El autor de Aunque caminen por el valle de la muerte (Literatura Random House) cuenta en este artículo el proceso de documentación realizado para reconstruir en clave de ficción la batalla de Najaf.
Hacia finales de 2009, poco después de la publicación de Los bosques de Upsala (Alfaguara), empecé a barruntar la posibilidad de escribir una novela sobre un mercenario que, tras pasar algunos años batallando en Afganistán, regresa al hogar. Y la idea me gustó tanto que apenas dos meses después me encontraba viajando por Europa a la caza de contratistas militares, nombre con el que hoy se conoce a estos profesionales de la guerra. Sin embargo, tras más de un año realizando entrevistas por todo el continente y con la investigación ya casi concluida, tropecé con un mercenario español que habría de darme el esqueleto de lo que posteriormente sería Aunque caminen por el valle de la muerte (Literatura Random House), novela en la que reconstruyo, en clave de ficción, la batalla más importante de cuantas ha librado el ejército español en los últimos cincuenta años.
Nos citamos en un bar de Madrid, una tarde de otoño, cerca de la Estación de Atocha. Recuerdo que nos sentamos en un rincón del local, evitando de este modo alarmar a los otros clientes con una conversación repleta de muertos, banderas y minutas. Se trataba de un ex soldado del ejército de Tierra —o no— que había abandonado el cuerpo al reparar en que, sin padrinos ni abolengos, jamás ascendería en el escalafón militar y que se había reciclado como mercenario enrolándose en una empresa privada militar que empezaba a operar en cierto país europeo. Charlamos durante varias horas, nos pimplamos dos o tres cervezas, viajamos por Oriente Medio a través de sus recuerdos. Hasta que en cierto momento me dijo: «De todas formas, no entiendo por qué quieres escribir una novela sobre un mercenario ficticio cuando tienes una historia real en la que intervinieron soldados españoles y mercenarios estadounidenses». Le pedí que me contara esa historia.
Así fue como descubrí la batalla de Najaf. Durante las siguientes semanas, enfebrecido por aquella revelación, traté de recopilar toda la información posible sobre el enfrentamiento, y enseguida concluí que, salvo algunos artículos periodísticos y ciertos comentarios colgados en la red, no había casi ningún documento digno de mención. Los únicos que se habían preocupado por recoger aquella historia en un libro eran Lorenzo Silva y Luis Miguel Francisco, que le dedicaban un capítulo en su no-ficción Y al final la guerra (La Esfera, 2006/Crítica, 2014). Pero nada más. Desierto bibliográfico para una historia extraordinaria. El sueño de todo escritor.
Mi primer impulso fue acudir al Ministerio de Defensa solicitando entrevistar a algunos de los militares implicados en la batalla. Craso error o, mejor dicho, error propio en alguien que nunca había metido las narices en asuntos castrenses. Es cierto que jamás me denegaron el permiso para introducir una grabadora en los cuarteles, pero también lo es que no movieron ni un dedo para concedérmelo. Mi petición quedó suspendida en un limbo administrativo, en un laberinto telefónico, en un castillo kafkiano del que sólo pude salir cuando comprendí que no tenían la más mínima intención de facilitarme el trabajo. A fin de cuentas, yo quería hurgar en la herida de Irak y había que ser muy ingenuo para pensar que me abrirían las puertas de par en par.
Pero soy un hombre tenaz, así que seis meses después, tras realizar una infinidad de llamadas y enviar centenares de correos electrónicos, me embarqué en un vuelo rumbo a Estados Unidos, donde había concertado entrevistas con los integrantes de la 711th Signal Battalion de la Guardia Nacional de Alabama, con mercenarios de la compañía privada militar Blackwater, con funcionarios de la antigua Autoridad Provisional de la Coalición y con otros representantes del gobierno norteamericano presentes en Base Al-Andalus (Najaf) el día en que el autoproclamado Ejército del Mahdi atacó el cuartel español.
Empezar la investigación en Estados Unidos me llevó a sacar conclusiones precipitadas sobre los acontecimientos de aquella jornada, ya que la mayoría de entrevistados guardaba un mal recuerdo no tanto de los soldados de la Brigada Plus Ultra II como de sus mandos, a quienes acusaban de falta de determinación a la hora de actuar. Estas opiniones negativas se veían ratificadas por los documentos (diarios personales, informes internos, correos electrónicos y algún que otro legajo del que no puedo dar cuenta aquí) de los que me hicieron entrega, así como por la amplia bibliografía existente en Estados Unidos sobre la batalla de Najaf. En la mayoría de esos libros se ensalza la defensa del cuartel por parte de las tropas salvadoreñas y estadounidenses, incluyendo a los mercenarios de Blackwater, y se denigra en mayor o menor medida a la española. Especialmente reseñable en este aspecto son las memorias de L. Paul Bremer III, tituladas My year in Iraq (Simon & Schuster, 2006), en las que el embajador tilda a nuestros soldados de cobardes y en las que se mofa abiertamente de nuestros políticos al explicar que, cuatro horas después de que empezara el ataque, la embajada española en Irak y el Ministerio de Asuntos Exteriores no tenían ni repajolera idea de lo que estaba ocurriendo.
Tras recorrer medio Estados Unidos buscando a los testigos del combate y recopilando todo tipo de información, di el salto a El Salvador. Allí me esperaban algunos representantes del Batallón Cuscatlán II, quienes mostraron desde un principio un respeto mayúsculo hacia el ejército español. De hecho, lo primero que me recordaron fue que cuatro blindados de la Brigada Plus Ultra II abandonaron Base Al-Andalus, con el riesgo que esto comportaba, para rescatar a un grupo de salvadoreños e iraquíes que había quedado aislado en un campo de entrenamiento cercano al cuartel. Aquella acción fue, qué duda cabe, de una heroicidad sin igual, y los ex miembros del Batallón Cuscatlán II la agradecían de todo corazón. Pero, lógicamente, también tenían sus opiniones sobre el modo en que transcurrieron los hechos durante el resto de la jornada, resaltando su percepción de que los soldados españoles estaban atados de pies y manos al haber sido enviados a Irak con unas «reglas de enfrentamiento restrictivas» que ellos obedecían a rajatabla. En este sentido, los militares entrevistados en El Salvador fueron tajantes a la hora de reconocer que, aunque ellos también llegaron a Irak en misión de pacificación y aunque tenían igualmente una «carta de entendimiento restrictiva», tomaron ciertas decisiones ofensivas que en otro contexto no habrían sido pertinentes. Dichas decisiones, me dijeron, sólo pueden ser tomadas cuando sabes que tus políticos te respaldan, algo que, en opinión de aquellos hombres, no ocurría en España.
El último viaje fue el más complicado. La reconstrucción de la batalla no sería nunca fidedigna si no incorporaba el punto de vista iraquí, motivo por el cual hice por última vez las maletas y, con los nervios a flor de piel, me planté en Irak, donde logré entrevistar —con la ayuda de Flayeh al-Mayali, un fixer sobre quien se podría escribir toda una novela, ya que fue abandonado por el ejército español en la prisión de Abu Ghraib sin que llegara a ser jamás juzgado— a milicianos y altos mandos del Ejército del Mahdi, consiguiendo reconstruir la batalla desde la perspectiva contraria. Si algo resultó evidente en Irak fue que, pese al buen recuerdo que los nativos guardaban de la Brigada Plus Ultra II —a cuyos integrantes consideraban amigables y respetuosos—, la ciudadanía se sentía traicionada por los políticos españoles. De hecho, recuerdo perfectamente a un sheij que me dijo: «Los españoles vinieron en misión de pacificación. Sin embargo, cuando llegaron reinaba la paz, pero cuando se fueron estábamos en guerra». Razón no le faltaba. Porque, pese a que el alzamiento del Ejército del Mahdi fue provocado por el ejército estadounidense, lo cierto es que Najaf estaba bajo protección española y que fue durante nuestra regencia cuando el pueblo chií se alzó en armas. En otras palabras: fuimos a establecer la paz y provocamos una guerra. Así pues, misión no cumplida.
Dos años después de iniciar la investigación, con unas doscientas entrevistas guardadas en un pen-drive, volví a llamar a las puertas del Ministerio de Defensa. Les expliqué que había viajado a los países implicados en la batalla, les dije que ahora eran ellos los interesados en darme su versión de los hechos, les aclaré que, si me obligaban a escribir el libro sólo con la información recopilada en Estados Unidos, El Salvador e Irak, el ejército español quedaría en entredicho. Y yo no quería eso. Por supuesto que no lo quería. Porque lo que yo buscaba era simplemente contar la Verdad, explicar a los españoles lo que nuestros chicos habían vivido en Najaf, romper con el silencio al que están sometidos unos soldados que no sólo ven sus hazañas minimizadas por el gobierno, sino que tienen la sensación —y así me lo manifestaron muchos de ellos— de que a la población no le importa un pimiento lo que ellos hicieron para salvaguardar, al menos en su opinión, la honra nacional.
Esta vez me abrieron las puertas del Ministerio de Defensa y me concedieron unas entrevistas que, eso sí, fueron realizadas bajo una estricta supervisión oficial, algo que no ocurrió en ninguno de los otros tres países. Por fortuna, también conseguí contactar con algunos soldados que ya habían abandonado el ejército y con otros que hablaron conmigo de forma anónima. Y entonces la cosa cambió. De pronto afloraron historias valerosas que, en su empeño por no hablar abiertamente del tema, el Ministerio también ocultaba. Aquellas entrevistas me permitieron comprender que la tropa actuó en la medida que se le permitió actuar y que, si los soldados de otros países se quedaron con la sensación de que la Brigada Plus Ultra II no luchaba como era de esperar, fue porque Madrid no parecía ser consciente de cuanto estaba ocurriendo en Najaf. Y esto se demuestra con dos simples ejemplos: uno, en sus Memoria de entreguerras (Planeta, 2005), Federico Trillo apenas dedica dos párrafos a la batalla más importante librada por el ejército español en el último medio siglo, y dos, José Bono, con quien pude charlar sin que me permitiera usar la grabadora, me dijo que lo de Najaf no fue una auténtica batalla, «sino un tiroteo menor». Creo que queda todo dicho al respecto.
Para concluir, sólo añadiré que, a la hora de sentarme al fin frente al ordenador, me planteé tres opciones: primera, escribir una novela en la que, siendo consciente de mi nacionalidad, alabara la actuación española y olvidara la versión de los otros participantes en la batalla; segunda, escribir una no-ficción en la que narrara mi investigación y en la que fuera detallando de un modo aséptico las perspectiva de cada una de las banderas; y tercera, confeccionar una novela que, en vez de basarse en los documentos oficiales —que siempre están teñidos de diplomacia y que muchas veces no reflejan la auténtica opinión de quienes los redactaron, como bien pude comprobar entrevistando personalmente a todas aquellas personas—, recogiera los puntos de vista de quienes tuvieron realmente las botas en el suelo, opción que me obligaría a explicar los hechos tal y como los vivieron los participantes, esto es, tal y como ellos creyeron que ocurrían, siempre sin olvidar que estar en un lugar no implica que entiendas lo que está ocurriendo en ese lugar. Me incliné por la tercera opción porque, como dice un amigo, «cuando tienes una gran historia en tus manos, has de esforzarte para que llegue al mayor número de lectores posible». Y eso sólo se consigue con el género de la novela. Pero, evidentemente, las novelas se sustentan sobre una premisa irrefutable: son ficción. La batalla de Najaf, igual que el Desastre de Annual que Ramón J. Sender relató en Imán, fue un caos difícil de ordenar. En mi novela se da una posible versión de los hechos, la que me ha parecido más coherente a tenor de la información recabada. Pero puede —y de hecho debe— haber más versiones. Todas son lícitas, todas fueron posibles, todas han sido escritas con honradez. La mía es una más. Porque, como dejó escrito Friedrich Nietzsche, «no existen los hechos, sino la interpretación de los hechos».
Autor: Álvaro Colomer. Título: Aunque caminen por el valle de la muerte. Editorial: Random House. Venta: Amazon y Fnac
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