Hubo una biblioteca subterránea en el Londres de la Segunda Guerra Mundial. Mientras los nazis desangraban Europa y los bombardeos destruían el callejero de la capital inglesa, una mujer creó una biblioteca, y un club de lectura, en la estación de metro de Bethnal Green. Una historia real convertida en novela.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La biblioteca de las lectoras valientes, de Kate Thompson (Maeva).
***
1
3 de marzo de 1944
Clara
«Siempre he pensado que los bibliotecarios deben intentar
fomentar la lectura, no criticarla. Lo que interesa es
proporcionarle a la gente una buena experiencia.
¿Quién eres tú para juzgar cuál debe ser esa experiencia?»Alison Wheeler,
miembro de la Orden del Imperio británico,
exdirectora general de las Bibliotecas de Suffolk,
activista bibliotecaria y miembro del consejo de administración
del Chartered Institute of Library and Information Professionals.
—¿Está permitido llorar en la biblioteca?
No era muy decoroso que sorprendieran a una bibliotecaria lloriqueando, con los ojos rojos y moqueando junto al carrito de las devoluciones.
Clara se asomó por encima del mostrador. Una carita diminuta la espiaba desde detrás de un flequillo largo.
—Perdona, cielo, ¿empezamos de nuevo? Me llamo Clara Button, soy la bibliotecaria municipal.
—Hola. Yo me llamo Marie.
La niña sopló hacia arriba y, cuando el flequillo se le abrió, dejó al descubierto unos ojos castaños y curiosos.
—¿Quieres un caramelo, Marie?
—¿Están permitidos?
—Tengo un alijo secreto de caramelos de limón. —Le guiñó un ojo—. Para los casos de emergencia.
La pequeña abrió los ojos como platos.
—Lo sabía, son tus favoritos.
Marie estiró la mano a toda velocidad para coger el caramelo y se lo metió en la boca.
—¿Cómo lo sabe?
—Sé cuáles son los favoritos de todo el mundo.
—Apuesto a que no sabe cuál es mi libro favorito.
—¡Seguro que sí! A ver…, ¿cuántos años tienes?
La niña acercó ocho dedos a la cara de Clara.
—¡Ocho años, qué edad tan estupenda!
La bibliotecaria se dirigió a la sección infantil y recorrió las estanterías moviendo los dedos como si fuera una araña. Marie sonrió, el juego le había hecho gracia.
Detuvo un dedo ante Azabache —demasiado triste—, luego continuó hasta Cenicienta —demasiado rosa— y terminó posándolo muy despacio delante de El viento en los sauces.
—¿He acertado?
—¿Cómo lo ha sabido?
Marie paseó una mirada hambrienta por la cuidadosamente abastecida biblioteca de Clara.
—Esto es como la cueva de Aladino.
La mujer sintió una punzada de orgullo. Había tardado casi cuatro años en surtir así de bien su biblioteca tras el bombardeo.
—¿Puedo cogerlo prestado? Tuve que marcharme sin mi ejemplar.
—¿Te evacuaron?
Marie asintió.
—Dejamos a mi padre en Jersey.
—Lo siento mucho. Imagino que lo echas de menos.
La niña asintió y se cubrió los dedos con una manga repleta de mocos.
—Mi hermana dice que no debo hablar de ello. ¿Puedo hacerme socia, entonces?
—Claro que podemos inscribirte —respondió Clara—. Si le pides a tu madre que venga a verme para rellenar la solicitud. Solo necesito ver su cartilla del refugio y anotar su número de litera.
—No puede venir, mi hermana dice que está muy ocupada con el trabajo bélico.
—Ah, claro. Bueno, a lo mejor tu hermana sí que puede pasarse por aquí cinco minutos.
—¿Por qué lloraba? —balbució Marie mientras se pasaba el caramelo de limón al otro lado de la boca; la mejilla se le hinchó como la de un hámster.
—Porque estaba triste.
—¿Por qué?
—Porque echo de menos a alguien especial… Bueno, a tres personas, en realidad.
—Yo también. Echo de menos a mi padre… ¿Sabe guardar secretos?
—Los ojos brillantes como el rocío se le abrieron aún más. Tal vez fuera el caramelo lo que le había soltado la lengua, o quizá la promesa de El viento en los sauces, pero Clara sintió que aquella niñita necesitaba una confidente con urgencia.
—Te doy mi palabra —prometió, y se llevó la mano al corazón—. A los bibliotecarios se nos da muy bien guardar secretos.
—Mi m…
—¡Marie Rose Kolsky! —interrumpió una vocecita aguda desde la puerta—. ¿Qué te crees que estás haciendo aquí dentro? —Clara examinó en cuestión de segundos a la chica que había en el umbral y reparó en el rostro pálido y serio—. Lo siento mucho, señorita, mi hermana no debería estar aquí molestándola. Habíamos quedado junto a nuestra litera.
—He venido a la sesión del cuento de buenas noches —protestó Marie.
—No seas tan tonta Marie, están suspendidas.
—No, qué va —interrumpió Clara, que sintió la necesidad de defender a la pequeña—. Tu hermana tiene razón. Todas las tardes a las seis celebramos una sesión de cuento de buenas noches en la biblioteca, aunque hoy he tenido que cancelarla por un acto. Volved mañana, por favor.
—Quizá. Vámonos, Marie.
Agarró a su hermana pequeña del brazo y tiró de ella hacia la puerta.
A la bibliotecaria aún le llegó su voz airada.
—N’en soûffl’ye un mot.
Clara no hablaba francés, pero le resultó obvio que Marie se estaba llevando un buen rapapolvo.
—Vuelve, te reservaré ese libro.
Pero ya se habían marchado y sus pasos resonaban por el andén de los trenes que viajaban en dirección oeste.
Clara se acercó a la puerta y se quedó mirándolas, intrigada, mientras pasaban por delante del teatro del refugio. Marie, con los calcetines desparejados y unas zapatillas de goma, daba brincos porque la llevaban medio a rastras. Su hermana mayor era una adolescente impenetrable y reservada. No se parecía en nada a la mayoría de las jóvenes que dormían todas las noches en el refugio de la estación de metro de Bethnal Green en medio de una algarabía tremenda. Las Minksy Agombar y las Pat Spicer de este mundo eran todo arrogancia y fanfarronería. Por las noches, cuando cerraba la biblioteca para irse a casa, las veía arremolinadas en torno a las literas de metal, maquinando o perforándose las orejas las unas a las otras con las agujas de coser de alguna de sus madres. Pero ella no. Aun así, en su pequeña biblioteca subterránea veía de todo. Las hermanas desaparecieron del campo de visión de Clara y se adentraron en la penumbra acre del metro.
Arriba, en la cafetería, Dot y Alice preparaban el sabbat friendo pescado para los residentes judíos del refugio, y el olor descendía y se entreveraba con el del jabón carbólico. Ahí abajo, en los túneles, el hedor era tan denso que podía cortarse.
(…)
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Autora: Kate Thompson. Título: La biblioteca de las lectoras valientes. Traductora: Ana Isabel Sánchez. Editorial: Maeva. Venta: Todos tus libros.
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