Reinhold Messner suele recordar que el Club Alpino Austro-Alemán expulsó a los judíos en 1919 y les prohibió la entrada en los refugios. Dice que eso pasó “por el espíritu gregario de demasiados alemanes”, por su “reverencia ovejuna a la autoridad”. Y que mantener una voz propia es el mejor antídoto contra el fascismo.
Messner fue el primero en coronar los catorce ochomiles, pero fue, sobre todo, el montañero que abrió su propio camino. El himalayismo funcionaba como una variante de la exploración y conquista del planeta, como una guerra —simbólica pero muy seria— entre países que querían clavar banderas: los franceses en el Annapurna, los italianos en el K2, los alemanes y austriacos en el Nanga Parbat, los británicos en el Everest… Eran grandes expediciones nacionales, con jerarquía y logística militar. “La literatura de montaña está redactada con el lenguaje de los soldados”, denunció Messner. Él buscó un montañismo personal, ligero y creativo: vías nuevas, escaladas solitarias, ascensiones invernales, sin soldados que abrieran camino a un capitán. En 1978 alcanzó con Habeler el Everest sin oxígeno extra, algo que se creía imposible. Allí se sintió un humano reducido a la mínima expresión, apenas un pulmón jadeante, y no entendía que eso representara a ningún país.
Messner nació en el Tirol del Sur, es italiano de lengua alemana. Cuando volvió del Everest, las noticias decían que había sacado la bandera sudtirolesa en la cumbre. En pleno recibimiento masivo, lo negó: “No escalé por el Tirol del Sur, ni por Italia, ni por Austria. Nadie puede subir al Everest en nombre de otro”. Se puso de pie ante el público, se sacó el pañuelo del bolsillo y lo agitó en el aire: “Esta es mi única bandera”.
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