Vosotros, mortales, me conocéis con el nombre de Isis, veneráis ante los sagrados altares de los templos mi imagen y la de mi inocente hijo. A mí, que en otro tiempo no fui más que la primera mortal seducida por la insaciable pasión del adúltero Zeus y castigada por la furia desmedida de su inflexible esposa, Hera. Sí, habéis oído bien, esa es mi imagen, sincretizada con la de aquella diosa. Tal vez ésta sea la recompensa de los sinsabores con los que los caprichosos dioses me obsequiaron. Pero os preguntaréis cómo he llegado a esta situación y por qué.
Aún, después de tantos años y tantas calamidades, temo al sueño. Cuando el sol se apaga, nace la luna acunada por los brazos de la noche y llega Morfeo, trasportando mi alma al territorio de los durmientes. Recuerdo la primera vez que se presentó ante mí aquella sombra recurrente y sutil. No era nítida, ni clara, sólo un halo, un espectro que me atemorizaba con una única palabra: “Lerna”. Desde que mi padre, el rey Ínaco, dada su ferviente devoción a Hera, diosa que patrocina nuestra tierra, la Argólide, decidió construir aquel templo en el que yo habitaba y me nombró su primera sacerdotisa, las noches se convirtieron para mí en un auténtico suplicio. Vagabundeaba por el marmóreo recinto hasta que mi cuerpo exhausto e inerme no resistía el sopor y caía desvanecido junto a aquella etérea imagen y a ese nombre que aún hoy reverbera en mi mente: “Lerna…”.
Mi cansancio comenzó a hacerse evidente: las ojeras, la confusión mental durante el día, los bostezos y la lentitud. Mi padre se preocupó por mí y, al contarle el sueño que me perseguía y azoraba, decidió preguntar a diferentes oráculos el porqué de aquel castigo recurrente.
—Hija mía, sabes el amor que te profeso, por ello he enviado legados a consultar los oráculos, y no uno, sino dos me han dado la misma respuesta. Su revelación ha destrozado mi corazón. Has de partir, he de dejarte marchar, expulsarte de este templo y de mi casa. Debes vagar sin rumbo y sin destino por la tierra. Si no, traerás la desdicha a tus congéneres, serás la culpable de nuestros males. No me guardes rencor, pero me debo a mi pueblo y a tus hermanos. Ío, la belleza es uno de los males que dejó escapar Pandora de aquella arcana ánfora. Lo sé, nunca os ha traído nada bueno a vosotras las mujeres, y creo que es por su culpa por la que te ves en estas circunstancias —así habló mi padre, mientras derramaba dos amables cataratas desde sus límpidas y azules grutas.
Aquellas desdichadas palabras cayeron sobre mi vida como una jarra de agua, helada con el hielo de las montañas. Obedecí y me resigné a perder todo cuanto amaba: mi posición libre e independiente como sacerdotisa del templo de Hera y a mi familia. Mi fama me había traicionado, una fama por la que hombres de todos los rincones de la tierra acudían a mi templo a comprobar su veracidad. Mi belleza, como decía mi padre, se había convertido en mi peor enemiga. Creo que siempre tuvo razón cuando decía que es un mal que la incauta Pandora dejó escapar de aquella aciaga ánfora. Y así me vi: ante las puertas de la ciudad que me vio nacer, presta a enfrentarme a un mundo hostil y cruel, exiliada, arrojada del calor y la protección que me brindaba mi familia y mi pueblo. No sabía dónde ir, estaba claro que debía buscar mi destino. Vagabundeé errante y sin rumbo fijo, hasta que llegué al lugar que posteriormente daría nombre mi propia hermana, Micenas. Allí, aquella imagen que me atormentaba en sueños se hizo real, esa niebla plomiza me envolvió en un sombrío abrazo. Sola, triste, confusa, me elevó por los aires para depositarme en una cavernosa gruta en Nemea, donde la niebla se materializó, revelando su secreto: ante mí en todo su esplendor se presentó el soberano de dioses y hombres, Zeus.
No podía entender qué hacía aquella divinidad ante una simple mortal, hablándome de amor, de pasión, de desenfreno, de locura y no me acuerdo de cuántas cosas más. Los dioses jamás se mezclaban con nosotros los mortales, muy inferiores a ellos en todo. Mi turbación era palpable, por lo que el dios me calmó con melifluas palabras para que yo, inocente de mí, sucumbiera a sus perentorios deseos. Nos ocultó a los dos de su escarceo con una oscura bruma, por miedo de que su recelosa esposa lo descubriera. Pero sus precauciones no fueron suficientes, pues Hera, una vez consumado el acto, se presentó sigilosa en aquella húmeda gruta.
De repente, Zeus dio un golpe en mi pecho y todo cambió. Sentí cómo me transformaba, cómo algo en mi aspecto comenzaba a alterarse: me crujían los huesos, me dolían los músculos y mi piel comenzó a acartonarse. Sin ser consciente de cuál era mi forma, deseé por primera vez no haber nacido, aborrecí mi belleza y mi suerte.
—¿Qué es lo que tienes ahí, querido esposo? —increpó Hera, flexionando dulcemente la voz.
—Nada, esposa, una cordera acaba de nacer espontáneamente de las entrañas de la tierra; al oír sus mugidos desde el Olimpo he decidido venir a ver qué pasaba y me he encontrado con este espectáculo —salió así del paso Zeus.
—Pues si es así —dijo Hera, que con fundada razón sospechaba de su marido —, esta cordera me pertenece, pues soy por mérito propio la dueña de toda la Argólide. Dámela para que la custodie, pasará a formar parte de mi vacada personal.
Zeus, que, aún siendo padre y rey de dioses y hombres, temía por encima de todo los enfados de su señora, me regaló sin contemplaciones a aquella de la que otrora fui primera sacerdotisa. Sospechaba que yo no era una simple ternera y quería averiguar quién era aquella diosa con la que compartía las noches su esposo. Sin imaginar que Zeus había bajado el escalafón, eligiendo para sus amoríos una simple mortal. Para Hera aquello sería el golpe de gracia, pues, ¿cómo un dios, teniendo a la diosa en casa, iba a poner sus ojos sobre insignificantes seres? Zeus se guardó muy bien las espaldas para que no lo descubriera y no cejó de su engaño. Así pasé yo a ser la ternera mejor custodiada de todos los tiempos.
A Argos, un ser extraordinario, semejante a un hombre en todo, excepto en que su piel estaba cubierta por millares de ojos, alternando unos cerrados y durmientes con otros abiertos y vigilantes, fue a quien Hera encargó mi custodia. Se tomaba aquel trabajo muy en serio, no quitándome literalmente ojo de encima. Estaba perdida, convertida en quién sabe qué y entregada a la vigilancia infalible de aquel esperpento. Zeus huyó como huyen los hombres ante los peligros más afanosos y las mujeres más suspicaces. Y allí otra vez sola, aunque muy protegida, volví a maldecir mi suerte y mi belleza. Pero Zeus, llevado no sé por qué maleficio, no pudo olvidarse de mí y maquinó durante mucho tiempo la forma de liberarme de aquella cárcel.
—Hermes, acude a la guarida de Argos, en donde protege a mi muy amada Ío. Quiero que la liberes de sus cadenas, quiero que vuelva junto a mí. Pero has de ser precavido: de esto no se puede enterar mi mujer. Ella, en verdad, piensa que aquello que vigila Argos es una inocente ternera. No puede descubrir la verdad, sería la perdición de la pobre muchacha. ¿Me entiendes?
Hermes se hizo cargo de la situación y aceptó aquel encargo. Bajó batiendo sus aladas sandalias a donde estaba yo encerrada. Allí encontró a Argos dormido, bajo un olivo, donde me había atado a instancias de Hera y, cogiendo una piedra cercana, le asestó una pedrada que terminó con su vida. Hera, desconfiada, tampoco me quitaba ojo desde el Olimpo, y al ver aquel crimen bajó furibunda. No había podido aún averiguar mi identidad. Yo, sin embargo, había escapado, corría, sin saber hacia dónde ir, me llevaban los hados, el destino, el azar o el miedo, y éstos me dejaron en las márgenes del río que bañaba mi tierra. Allí pude contemplar mi imagen por primera vez, reflejada en las límpidas aguas de aquel tranquilo río. Mi desasosiego fue tal que grité tan fuerte que aquel extraño mugido que salió de mi boca llegó a los oídos de mi amado padre. Él, intrigado por mi presencia en aquellos pastos, quiso calmarme ofreciéndome hierba recién cortada. No me había reconocido. Yo, agobiada, intentaba decirle quién era yo: su hija, bajo aquella bovina forma, pero él solo interpretaba nerviosismo por mi parte. Finalmente resolví escribir unos símbolos en la arena con mi pata derecha, un código secreto, algo que él me había enseñado de pequeña, una escritura jeroglífica y arcana. Él lo entendió nada más ver aquellos trazos en la arena, pero con él también Hera, que no había dejado de perseguirme. Así que resolvió para mí un castigo peor: yo, una simple mortal había seducido al dios supremo, a su hombre. Su castigo supuso una tortura para mí y otra fuga, otra carrera sin rumbo intentando escapar de la picadura venenosa de una Erinia convertida en tábano.
Y así, azuzada por aquellos crueles mordiscos, atravesé mares y ríos, corrí por praderas, subí a escarpados motes y crucé desolados desiertos. En mi periplo conocí a algunos dioses, como a Prometeo, que volvía a estar encadenado en el Cáucaso y que me aseguró que un descendiente mío lo liberaría. Entonces aquellas palabras eran una incógnita para mí, una paradoja, pues no me auguraba yo descendencia, dado mi estado. Sin embargo, llegó el día en el que Zeus, aún enamorado y apiadándose de la inmisericorde persecución a la que me sometía su esposa, decidió presentarse ante mí y liberarme por siempre de aquel aspecto.
Fue aquí, en Egipto, donde tras muchos avatares llegué y en donde Zeus decidió bajar del Olimpo, ahuyentar el tábano y devolverme mi forma natural. Ya no había nada que ocultar, Hera sabía mi verdad, no me volvería a perseguir, pues así se lo había hecho jurar el dios de dioses. Sin embargo, algo más había cambiado. Cuando recuperé mi forma de mujer, me di cuenta de que mi vientre estaba hinchado, y que provocados por el esfuerzo de la transformación me habían sobrevenido los dolores de parto. Allí, sola, desvalida, una extranjera en tierra extraña, di a luz al que sería el primer héroe, éste que se representa junto a mí en las tallas de madera. Épafo fue su nombre.
Pensando en que mis desgracias ya no podían ir a más, me refugié en aquella tierra, intentando pasar desapercibida. Pero los dioses, como es sabido, están al tanto de la vida de los mortales, y Hera, que solo había podido darle un hijo medio deforme a Zeus, volvió a sentirse herida y quiso que yo sufriera de nuevo. Pero como había jurado por la laguna Estige, juramento sagrado e inviolable para hombres y dioses, que jamás volvería a hacerme daño, decidió raptar a mi hijo, privarme de él, encargando esa tarea a los Curetes. Y así volví a verme privada de una felicidad y paz efímera. Volví a las tierras, a vagabundear, a buscar, a revivir el antiguo sufrimiento de quien se queda sin patria, sin hogar, sin familia y ahora, incluso, sin la presencia del hijo amado. La crueldad de los dioses es excesiva para los mortales, nuestros sufrimientos muchos y la paciencia de la que debemos hacer gala infinita.
Me armé de eso, de paciencia y tesón, me lancé en su búsqueda y finalmente dio frutos. Lo encontré, sí, había recorrido el mundo solo en su canastilla, a través de las aguas de los ríos y de los mares, y finalmente en una orilla del Nilo apareció. La felicidad fue completa cuando lo tuve entre mis brazos, supe que jamás me desprendería de aquel diminuto ser y que soportaría las vejaciones de aquella esposa despechada, solo por mi hijo, que me daba las fuerzas necesarias para resistir.
Mis desgracias fueron recompensadas, pues aquí, en esta tierra adoptiva, conocí el amor de un faraón y la misericordia de un pueblo, que al enterarse de mi historia me deificaron, me convirtieron en la imagen de la diosa que hoy represento. También me llegaron noticias de otros pueblos. Sé que mi devenir ha dado nombre a diferentes territorios de la Hélade, como el Bósforo o el mar Jonio, sé, pues eso me contó Zeus la última vez que lo vi, que la muerte de Argos causó un gran disgusto a su esposa y que ésta decidió inmortalizarlo colocando amorosamente sus innumerables ojos en la cola de su ave favorita, el pavo real. De hecho, ahora en esta tierra los pavos reales ya nacen con aquellos extraños y exóticos ojos en su cola.
Sé que ha llegado el momento de que la vida y los dioses me den una tregua, sé que a los momentos amargos deben sobrevenirles otros más gratos y sé que la belleza, que consideré en otro tiempo el mal con el que me habían maldecido los dioses, hoy se ha convertido en mi mayor bien, pues gracias a ella aquí estoy, venerada por vosotros, oh mortales, como una diosa inmortal.
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