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La ausencia inapelable

La ausencia inapelable

Las obras póstumas

Hace años tenía una postura firme y taxativa respecto a la publicación póstuma de los manuscritos condenados al olvido por expresa decisión de sus autores, que o bien no los consideraron dignos de ir a imprenta o bien los mantenían en barbecho, a la espera de que irrumpiesen el tiempo y las ganas suficientes para volver a ellos y desbrozar lo que, según su criterio, era aún puro matojo. Conservo la convicción de que el autor tiene plena potestad para marcar el rumbo de su obra, pero también he ido adquiriendo la certeza de que no siempre es la suya la voz más atinada para opinar acerca de sus propios textos. Hay razones para sospechar que nadie es imparcial a la hora de juzgar aquello que él mismo ha urdido y que le pertenece más que a ningún otro: puede que un exceso de autoestima lo lleve a otorgar a su creación unas cualidades que no existen o que, por el contrario, se sojuzgue hasta el extremo de considerar desechable lo que merece, cuando menos, un vistazo. En el segundo de los casos, es bien conocido el ejemplo de Kafka, que pidió que se destruyeran todos sus libros y al que por suerte no hizo caso quien asumió tras su muerte las funciones de albacea; en el primero, todos pondríamos citar títulos de libros que podrían no haber existido sin que la historia de la literatura se resintiera lo más mínimo a causa de su ausencia. No es un tema en el que piense mucho, pero vuelvo a él siempre que el mercado anuncia la aparición de una novela, o un ensayo, o un poemario, cuyo autor ya no pertenece al mundo de los vivos y que ve la luz gracias al empeño de unos herederos que han juzgado que el libro en cuestión goza de muchas más virtudes de las que su artífice quiso encontrar. Ocurre estos días con la novela póstuma de Gabriel García Márquez, que se ha presentado a los medios coincidiendo con la fecha en la que el escritor colombiano habría celebrado su cumpleaños, y que vendría a ser el resultado de un cotejo entre borradores que alumbra una versión a la que, desaparecida la única persona que podría dar sin oposición su visto bueno, cabe considerar definitiva. Hay quienes opinan que no debió publicarse aquello que no tuvo a García Márquez conforme del todo y quienes creen que cualquier cosa que tuviese entre bastidores reviste dignidad suficiente como para ser expuesta a la luz pública. Para la familia queda ese dilema moral y para los críticos o los académicos el juicio acerca de las bondades del libro, o del grado de excelencia que justifica o desaprueba su edición. Para los lectores —que supongo que, al final, son los que importan—, la llegada a las librerías de En agosto nos vemos abre la posibilidad del reencuentro con alguien de quien creímos que ya no volveríamos a tener noticias. Y eso, por imperfecto o desmadejado que sea el nuevo abrazo, no deja de constituir una pequeña causa de alegría.

Romper barreras

"Es un puritanismo doctrinal que dice poco de quienes lo esgrimen y me inspira bastante precaución como lector"

No dejo de sorprenderme cada vez que aterrizo en las diatribas mayestáticas de quienes reivindican la sacrosanta pureza de los géneros, obstinados en su voluntad de clasificar la literatura en compartimentos estancos y de censurar como nociva cualquier tentativa que se salga de la norma, como si no formara parte de la esencia del arte su vocación de transgredirse y los escritores tuviesen la obligación de tener a mano una especie de código que estipule hasta dónde deben llegar los límites de su creatividad y en qué territorios deben abstenerse de incurrir para evitar que se vea abocado a la perversión aquello que se traen entre manos. Es un puritanismo doctrinal que dice poco de quienes lo esgrimen y me inspira bastante precaución como lector, dadas las altas posibilidades de que quienes así piensan eviten pergeñar algo que supere lo conocido y supere la tentación de complacerse en la comodidad que siempre ofrece lo trillado. No recuerdo quién dijo una vez que cualquier artista debe sentirse urgido por obligación moral de traicionar a su público. La literatura, desde luego, acostumbra a dar obras verdaderamente notables cuando se enmienda la plana a sí misma.

En un aniversario

"Me acuerdo también de Michi, claro, a quien nunca conocí y que sin embargo, y sin él saberlo, propició todo aquello"

Creo que vi por primera vez El desencanto en marzo o abril de 2003, cuando el diario El País la relanzó en una colección de deuvedés que cumplimenté religiosamente desde el convencimiento —eran los tiempos anteriores a las plataformas digitales— de que era importante contar con una buena cineteca. Me había acercado a la obra de los Panero unos años antes, en Salamanca, gracias a un compañero de clase que era fiel devoto de los versos de Juan Luis y Leopoldo María, pero no sabía nada de sus laberintos familiares. La noche en que descubrí a Felicidad Blanc y, sobre todo, a Michi, aquel tercer hermano que optó por huir de la literatura y cuya presencia aportaba lucidez y coherencia al largometraje de Chávarri, no pude dejar de fascinarme ante sus testimonios en aquel documental que, tanto tiempo después de su estreno —habían transcurrido casi tres décadas por aquel entonces—, admitía ser interpretado como una película de terror. Un año después —recuerdo que fue en una cafetería, muy temprano, mientras leía el periódico apresuradamente y me disponía a caminar hacia la redacción en la que trabajaba, soliviantada por el ruido y la furia desencadenados por los atentados terroristas del 11 de marzo y el posterior resultado de las elecciones generales— tuve noticia de la muerte de Michi Panero, y me sorprendió no tanto que hubiese exhalado su último suspiro a una edad aún temprana como que lo hubiese hecho en Astorga, esa ciudad a la que repudió en su juventud y adonde tuvo prohibido volver. No sé por qué, pero recuerdo que en aquel momento me lo imaginé poblando, solo y abandonado, las interioridades achacosas de una mansión en ruinas. Pasó otro año hasta que me encontré con Nacho Vegas, que acababa de publicar la canción «El hombre que casi conoció a Michi Panero» y me contó la historia que se escondía detrás de sus estrofas: un tiempo atrás, durante un viaje a la localidad leonesa en la que acababa de avecindarse otra vez el menor de los Panero, había conocido a un chico que era amigo suyo y que lo visitaba con frecuencia; se ofreció a presentárselo, pero llegado el momento el chico en cuestión faltó a la cita, o se excusó con algún motivo, Y el encuentro no llegó a producirse. «Igual lo conoces», me dijo Nacho después de relatarme aquella anécdota, «trabaja o trabajaba en tu periódico». Lo conocía, efectivamente, aunque sólo habíamos hablado por teléfono, y cuando nos citamos para vernos en persona y comenzamos a charlar yo ya estaba leyendo cuanto caía en mis manos acerca de los Panero y andaba esbozando una novela al respecto de cuya idea primigenia terminaría saliendo algo más tarde un documental. Durante casi un lustro anduve enfrascado en los vericuetos privados de la familia y todavía hoy acude a mí de vez en cuando alguien que me solicita datos o conclusiones provenientes de aquella indagación, pero ha transcurrido tanto tiempo que apenas atino a dar respuesta porque me suena todo tan lejano como uno de esos sueños que, más que un recuerdo, dejan meras reminiscencias de su irrupción efímera en el subconsciente. Me escribe ahora Ángel García Alonso, aquel chico —ni él ni yo lo somos ya hoy, me temo— que fue amigo de Michi Panero y que también lo fue después mío, el que estuvo a punto de propiciar un encuentro que no se dio, pero que terminó alumbrando una canción, para recordarme que se cumple en estos días el vigésimo aniversario de la muerte de aquél cuya sombra tanto merodeamos. Cuando leo su mensaje me vienen a la memoria los viajes a Astorga y las horas que pasé en esa ciudad a la que apenas he vuelto desde entonces, la imagen de aquel caserón que vislumbré en ruinas y que ahora acoge un centro cultural, el perfil en sombra de unas calles que llegué a conocer casi al dedillo y por las que posiblemente me perdería si las recorro ahora, el eco de las conversaciones jocosas mantenidas en la nocturnidad de un bar que siempre cerraba con una canción de Jaume Sisa y el silencio levítico de las plazas que cruzábamos a altas horas de la madrugada. Me acuerdo también de Hugo, con el que tanto me reí y tanto discutí, y que era capaz de recitar de memoria diálogos enteros de El desencanto, y que se murió cuando estaba dando la pandemia sus coletazos últimos, y de la voz rota de Ángel cuando me telefoneó para contármelo. Y me acuerdo del Kanky, y de Roberto, y de Óscar, y de todos los que en aquella época terminaron por conformar una pandilla recurrente y a los que hace mucho que no veo. Me acuerdo también de Michi, claro, a quien nunca conocí y que sin embargo, y sin él saberlo, propició todo aquello. Supongo que de haber sido conocedor de nuestras intenciones habría esbozado una de esas muecas en las que de forma extraña se entremezclaban la ternura y el desprecio, pero no es óbice para que le guarde una suerte de gratitud póstuma por lo que, sin pretenderlo ni saberlo, me brindó, ni evita que le dedique un recuerdo entre desentendido y afectuoso ahora que cumple veinte años su ausencia inapelable.

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