Traducida a 22 idiomas, esta novela japonesa sobre el poder sanador de los libros se ha convertido en todo un fenómeno editorial. En el centro de Tokio hay una biblioteca regentada por una mujer que no sólo ayuda a los usuarios a encontrar el libro que buscan, sino que además adivina cuáles son sus sueños, deseos y pesares.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La biblioteca de los nuevos comienzos (Planeta), de Michiko Aoyama.
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TOMOKA, VEINTIÚN AÑOS,
DEPENDIENTA EN UNA TIENDA DE ROPA DE MUJER
Recibí un mensaje de Saya por Line en el que me anunciaba que tenía novio. Le pregunté cómo era, pero ella se limitó a responderme: «Es médico». Yo le había preguntado por él como persona, pero ella había eludido referirse a su forma de ser o a su aspecto físico para mencionar directamente su profesión, aunque médicos debe de haber de muchos tipos.
No obstante, seguramente Saya me lo había dicho para que yo entendiera qué clase de persona era, como si la profesión describiera el carácter de uno. A decir verdad, al comentarme que era médico, en cierta medida me imaginé cómo sería según la imagen estereotipada y subjetiva que yo misma me había creado de su profesión.
Me pregunté qué personalidad debía de proyectar mi trabajo a ojos de los demás. ¿Qué debía de decir de mí a las personas que no me conocen?
En el fondo de pantalla azul celeste de mi teléfono, la conversación sobre ese nuevo novio que había conocido en una cita múltiple de solteros fue avanzando poco a poco.
Saya era del mismo pueblo que yo. Éramos amigas desde el instituto y, aunque al terminar yo me fuera a Tokio a estudiar un grado de formación profesional y después me quedara a trabajar allí, ella todavía seguía contactando conmigo de vez en cuando.
«¿Cómo va todo últimamente, Tomoka?»
Tras leer ese mensaje, mis dedos se detuvieron unos instantes. No tenía novedades. Empecé a escribir «Todo» y el sistema de redacción automática me sugirió un «Todo bien», así que eso fue lo que le mandé, pero en realidad lo que quería responderle era un «Todo me aburre».
Trabajaba en Edén, unos grandes almacenes con nombre de paraíso en los que me pasaba los días atendiendo a clientas y cobrando en la caja, vestida con una falda de tubo y un chaleco negros. Así había transcurrido la primavera, el verano y el otoño, y transcurriría también el invierno, que estaba a la vuelta de la esquina. El medio año que llevaba trabajando allí desde que había terminado el grado de formación profesional se me había pasado volando.
Era noviembre y la calefacción estaba encendida. Los zapatos me quedaban estrechos y notaba las medias mojadas en la punta de los pies. Los dedos me sudaban de lo apretujados que los tenía.
Todas las mujeres que trabajan con uniforme van vestidas más o menos igual, pero las dependientas de Edén se caracterizaban por llevar una camisa de color rosa coral que tendía a naranja melocotón. Durante el periodo de formación me habían contado que para escoger dicho color habían contratado a un famoso experto en la materia. Al parecer, una de las razones que dio para elegirlo fue que es un color luminoso y dulce, y que, además, «favorece a las mujeres de todas las edades», argumento que me convenció del todo tras empezar a trabajar allí.
—Fujiki, ya estoy de vuelta. Ahora te toca a ti hacer la pausa —me dijo la señora Numauchi, una de las empleadas a tiempo parcial, que había regresado a la caja con los labios brillantes después de habérselos retocado.
Yo era nueva en el Departamento de Ropa de Mujer, mientras que la señora Numauchi era una gran veterana, con doce años de experiencia en el puesto.
—Acabo de cumplir años y he hecho un número capicúa —me había comentado el mes anterior.
No podía tener ni cuarenta y cuatro ni sesenta y seis, así que debían de ser cincuenta y cinco. Más o menos como mi madre.
Aquella camisa de color rosa coral realmente favorecía mucho a la señora Numauchi. Sin duda la habían elegido teniendo en cuenta la elevada cantidad de mujeres de cierta edad que trabajaban a tiempo parcial en estos grandes almacenes.
—Últimamente siempre llegas justa. Pon atención en eso —me dijo.
—Lo siento…
Entre las empleadas a tiempo parcial, la señora Numauchi era una líder nata y se comportaba como si fuera miembro de alguna comisión disciplinaria. A veces era de lo más puntillosa, pero tenía razón en todo lo que decía, así que tampoco podía quejarme.
—Bueno, ¡hasta ahora!
Dediqué una ligera reverencia a la señora Numauchi y salí de detrás de la caja. Al pasar junto a unas prendas de ropa, me di cuenta de que estaban desordenadas e hice ademán de colocarlas bien, pero en ese momento oí que alguien me decía:
—Disculpa…
Me volví y me encontré con una mujer más o menos de la misma edad que la señora Numauchi. Llevaba el rostro sin maquillar, un abrigo viejo y una mochila colgada.
—¿Cuál crees que es mejor?
La clienta sujetaba un jersey en cada mano. Uno era rosa fucsia con el cuello en V, y el otro, marrón y de cuello alto.
A diferencia de las boutiques de moda, en Edén no nos dirigíamos a las clientas por iniciativa propia, lo cual era de agradecer; pero, como es natural, si nos preguntaban, debíamos responder. Ojalá no me hubiese detenido a ordenar la ropa y hubiese ido a hacer la pausa directamente.
—A ver, pues… —dije mientras pensaba para mis adentros y comparaba los jerséis—. Yo diría que este, ¿no le parece? —respondí señalando el de color fucsia—. Es más alegre.
—¿Tú crees? ¿No es demasiado llamativo para mí?
—No, para nada. Pero si prefiere un color más discreto, entonces mejor el marrón. También irá más calentita con el cuello alto.
—Pero este me parece un poco sobrio, quizá.
La conversación prosiguió sin llegar a ningún puerto.
—¿Por qué no se los prueba? —le pregunté, pero me respondió que no, que le daba pereza.
Yo reprimí un suspiro y señalé el jersey fucsia.
—En mi opinión, este color es más bonito y va más con usted —dije, y por fin el ambiente se distendió.
—¿Ah, sí?
La clienta miró el jersey fucsia fijamente y después levantó la cabeza.
—De acuerdo, me quedaré con este entonces.
La mujer se puso a la cola de la caja. Yo doblé el jersey marrón de cuello alto y volví a colocarlo en la estantería. Acababa de perder quince minutos de los cuarenta y cincoque tenía de pausa. Salí por la puerta de atrás, reservada para empleados, y me crucé con una dependienta de una tienda de una marca de ropa para gente joven. Llevaba una elegante falda plisada con un estampado de color blanco y verde aceitunado que ondeaba al aire.
A pesar de trabajar en la misma planta de ropa que yo, a mi parecer las chicas de las tiendas de ropa de marca vestían con más estilo. Sería porque les hacían ponerse prendas de sus propias tiendas. Gracias a ellas, que llevaban camisas vaqueras y el pelo ondulado y recogido, Edén parecía más moderno.
Pasé un momento por mi taquilla, cogí la bolsa cuadrada de vinilo que uso para el almuerzo y me dirigí hacia el comedor, que era de uso exclusivo para el personal.
El menú ofrecía fideos soba y udon, arroz con curri o un plato que cambiaba todas las semanas con algo frito y un acompañamiento. En el pasado solía pedirme uno de esos platos, pero en cierta ocasión tuve un encontronazo con la señora que los sirve porque se equivocó al hacer el pedido, y desde entonces se me pasaron las ganas de comerlos. Así que solía comprar un sándwich en una tienda abierta las veinticuatro horas que me queda de camino al trabajo.
En el comedor el rosa coral lucía por doquier, pero también se veía alguna que otra camisa blanca del personal masculino y alguna pieza extranjera de las tiendas de marca.
Oí unas risas escandalosas provenientes de una mesa muy cercana. Era un grupo de cuatro empleadas a tiempo parcial. Las mujeres, vestidas de uniforme, hablaban animadamente sobre sus maridos e hijos. Parecía que se estaban divirtiendo. A ojos de las clientas, esas mujeres y yo debíamos de ser iguales, del mismo «equipo rosa coral», pero, a decir verdad, a mí esas mujeres me daban miedo. Tuve la impresión de que yo estaba en desventaja. De modo que decidí que lo mejor que podía hacer era no discutir. Quizá… me había equivocado. Había pedido trabajo en Edén por una única razón: porque alguien me propuso que lo hiciera. Y, por algún motivo que desconozco, me aceptaron. También me había presentado a otros puestos, pero no creía que yo valiera para mucho y ya me fue bien entrar en el primer sitio que me quisieran.
Cuando me notificaron que me habían concedido el puesto en Edén, estaba exhausta porque había solicitado trabajo a una treintena de empresas, así que acepté con gusto el puesto y dejé de buscar empleo. Para mí lo más importante en ese momento era poder seguir viviendo en Tokio.
Ahora bien, tampoco es que albergara ningún gran sueño que quisiera cumplir en Tokio. Quizá, más que permanecer en la ciudad, lo que sin duda deseaba era no tener que regresar al pueblo.
De Tokio a mi remoto pueblo natal había un sinfín de campos de arroz. La única tienda abierta las veinticuatro horas, que se encontraba en la calle principal del pueblo, estaba a quince minutos en coche de mi casa. Allí las revistas llegaban con varios días de retraso y no había salas de cine ni grandes almacenes, como tampoco restaurantes propiamente dichos, puesto que los mejores lugares a los que se podía ir a comer y a beber solo disponían de un único plato fijo. Todo esto hizo que en la época del instituto empezara a aborrecer el pueblo y quisiera irme de allí lo antes posible.
Las series de los únicos cuatro canales de televisión que tenía me influyeron mucho. Pensé que el simple hecho de irme a Tokio haría que encontrara mi lugar y que viviría una vida llena de glamur y de aventuras como las actrices. Por esta razón decidí estudiar con ahínco y presentarme a las pruebas de ingreso en un centro de formación profesional de Tokio.
Al llegar a la capital, rápidamente me di cuenta de que aquello no era más que una mera fantasía, pero que hubiese una tienda abierta las veinticuatro horas a cinco minutos a pie desde dondequiera que estuviese y que siempre pasara un tren cada tres minutos, para mí hacía que Tokio fuera, sin duda, un lugar de ensueño. Para empezar, porque tanto los artículos de primera necesidad como la comida preparada eran fáciles de encontrar en todas partes. Me había acostumbrado completamente a una vida llena de comodidades. De las distintas tiendas de Edén que había en la región de Kantō, la mía se encontraba a tan solo una estación de tren de mi casa, así que lo tenía fácil para desplazarme.
No obstante, de vez en cuando me asaltaba una duda profunda: ¿qué iba a ser de mí en un futuro?
Tanto el impulso entusiasta con el que había decidido trasladarme a Tokio como el fervor que sentí una vez realizado mi sueño se habían desvanecido como una pompa de jabón.
Apenas había nadie de mi pueblo que hubiese ido a estudiar a Tokio. Todo el mundo me decía que era increíble y yo a menudo me henchía de orgullo, pero al final nada había sido tan increíble como me había imaginado.
No hay nada que realmente deseara hacer ni que me llenara, tampoco tenía novio; a lo único a lo que aspiraba era a no vivir una vida miserable, y si volvía al pueblo no tendría nada que hacer allí.
Pensaba que mi vida se reduciría a seguir trabajando en Edén y a envejecer. Sin objetivos ni sueños, mi cuerpo se marchitaría vestido de rosa coral. Como no tenía fiesta los fines de semana, no había hecho amigos ni conseguía echarme novio, pero me temía que no era la única razón.
Tenía que cambiar de trabajo.
Esas eran las palabras que solían rondarme por la cabeza. Pero ello requería hacer un esfuerzo monumental y no hallaba las fuerzas para dar el paso. Eso era, me faltaban fuerzas en general. El simple hecho de pensar en redactar un currículo ya me echaba atrás.
Para empezar, Edén había sido el único lugar en el que me habían querido después de terminar mis estudios, y me preguntaba si a esas alturas habría algún trabajo para mí.
—¡Hola, Tomoka! —me saludó Kiriyama mientras se acercaba con una bandeja en las manos.
Kiriyama era el chico de una tienda de gafas de la marca ZAZ. Tenía veinticinco años, cuatro más que yo, y era el único con el que podía hablar con franqueza allí.
Kiriyama había llegado hacía cuatro meses. Como era empleado de ZAZ y no de Edén, de vez en cuando le pedían que fuera de refuerzo a otras tiendas de la marca y hacía tiempo que no hablábamos.
En la bandeja llevaba unas gambas fritas y unos fideos udon con carne. A pesar de que era delgado, Kiriyama comía mucho.
—¿Puedo sentarme aquí?
—Sí.
Se puso delante de mí. Llevaba unas gafas redondas de montura fina que le quedaban muy bien y transmitía calidez en la mirada. A mi parecer, el trabajo le iba como anillo al dedo. De hecho, si no me equivocaba, en cierta ocasión oí decir que había dejado su anterior empleo para empezar a trabajar en ZAZ.
—Kiriyama, ¿a qué te dedicabas antes?
—¿Eh? ¿Yo? Trabajaba en el sector editorial, para revistas. Escribía artículos, los editaba y esas cosas.
—¡Anda!
Me quedé pasmada. No sabía que había trabajado en el mundo editorial. De repente vi al amable y cercano Kiriyama como un chico bien informado, un intelectual. Aquello me hizo pensar en que las profesiones anteriores también marcan la imagen de las personas.
—¿Por qué te sorprende?
—Hombre, es un trabajo increíble, ¿no?
Kiriyama esbozó una sonrisa y a continuación sorbió unos fideos.
—Trabajar en una tienda de gafas también es un trabajo increíble.
—Tienes razón.
Yo también sonreí y después di un mordisco al bocadillo de salchicha.
—Tomoka, dices mucho la palabra increíble.
—¿Eh? ¿Tú crees? Quizá sí.
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Autora: Michiko Aoyama. Título: La biblioteca de los nuevos comienzos. Traducción: Marta Morros Serret. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros.
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