Sucede cuando estamos cansados de la rutina, de lo conocido y de lo previsible; cuando queremos abandonar un ritmo aplastante. Partimos, sin mirar atrás, lejos de nuestro lugar de encierro habitual. Ahora que se acaba el verano y volvemos a esa ineludible rutina, conviene recordar (e incluso recuperar) ese especial estado de ánimo de que gozamos al viajar. Cuando nuestra mente se abre a cuanto pueda suceder y aprende de cualquier cosa que aparezca frente a nosotros por primera vez.
Entre las cosas que he descubierto este verano, destaca una peculiar máquina expendedora. Se encuentra en la estación de tren de Brașov, en Rumanía, preciosa ciudad y recomendable destino para quien quiera visitar el país de Drácula, dicho sea de paso. De lejos puede pasar por cualquier máquina de bebidas o tentempiés, pero lo curioso es que, en lugar de los habituales refrigerios, despacha libros.
Al otro lado del cristal se suceden estanterías con diversos títulos y, bajo cada uno de ellos, un precio y un número que teclear en el lado derecho del aparato. Tras pagar el módico importe, las clásicas espirales giran para dejar caer el libro de turno en la parte inferior, en donde se puede recuperar metiendo la mano por la clásica trampilla. Además, una página web permite reservar cualquier ejemplar y recogerlo en la máquina que queramos, sin coste añadido, para asegurarnos de que encontramos el título deseado en el momento indicado. El principio es sencillo y supongo que ya existe en otras ciudades y países, pero no deja de ser curioso. Una máquina capaz de saciar nuestra sed lectora en cualquier lugar e instante, que viene en nuestro auxilio si, con las prisas, olvidamos meter un libro en la maleta, o si devoramos antes de lo previsto el que elegimos para acompañarnos en nuestro viaje. Lo más parecido que había visto antes era una máquina distribuidora de historias, que encontré en las gasolineras francesas hace un tiempo y cuya presencia se ha extendido por las estaciones de tren del país galo, como pude comprobar a mi regreso.
Cuando deshice mi maleta, encontré en ella una certeza: se ha ganado una batalla en Brașov. Una más de esa guerra que enfrenta a los libros de papel con los electrónicos. Desde que empezó la contienda, las armas de las letras virtuales se han multiplicado y perfeccionado, con ebooks mejorados, pantallas de enorme calidad, tabletas multifuncionales y todo tipo de teléfonos móviles. Ante esa temible armada, miro a la máquina expendedora de Brașov como si fuera mucho más que un escudo protector, porque, además de amparar al libro tradicional, es capaz de darle una nueva vida. Durante un tiempo probé la lectura en cada uno de los formatos digitales y acabé volviendo al tacto de la página impresa, al calor del hogar, que mis manos y mis ojos tanto agradecieron. Desde que empezó la guerra, muchos creyeron que el libro impreso tenía las horas contadas y no volvería a recuperar su esplendor, pero lo cierto es que nunca lo ha perdido. Los nuevos formatos conviven con los antiguos y el placer de ir a una biblioteca, o a una librería, se ha vuelto incluso más deseado que antes.
Recuerdo mirar a mi alrededor, en la estación de Brașov, y verme asediado por decenas de cabezas gachas frente sus cautivadores teléfonos. Y en medio de esa legión de pantallas, destacaban muchos más libros de papel de los esperados, últimos combatientes de una incansable retaguardia, ayudados por una simple máquina expendedora. Militantes de una resistencia que se organiza con determinación. Y a la que todavía queda fuerza para rato.
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