido a un cortafuegos con los divorciados, por si el incendio se propaga. Recuerdo también haberle dicho a Sabela que a mi amigo le iba a costar trabajo volver a encontrar pareja. «¿Por la retrognatia?», dijo ella. «No, porque es muy tímido y le cuesta abrirse; y lo del Tinder, no sé yo». Sin embargo, al poco de este diálogo recibí una llamada de Luis. Con voz animada nos invitaba a Sabela y a mí a cenar, para presentarnos a una amiga, cursivas que también escuchó mi mujer, pues había puesto el altavoz. Dijimos que sí, claro, y dos noches más tarde llamábamos al telefonillo del nuevo piso de soltero de nuestro anfitrión. Yo llevaba una botella de vino. Sabela, a la que le gusta regalar novelas cada vez que cena o come en casa ajena, había elegido para la ocasión una de Cărtărescu (en contra de mi criterio; no veía yo a Luis diseccionando metáforas protagonizadas por insectos, al menos en aquel momento de su vida). Así que subimos y nuestro amigo nos recibió emocionado y nervioso. Una mujer vestida de azul, con una copa de vino en una mano, nos esperaba en el salón. No voy a decir que era hermosa porque no lo era ni hacía falta; tampoco lo somos nosotros. Simplemente era una mujer vestida de azul que respondía al nombre de Trini. Nos presentamos, hablamos de todo un poco, bebimos algo y, para cuando nos sentamos a cenar, yo ya había dado el visto bueno a la nueva relación de mi amigo, al que veía francamente feliz. El menú, por otra parte, era sencillo, no se rompieron demasiado la cabeza. Muslitos de pollo al no sé qué regados con mucho vino, arroz, y unas croquetas de jamón de entrantes. Fue ahí, con las croquetas, cuando la amiga de Luis dio el giro narrativo a la velada del que trata este recuerdo, y que procedo sin más dilación a relatar. Hablaba yo en un momento dado de política nacional, pontificando como casi siempre, cuando Trini, que hasta entonces se había limitado a sonreír y a asentir cada vez que comentábamos algo, dijo: «España es un estercolero infecto. Habría que quemar el país hasta los cimientos y deshacerse de sus cenizas. Ojalá que algún aguerrido pueblo invasor asole estas tierras y nos pase a todos a cuchillo». Ni que decir tiene que el comentario dividió la noche en dos, porque ni venía a cuento ni existía confianza suficiente entre nosotros como para afirmar una majadería semejante. Además, lo había dicho sin inmutarse, a bote pronto, sin levantar la mirada de los muslitos, como si hablara consigo misma o se hubiera activado alguna suerte de hechizo. Luis estuvo ágil y cambió rápidamente de tema, y ya nos habíamos olvidado de la salida de tono, cuando la mujer volvió a ensimismarse. Hablaba en ese momento Sabela del patrimonio histórico nacional (le encanta el Arte), de la necesidad de destinar más fondos a su conservación, cuando la amiga de Luis dijo, de nuevo sin levantar los ojos del plato: «La lluvia no está pensada para caer sobre ninguna construcción humana. El destino de la lluvia es morir sobre los campos». La reflexión, todo hay que decirlo, me pareció hermosísima, pero no tenía razón de ser y a Sabela le afectó profundamente, desistiendo de continuar. Luis intentó otra vez desviar la conversación hacia otros temas menos controvertidos que la protección de catedrales y ruinas, pero no sirvió de mucho. Decidió hablar de la liga de fútbol y del reparto de los derechos televisivos, que a su juicio no tenía sentido. «Es la vida lo que carece de objeto. Muchas mañanas no puedo levantarme, ante el solo pensamiento de poner un pie en la calle», le cortó su amiga de cuajo, y Luis sonrió con su retrognatia característica, como si acabara de escuchar un chiste, lo que me hizo pensar que este tipo de comentarios se sucedían con frecuencia. No sé cuánto tiempo permanecimos en silencio, en todo caso el suficiente para tener que hablar sobre algo. Como apenas había probado bocado, se me ocurrió decir que yo no solía cenar mucho, que era más de comidas que de cenas. A lo que la amiga de Luis respondió: «Todo me da asco. Cuando cierro los ojos me cuesta volver a abrirlos. La vida es una carga insoportable». Y el anfitrión venga a sonreír, hasta que en cierto momento la mujer se excusó para ir al baño, instante que aproveché para preguntarle a Luis que a qué se dedicaba su amiga. Su respuesta, ni mi mujer ni yo la olvidaremos nunca. «A la ayuda a domicilio”, dijo tras una pausa que me pareció interminable, y Sabela emitió una risa nerviosa mientras yo relajaba hasta lo imposible mi mandíbula de clase dos. «¿A la ayuda a domicilio?», repetí. «Sí —confirmó Luis—. Pero creo que ya era así antes». Me cago en mi calavera, pensé, mientras tomaba la mano de mi mujer como hacía tiempo no lo hacía, aterrorizado por la posibilidad de que en el futuro no fuese ella quien me cambiase los pañales (y viceversa). El resto de la cena siguió por los mismos derroteros. Luis salió con su amiga un tiempo y la cosa no funcionó. Hace ya mucho de eso, pero yo todavía recuerdo a Trini y sus frases tremendistas. El destino de la lluvia es morir sobre los campos.
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