¿Quién escribe la historia?, ¿puede realmente lo histórico convertirse en una narración que defina pormenorizadamente lo realmente acaecido?, ¿la narración histórica está al margen de los intereses de quien la escribe? Walter Benjamin, ante esta y otras preguntas semejantes que pudiéramos plantear, respondería que el pasado siempre deviene en una construcción interesada de todos aquellos sujetos que se erigen en los vencedores de la historia. Así pues, siempre que hablamos de lo histórico siempre lo hacemos a través de una crónica escrita por los que se encuentran en la cumbre de la tradición, tejida por manos interesadas que buscan obliterar tradiciones contrarias, y subversivas, respecto a la imperante.
El fantástico libro que ha escrito Edgar Straehle, Los pasados de la revolución, se asienta de lleno en esta tesis benjaminiana pero, no obstante, no se queda ahí y la expande conduciéndola hacia territorios que Benjamin no pudo explorar jamás. Tanto presente, pasado y futuro, efectivamente, se encuentran abiertos en canal a influjos, mutaciones e infecciones mutuas. Hay interpretaciones, recuperaciones, resignificaciones que provocan una mutación constante de lo que entendíamos que era nuestro pasado, de las raíces de nuestro presente así como de las expectativas en las que se abre nuestro porvenir.
Para realizar esta brillante reflexión sobre la temporalidad, Edgar se nutre de uno de sus temas de estudio más fecundo: la tradición revolucionaria. Sirviéndose de diferentes ejemplos históricos (revolución francesa, americana, rusa, haitiana…), observamos como las revoluciones no brotan ex nihilo, sino que, verdaderamente surgen de una tradición determinada. Es decir, la revolución, lejos de ser esa interrupción histórica que a modo de acontecimiento trastoca definitivamente el devenir histórico, se da a la sazón de un pasado y, como tal, lo redefine. Dicho de otra manera, las revoluciones, en tanto que se nutren de la savia de lo pretérito, generan nuevas líneas de continuidad a partir de la discontinuidad que plantean.
Así pues, las experiencias del pasado pueden leerse como campos de prueba en los que abrir las fronteras de un porvenir que constantemente se redefine, de la misma forma que lo hace el pasado del que se alimenta. Y es que realmente lo que le interesa a Edgar es la memoria y no tanto la historia como tal. Y su manera de entender la memoria siempre está vinculada con lo colectivo, con las interrelaciones. El tiempo se hace con otros, siempre hay interlocutores a partir de los cuales rasgar los velos narcisistas que velan cualquier experiencia genuina con la temporalidad. Así pues, la tradición, por ejemplo, jamás es unívoca, clausurada y sellada en su propio discurrir endogámico, sino que siempre está trazada por diversas tradiciones (incluso las que parecen, en una primera instancia, más antagónicas).
De esta manera nos movemos siempre en un tiempo incompleto, indigente, siempre en construcción y reformulación. Un tiempo que reniega sin paliativos de cualquier banalización del pasado así como de extirpación de la esperanza en un porvenir diferente. El futuro, como el presente y el pasado, se construye, está abierto a modificaciones en su raíz más abismal. Y lo mismo sucede con el pasado, tal y como hemos visto. Y precisamente, siguiendo a Enzo Traverso, esta apertura del pasado, que nos podría situar en un enaltecimiento de la melancolía, debe ser leída de manera diferente a la nostalgia: la melancolía debe ser considerada como una memoria y conciencia de las potencialidades inherentes de lo que ha acontecido pero que, sin embargo, todavía no se han extraído su infinidad de posibilidades.
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Autor: Edgar Straehle. Título: Los pasados de la revolución. Editorial: Akal. Venta: Todos tus libros.
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