Sus historias son sensaciones. Sus cuentos trozos de vida. Imágenes poderosas que nos cuesta descifrar. A continuación puedes leer La bella y la bestia o La herida demasiado grande, de Clarice Lispector.
La bella y la bestia o La herida demasiado grande, de Clarice Lispector
Comienza:
Bien, entonces salió del salón de belleza por el ascensor del hotel Copacabana Palace.
El chófer no estaba ahí. Miró el reloj: eran las cuatro de la tarde. Y de repente se acordó: le había dicho
al «señor» José que la viniera a recoger a las cinco, no habiendo calculado que no se arreglaría las uñas
de los pies ni de las manos, solamente masaje.
¿Qué debía hacer? ¿Tomar un taxi? Pero tenía consigo un billete de quinientos cruceiros y el taxista
no tendría cambio. Había traído dinero porque el marido le había dicho que nunca se debe andar sin nada.
Se le ocurrió volver al salón de belleza y pedir dinero.
Pero… —pero era una tarde de mayo y el aire fresco era una flor abierta con su perfume—.
De esta manera pensó que era maravilloso e inusitado permanecer de pie en la calle, con el viento que
movía sus cabellos. No se acordaba de cuándo había sido la última vez que había estado sola consigo misma.
Tal vez nunca.
Siempre estaba ella con otros, y en esos otros ella se reflejaba y los otros se reflejaban en ella.
Nada era… era puro —pensó sin entenderse—. Cuando se vio al espejo —la piel trigueña por los baños de sol
hacía resaltar las flores doradas cerca del rostro en los cabellos negros—, se contuvo para exclamar un
«¡Ah!» —pues ella era una entre cincuenta millones de unidades de gente bonita—.
Nunca hubo —en todo el pasado del mundo— alguien que fuera como ella. Y después, en tres trillones de
trillones de años, no habría una chica exactamente como ella.
«¡Yo soy una llama encendida! ¡Y doy brillo y resplandor a toda esa oscuridad!»
Este momento era único, y ella tendría durante la vida miles de momentos únicos.
Hasta sudó frío en la frente, por serle dado tanto y tomado ávidamente por ella.
«La belleza puede llevar a la especie de locura que es la pasión.»
Pensó: «Estoy casada, tengo tres hijos, estoy segura».
Ella tenía un nombre para preservar: era Carla de Sousa y Santos.
Eran importantes el «de» y el «y»: señalaban la clase y cuatrocientos años de abolengo carioca.
Vivía en las manadas de mujeres y hombres que, sí, que simplemente «podían». ¿Podían qué?
Bien, simplemente podían. Y para colmo, viscosos, pues el «podía» de ellos estaba bien aceitado
en las máquinas que funcionaban sin el ruido de metal oxidado. Ella, que era una potencia.
Una generación de energía eléctrica. Ella, que para descansar usaba los viñedos de su granja.
Poseía tradiciones podridas pero de pie. Y como no había ningún nuevo criterio para sustentar las vagas
y grandes esperanzas, la pesada tradición aún estaba en vigor.
¿Tradición de qué? De nada, si se quisiera indagar. Tenía a su favor tan sólo el hecho de que los habitantes
tenían un largo linaje tras de sí, lo que, a pesar del linaje plebeyo, bastaba para darles una cierta pose
de dignidad.
Pensó de esa manera, hecha un lío. «Ella que, siendo mujer, lo que le parecía gracioso ser o no ser,
sabía que, si fuera hombre, naturalmente sería banquero, cosa normal que sucediera en los “de ella”,
es decir, de su clase social, a la cual el marido, no obstante, había llegado por el mucho trabajo y lo
clasificaba de self-made man mientras que ella no era una self-made woman».
Al final del largo pensamiento, le pareció que, que no había pensado en nada.
Un hombre sin una pierna, apoyándose en una muleta, se paró delante de ella y le dijo:
—Señorita, ¿me da una moneda para comer?
«¡¡¡Auxilio!!!», se gritó a sí misma al ver la enorme herida en la pierna del hombre. «Dios, ayúdame»,
dijo bajito.
Estaba expuesta a ese hombre. Estaba completamente expuesta. Si se hubiera puesto de acuerdo con
el «señor» José sobre la salida en la avenida Atlántica, el hotel donde quedaba el salón de belleza, no
permitiría que «esa gente» se aproximara.
Pero en la avenida Copacabana todo era posible: personas de toda clase. Por lo menos de clase diferente
a la de ella. «¿De la de ella?» «¿Qué clase de ella era para ser “de la de ella”?»
Ella, los otros. Pero, pero la muerte no nos separa, pensó de repente y su rostro tomó el aire
de una mascarilla de belleza y no de belleza de gente: su cara por un momento se endureció.
Pensamiento del mendigo: «Esta doña con la cara pintada y con estrellitas doradas en la cabeza, o no me da
o me da muy poco».
Se le ocurrió entonces, un poco cansado: «… o me dará casi nada».
Ella estaba espantada: como prácticamente no andaba por la calle —iba en coche de puerta a puerta—,
llegó a pensar: ¿él me va a matar? Estaba atarantada y preguntó:
—¿Cuánto es lo que se acostumbra a dar?
—Lo que la persona pueda dar y quiera dar —respondió el mendigo sorprendidísimo.
Ella, que no pagaba el salón de belleza, el gerente de éste mandaba cada mes su cuenta a la secretaria
de su marido. «Marido.» Ella pensó: ¿El marido qué haría con el mendigo? Sabía que: nada.
Ellos no hacen nada. Y ella: ella era «ellos» también. ¿Todo lo que pueda dar? Podía darle el banco del
marido, podía darle su departamento, su casa de campo, sus joyas…
Pero algo que era la avaricia de todo el mundo, preguntó:
—¿Quinientos cruceiros es suficiente? Es todo lo que traigo.
El mendigo la miró espantado.
—¿Se está burlando de mí, señorita?
—¿¿Yo?? No, para nada, yo traigo en verdad los quinientos en la bolsa…
La abrió, sacó el billete y se lo entregó humildemente al hombre, casi pidiéndole disculpas.
El hombre se quedó perplejo.
Y después riendo, mostrando las encías casi vacías:
—Mire —dijo él—, o usted es muy buena o no está bien de la cabeza… Pero, acepto, no vaya a
decir después que la robé, nadie me va a creer. Era mejor haberme dado cambio.
—Yo no traigo cambio, sólo tengo este billete de quinientos.
El hombre pareció asustarse, dijo algo casi incomprensible a causa de la mala dicción por sus pocos
dientes.
Mientras tanto, en su cabeza pensaba: comida, comida, buena comida, dinero, dinero.
La cabeza de ella estaba llena de alegría, júbilo, festejo. ¿Festejando qué? ¿Festejando la herida ajena?
Una cosa los unía: ambos tenían la vocación por el dinero. El mendigo gastaba todo lo que tenía,
mientras el marido de Carla, banquero, coleccionaba dinero.
Su medio de vida era la Bolsa de Valores, e inflación, y lucro.
El medio de vida del mendigo era la redonda herida abierta. Y, para colmo, debía de tener miedo en quedar
curado, adivinó ella, porque, si quedara bien, no tendría qué comer, eso lo sabía Carla: «El que no tiene
buen empleo después de cierta edad…».
Si fuera joven, podría ser pintor de paredes. Como no lo era, invertía en la herida grande en carne viva
y purulenta. No, la vida no era bella.
Ella se recargó en la pared y decidió deliberadamente pensar.
Era diferente porque no tenía el hábito y ella no sabía que pensamiento era visión y comprensión y que
nadie podía intimarse así: ¡piense! Bien.
Pero suele suceder que decidir es un obstáculo. Entonces se puso a mirar hacia dentro de sí y realmente
empezaron a acontecer. Sólo que tenía los pensamientos más tontos. Así: ¿este mendigo sabe inglés?
¿Este mendigo ya ha comido caviar, bebiendo champaña? Eran pensamientos tontos porque claramente
sabía que el mendigo no hablaba inglés, ni había probado el caviar ni la champaña. Pero no se pudo
impedir el ver nacer en ella otro pensamiento absurdo: ¿él ya ha practicado deportes de invierno en Suiza?
Entonces se desesperó. Se desesperó tanto que le llegó el pensamiento hecho de tan sólo dos palabras:
«Justicia Social».
¡Que mueran todos los ricos! Sería la solución, pensó alegre. Pero ¿quién les daría dinero a los pobres?
De repente, de repente todo paró. Los ómnibus pararon, los coches pararon, los relojes pararon, las personas
en la calle se inmovilizaron, sólo su corazón latía, ¿y para qué?
De repente vio que no sabía dirigir el mundo.
Era una incapaz, con los cabellos negros y las uñas largas y rojas. Ella era eso: como una fotografía en color
fuera de foco. Hacía todos los días la lista de lo que necesitaba o de lo que quería hacer al día siguiente:
era de ese modo como se había relacionado con el tiempo vacío.
Simplemente ella no tenía qué hacer. Hacían todo por ella. Hasta incluso los dos hijos:
pues bien, había sido el marido quien había determinado que tendrían dos…
«Se tiene que echarle ganas para triunfar en la vida», le había dicho el abuelo muerto.
¿Sería ella, por casualidad, «triunfadora»? Si triunfar fuera estar en plena tarde clara en la calle, con la cara
embadurnada de maquillaje y lentejuelas doradas… ¿Era eso triunfar? Qué paciencia tenía que tener consigo
misma. Qué paciencia tenía que tener para salvar su propia vida pequeña. ¿Salvarla de qué? ¿Del juicio?
Pero ¿quién juzgaba? Sintió la boca completamente seca y la garganta con fuego: exactamente como cuando
tenía que someterse a los exámenes escolares. ¡Y no había agua! ¿Sabes lo que es eso, no haber agua?
Quiso pensar en otra cosa y olvidar el difícil momento presente. Entonces recordó frases de un libro
póstumo de Eça de Queirós que había estudiado en la secundaria: EL LAGO DE TIBERÍADES
resplandeció transparente, cubierto de silencio, más azul que el cielo, todo orlado con prados floridos,
con densos vergeles, con rocas de pórfido, y con albos terrenos por entre los palmares, bajo el vuelo de
las tórtolas».
Lo sabía de memoria porque, cuando adolescente, era muy sensible a palabras y porque deseaba para sí misma
el destino de resplandor del lago de TIBERÍADES.
–
Tuvo unas ganas inesperadamente asesinas: ¡las de matar a todos los mendigos del mundo!
Solamente para que ella, después de la matanza, pudiera disfrutar en paz su extraordinario bienestar.
No. El mundo no susurraba.
¡¡¡El mundo gri-ta-ba!!! Por la boca desdentada de este hombre.
La joven señora del banquero pensó que no iba a soportar la falta de afabilidad que le arrojaban en el rostro
tan bien maquillado.
¿Y la fiesta? Qué diría en la fiesta, cuando bailara, qué le diría al compañero que la tendría entre sus brazos…
Lo siguiente: mire, el mendigo también tiene sexo, dijo que tenía once hijos. Él no va a reuniones sociales,
él no sale en las columnas del Ibrahim, o del Zózimo, él tiene hambre de pan y no de pasteles, él en verdad
sólo debería comer papilla de harina de trigo o mandioca, pues no tiene dientes para masticar carne…
«¿Carne?» Recordó vagamente que la cocinera le había dicho que el «filete miñón» había subido de precio.
Sí. ¿Cómo podría ella bailar? Sólo si fuera una danza loca y macabra de mendigos.
No, ella no era una mujer de desvanecimientos o melindres ni se iba a desmayar o sentirse mal.
Como algunas de sus «compañeritas» de sociedad. Sonrió un poco al pensar en términos de «compañeritas».
¿Compañeras de qué? ¿De vestirse bien? ¿De dar cenas para treinta o cuarenta personas?
–
Ella misma, aprovechando el jardín en el verano que se extinguía, había ofrecido una recepción,
¿para cuántos invitados? No, no quería pensar en eso, se acordó (¿por qué sin el mismo placer?)
de las mesas esparcidas sobre el césped, a la luz de las velas… «¿Luz de las velas?» Pensó, ¿pero estoy loca?
¿He caído en un esquema? ¿En un esquema de gente rica?
«Antes de casarse era de clase media, secretaria del banquero con quien se había casado y ahora:
ahora luz de velas. Yo estoy jugando a vivir», pensó, «la vida no es eso».
«La belleza puede ser una gran amenaza.» La extrema gracia se confundió con una perplejidad y una honda
melancolía.
«La belleza asusta.» «Si yo no fuera tan bonita habría tenido otro destino», pensó, arreglándose las flores
doradas sobre los negrísimos cabellos.
Ella, una vez, había visto a una amiga totalmente con el corazón sufrido y dolido, y loco por una fuerte pasión.
Entonces no había querido nunca experimentarla. Siempre había tenido miedo de las cosas demasiado bellas
o demasiado horribles: es que no sabía en sí cómo responderles y si respondería, si fuera igualmente bella
o igualmente horrible.
Estaba asustada como cuando había visto la sonrisa de la Mona Lisa, ahí, a la mano en el Louvre.
Cómo se había asustado con el hombre de la herida o con la herida del hombre.
Tuvo ganas de gritarle al mundo: «¡Yo no soy mala! ¡Soy un producto de no sé qué, cómo saber de esta miseria
del alma!».
Para cambiar de sentimiento —puesto que ella no los aguantaba y le daban ganas de, por desesperación,
de dar un puntapié violento en la herida del mendigo—, para cambiar de sentimientos pensó: éste es mi segundo
matrimonio, es decir, el marido anterior estaba vivo.
Ahora entendía por qué se había casado desde la primera vez y estaba en subasta: ¿quién da más?,
¿quién da más? Entonces está vendida. Sí, se había casado por primera vez con el hombre que «daba más»,
lo había aceptado porque él era rico y estaba un poco por encima del nivel social de ella. Se había vendido.
¿Y el segundo marido? Su matrimonio estaba terminando, él con dos amantes… y ella soportando todo porque
una ruptura sería escandalosa: su nombre era demasiado citado en las columnas sociales.
¿Y volvería ella a su nombre de soltera? Hasta acostumbrarse a su nombre de soltera, iba a tardar mucho.
Además, pensó riéndose de sí misma, además, ella aceptaba al segundo porque le daba un gran prestigio.
¿Se había vendido a las columnas sociales? Sí. Descubría eso ahora. Si hubiera para ella un tercer matrimonio
—pues era bonita y rica—, si lo hubiera, ¿con quién se casaría? Empezó a reír un poco histéricamente porque
había pensado: el tercer marido era el mendigo.
De repente le preguntó al mendigo:
—¿Usted habla inglés?
El hombre ni siquiera sabía lo que ella le había preguntado. Pero obligado a responder, pues la
mujer ya lo había comprado con tanto dinero, salió con una evasiva:
—Sí, claro. ¿Pues no estoy hablando ahora mismo con usted? ¿Por qué? ¿Usted es sorda? Entonces
voy a gritar: HABLO.
Espantada por los grandes gritos del hombre, empezó a sudar frío. Tomaba plena conciencia de que hasta
ahora había fingido que no existían quienes pasan hambre y no hablan ninguna lengua y que había multitudes
anónimas mendigando para sobrevivir. Ella lo sabía, sí.
Pero había desviado la cabeza y se había tapado los ojos. Todos, pero todos: saben y fingen que no saben.
E incluso si no fingieran, iban a tener un malestar. ¿Cómo no lo tendrían? No, ni eso tendrían.
Ella era…
¿A fin de cuentas quién era ella?
Sin comentarios, sobre todo porque la pregunta duró un instante de segundo: pregunta y respuesta no habían
sido pensamientos de la cabeza, eran del cuerpo.
Yo soy el diablo, pensó, recordando lo que había aprendido en su infancia. Y el mendigo es Jesús.
Pero, lo que él quiere no es dinero, es amor, ese hombre se perdió de la humanidad como yo también me perdí.
Quiso forzarse a entender el mundo y sólo logró acordarse de fragmentos por los amigos del marido:
«Estas plantas no serán suficientes». ¿Qué plantas, santo Dios? ¿Las del ministro Gallardo? ¿Tendría
plantas? «La energía eléctrica… ¿hidroeléctrica?»
Y la magia esencial de vivir, ¿dónde estaba ahora? ¿En qué rincón del mundo? ¿En el hombre sentado en la
esquina?
¿El resorte del mundo es el dinero? Se hizo ella la pregunta. Pero quiso fingir que no era. Se sintió tan, tan rica
que tuvo un malestar.
Pensamiento del mendigo: «Esta mujer está loca o robó el dinero porque millonaria no puede ser»,
millonaria era para él tan sólo una palabra e incluso si en esa mujer él quisiera encarnar una millonaria,
no podría porque: gente, ¿dónde se ha visto a una millonaria quedarse parada en la calle? Entonces
pensó: ella es de esas vagabundas que le cobran caro a los clientes y ¿seguramente está cumpliendo una promesa?
Después.
Después.
Silencio.
Pero de repente ese pensamiento a gritos:
—¿Cómo nunca había descubierto que también yo soy una mendiga? Nunca pedí limosna pero
mendigo el amor de mi marido que tiene dos amantes, mendigo por el amor de Dios que me
consideren bonita, alegre y aceptable, y la ropa de mi alma está harapienta…
«Hay cosas que nos igualan», pensó, buscando desesperadamente otro punto de igualdad. Llegó de repente
la respuesta: eran iguales porque habían nacido y ambos morirían. Eran, pues, hermanos.
Tuvo ganas de decir: mire, hombre, yo también soy una pobre miserable, la única diferencia es que soy rica.
Yo… pensó con ferocidad, yo estoy cerca de desmoralizar el dinero, amenazando el crédito de mi marido en la
plaza. Estoy lista para, de un momento a otro, sentarme en la orilla de la banqueta.
Nacer fue mi peor desgracia. Habiendo ya pagado ese maldito acontecimiento, me siento con derecho a todo.
Tenía miedo. Pero de repente dio un gran salto en su vida: valerosamente se sentó en el suelo.
«¡Vas a ver que ella es una comunista!», medio pensó el mendigo. «Y como comunista tendría derecho a sus
joyas, sus apartamentos, su riqueza y hasta sus perfumes.»
Nunca más sería la misma persona. No era que jamás hubiera visto a un mendigo.
Pero esto incluso ocurría en la hora equivocada, como un empujón que la hiciera derramar vino tinto en su blanco
vestido de encaje. De repente sabía: este mendigo estaba hecho de la misma materia que ella. Simplemente eso.
El «porqué» es lo que era diferente. En el plan físico ellos eran iguales.
En cuanto a ella, tenía una cultura mediana, y él no parecía saber de nada, ni siquiera quién era el presidente de
Brasil. Ella, no obstante, tenía una capacidad aguda para comprender.
¿Sería que había estado hasta ahora con la inteligencia taponada?
Pero si ella hace poco que había estado hasta ahora en contacto con una herida que pedía dinero para comer,
¿empezó a pensar únicamente en dinero? Dinero que siempre había sido fácil para ella. Y la herida, ella nunca la
había visto tan de cerca…
—Señora, ¿se está sintiendo mal?
—No estoy mal… pero no estoy bien, no sé…
Pensó: el cuerpo es una cosa que cuando está enfermo uno lo carga. El mendigo se carga a sí mismo.
—Hoy en el baile usted se recupera y todo vuelve a la normalidad —dijo José.
Realmente en el baile, ella reverdecería sus elementos de atracción y todo volvería a ser normal.
Se sentó en el asiento del coche con aire acondicionado, echando, antes de partir, una última mirada
a ese compañero de hora y media.
Le parecía difícil despedirse de él, él era ahora el «yo» álter ego, él formaba parte de su vida para siempre.
Adiós. Estaba soñadora, distraída, con los labios entreabiertos, como si hubiera, al borde de ellos, una palabra.
Por un motivo que ella no sabría explicar: él era verdaderamente ella misma.
Y así, cuando el chófer encendió la radio, oyó que el bacalao producía nueve mil óvulos por año.
No supo deducir nada con esa frase, ella que estaba necesitando un destino.
Se acordó de que cuando era adolescente había buscado un destino y había escogido cantar.
Como parte de su educación, fácilmente le habían conseguido un buen profesor. Pero cantaba mal, ella misma
lo sabía y su padre, amante de la ópera, había fingido no notar que ella cantaba mal. Pero hubo un momento en el
que ella empezó a llorar. El profesor perplejo le había preguntado qué tenía.
—Es que, es que yo tengo miedo de, de, de, de cantar bien…
Pero tú cantas muy mal, le había dicho el profesor.
—También tengo miedo, tengo miedo también de cantar mucho, mucho, mucho peor todavía.
¡Maaaal, demasiado mal! —ella lloraba y nunca más tuvo otra clase de canto. Esa historia de buscar el arte
para entender tan sólo le había sucedido una vez, después se sumergió en un olvido que únicamente
ahora, a los treinta y cinco años de edad, a través de la herida, necesitaba o cantar muy mal o cantar muy
bien. Estaba desorientada.
Hace cuánto tiempo no oía la llamada música clásica porque ésta podría sacarla del sueño automático en el que
vivía. Yo, yo estoy jugando a vivir.
El mes próximo iría a Nueva York y descubrió que esa ida era como una nueva mentira, como una perplejidad.
Tener una herida en la pierna: es una realidad.
Y todo en su vida, desde cuando hubo nacido, todo en su vida había sido suave como el brinco de un gato.
(En el coche andando)
De repente pensó: ni me acordé de preguntarle cuál era su nombre.
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Autor: Clarice Lispector. Título: Cuentos reunidos. Editorial: Siruela. Venta: Amazon
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