En el siglo XX, sin embargo, la vida musical se desintegró en una masa ingente de culturas y subculturas, cada una de ellas con su canon y su jerga propios. Algunos géneros han alcanzado más popularidad que otros; ninguno de ellos atrae realmente a las masas. Lo que gusta a un público, a otro le provoca dolores de cabeza. Las músicas hip-hop entusiasman a los adolescentes y espantan a sus padres. Canciones populares y ya clásicas que rompen los corazones de una generación anterior se convierten en algo kitsch e insípido a oídos de sus nietos.
Alex Ross en El ruido eterno (Seix Barral, 2009)
Escribo esto tras comprobar que el último festival de Eurovisión ha batido sus propios registros de audiencia. Está claro que el espectáculo atrae realmente a las masas por lo que, siguiendo el razonamiento de Alex Ross, lo más seguro es que no tenga nada que ver con la música. O al menos con la música capaz de conmover realmente, no sólo de asentar lo preconcebido.
Un concurso de este tipo sirve para disfrutar de las lapidaciones colectivas en Twitter, algo que une mucho. También legitima las melodías simplonas de las fábricas suecas y prolonga el éxito de lo cómodo en las listas de reproducción de toda Europa y de unos alrededores que llegan hasta a Australia. Las canciones a concurso no convencen o dividen realmente a quienes se las tragan. Todas, todas, todas vienen cortadas por el mismo patrón, aunque son matizadas con ritmos distintos para proyectar cierta diversidad cultural.
No hay nada que mueva de verdad a quienes las escuchan más allá del espectáculo competitivo, aunque hoy en plena resaca festivalera crean que sí. Todo es consumo rápido. De los 26 participantes recordaremos a uno o a ninguno dentro de dos años. Incluso quienes les apoyaron como fans en su momento más álgido los olvidarán. Más que música, lo que ofrece Eurovisión es anestesia. No hay ni pizca de rebeldía, profundidad, transgresión o ganas de otra cosa que no sea generar melodías prefabricadas y debatir sobre lo accesorio.
Nadie tiene miedo a un joven o a un adolescente que se considera eurofan.
Los adolescentes no existían antes de los años cincuenta: el término todavía no se había acuñado. Los niños se convertían en adultos sin pasar por una etapa intermedia. En los años cincuenta cambiaron las circunstancias económicas: los adolescentes tenían dinero para poder gastarlo en ropa y ocio. Y qué mejor que hacerlo en un sencillo de vinilo de siete pulgadas: un artículo que resumía a la perfección su nuevo poder adquisitivo.
Esta identidad adolescente suponía una amenaza para el orden existente.
Andrew O’Neill en La historia del Heavy Metal (Blackie Books, 2018)
Hay miles de estudios dedicados a explicar cómo se comportan las nuevas generaciones y cómo llegar a ellas a través de la comunicación y el márketing. La industria de la producción en serie de melodías tontorronas conoce muy bien esos informes. Los adultos no entendemos bien a quienes nos sucederán, es ley de vida, tratamos de comprender cómo transformarán el sistema, pero ya no tememos que lo derriben. Ya están dentro. Son algoritmos diseñados por treintañeros y cuarentones quienes forjan la identidad de los más jóvenes. Algoritmos como Eurovisión.
Las canciones del festival no asustan a nadie. No nacen de la creatividad de los jóvenes artistas que las defienden, están diseñadas por señores mayores apoyados en la estadística. Aunque en ocasiones utilicen mensajes aparentemente reivindicativos, al final son topicazos envueltos en una bolsa de cartón servida por un restaurante de comida rápida.
Se habla mucho de los «eternos adolescentes», pero puede que la adolescencia fuera algo propio del siglo XX, como «los duros de Franco o los hermanos Marx» que cantaban los 091. Los adolescentes daban miedo, y no hay amenaza en la actual reacción indignada ante lo que no nos gusta. La pataleta, no la rebeldía, se ha impuesto en el siglo XXI, en todos los rangos de edad. Eurovisión va ganándole por goleada a la música. Qué pena, más vale que el marcador nunca es definitivo.
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