Hace unas semanas retraté a Pablo Cerezal en su casa de Madrid. Conversamos sobre el oficio de crear, defender tu mirada y cómo hacer de esta vorágine de profesiones una forma de vida.
Para saber más sobre Pablo:
Pablo Cerezal es un impostor. Dice ser escritor, y podríamos creerle, a la vista de sus publicaciones y colaboraciones en diversos medios y ámbitos, pero en su vivienda no se percibe ninguno de los signos distintivos de un hombre de letras.
Sí, es cierto, este mismo año ha publicado la novela Arábica —de la que un colaborador de esta casa, Jesús Fernández Úbeda, dejó escrito que se trata de «el último tsunami literario de un escritor puro», y la poeta Julia Roig que es «una novela tan arriesgada como enriquecedora, que demuestra un inmenso respeto por la literatura y el lector»— y una suerte de artefacto literario con manera de diario íntimo, lírico y altamente transgresor, de nombre Diario de Corea —elogiado por el poeta Jesús Bonilla por «dejar sin aliento y maravillado, coger por la pechera al lector y llevarlo de imagen en imagen hasta quién sabe el dónde de los mundos posibles que ofrece»—, y descrita por el poeta Álvaro Hernando como «destreza, insolencia, genialidad y una inclasificable forma de permanecer en la memoria»—. Dos libros en un año aún pandémico podría parecer una buena marca (o un suicidio) para alguien que se dice escritor, no vamos a negarlo. Además, ha publicado la novela Los Cuadernos del Hafa —considerada por algunos como «obra de culto»—, el diario poético Breve Historia del Circo, el libro de crónica Al-Maqhaa y, junto al boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, el volumen de relatos Madrid-Cochabamba. Además de estas obras literarias, ha firmado prólogos para otros autores y se ha prodigado en antologías varias.
Un escritor, entonces, ¿verdad? Eso podría parecer, pero yo sigo pensando que es un impostor, y explicaré los motivos.
En el salón su casa no encontramos una sola estantería con libros, y sí muchas fotografías y un buen surtido de CDs musicales. Él argumenta que, siendo la vivienda pequeña, prefiere tener el máximo espacio libre, que así puede relajarse y eso le ayuda a escribir «mentalmente», y que la música la necesita para mantener el ritmo en su escritura.
Podríamos concederle el beneficio de la duda, a este respecto, si tenemos en cuenta que su obra ha sido distinguida, por más de uno, justamente por eso, el ritmo, y que sus incursiones creativas en el mundo musical pudieran apuntalar esa idea: ha colaborado con textos en la caja recopilatoria Canciones 87-17, de Enrique Bunbury, y en el disco Baladas de plata, de Chencho Fernández, y es letrista del músico Alvaro Suite.
Pero no me resulta suficiente argumento y, siguiendo con la impostura, los pocos libros que tiene (no alcanzan el centenar) se encuentran en una estantería de su habitación y desperdigados sobre varios muebles que también ocupan esa estancia. De esta carencia se defiende explicando que regaló la mayoría de volúmenes que conservaba cuando se marchó a vivir a Bolivia, donde estuvo varios años dirigiendo una pequeña ONG que ayudaba a niños de la calle. Con un discurso algo new age, asegura que desprenderse de los libros le ayudó a comprender la temporalidad inevitable de las diversas circunstancias vitales, y que ahora hace lo posible por no cargarse de nuevo con más volúmenes, consciente como es de poder tener que trasladarse en cualquier momento a otro lugar.
También asegura que son mudanzas y traslados los que le han permitido colaborar con diversos medios periodísticos de países como Bolivia, Argentina y Marruecos, además del propio. Eso sí, dice guardar a buen recaudo un número importante de volúmenes que, aunque no tenga a mano, le proporciona calma saber que siguen cerca, y refiere, principalmente, a las «bibliografías completas, o casi, de Henry Miller y Francisco Umbral», entre otros. Ante la ausencia de libros en casa, defiende a ultranza el uso de las bibliotecas públicas, «por más que a las autoridades les interese poco mantenerlas con la mínima decencia —y no me refiero al servicio de limpieza— que merecen».
En su haber positivo, ante esta cuestión de las migraciones y mudanzas, es cierto que el cineasta José Ramón da Cruz realizó un cortometraje documental, basado en su libro conjunto con Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que abundaba en la escritura conjunta y en la experiencia del desarraigo. En su haber positivo, digo, porque él mismo fue coguionista, junto a Da Cruz, del citado documental y, poco después, de otro (largometraje en este caso), nuevamente en tándem: Geometría del esplendor.
No obstante, ya digo, un escritor sin biblioteca propia ingentemente aprovisionada es, de seguro, un impostor. Además, aunque esto pudiese pasarse por alto, hay otro detalle de Cerezal que me confirma su impostura: el lugar dónde escribe. Resulta que lo hace en la terraza de su casa, rodeado de un mobiliario escandalosamente incómodo, de cachivaches de los que «no caben en casa» y expuesto a los rigores de las temperaturas exteriores por no contar dicha terraza con las mínimas condiciones de aislamiento. Para colmo, las vistas no invitan a la creación y el libre deambular mental, ya que todo sueño de horizonte queda truncado por el edificio de enfrente, uno de esos que asemejan más colmena distópica que contenedor de viviendas dignas. Él insiste en que le agrada, de tanto en tanto, asomarse a la ventana para fumar un cigarro ejerciendo de James Stewart en La ventana indiscreta, y que le sirve de inspiración para escribir las entradas de los dos blogs que, a día de hoy y desde hace casi una década, mantiene activos: Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado.
Sinceramente, a mí no me resultan creíbles los argumentos del supuesto escritor Pablo Cerezal. Cierto que hay otros colaboradores de este medio, concretamente Daniel J. Rodríguez, que como tal lo defendió, con rotundos y poéticos argumentos. Pero yo he visto su casa y no termino de convencerme. Un escritor debe hacer gala de una serie de atributos que, cierto, algunos piensan que vacían de significado la labor literaria por estar parapetados tras el consumo y acumulación de productos y clichés, y que esto propicia que los escritores no sean tan populares como las estrellas de rock&roll. Pero… ¿quién quiere estrellas de rock&roll en la literatura si Rimbaud ya murió y aún tenemos a Houellebecq?
Nos recomienda este autor a los lectores de Zenda:
En esto sí, Pablo Cerezal parece ser generoso y demostrar que, al menos, ama la literatura, porque se deshace en elogios ante la obra de su compañero boliviano de letras, el autor Claudio Ferrufino-Coqueugniot, destacando, de entre su ya extensa obra literaria, El exilio voluntario, Premio Casa de las Américas de Novela 2009, editado en nuestro país por Editorial Alberdania. Reivindica la obra de Claudio como uno de los mayores prosistas conscientemente renovadores del español, mientras defiende a ultranza que la mejor literatura en nuestra lengua, a día de hoy, se perpetra al otro lado del charco. «Nadie conoce bien lo que es el exilio hasta que lo vive, y nadie lo explica mejor que Claudio en estas páginas duras, desgarradas y henchidas de lucidez y lirismo atroz. El mordisco y la caricia, o la rosa y el látigo, eso tan de Umbral. En esta joya de libro, Claudio narra su autoexilio en los Estados Unidos y cómo sobrevivió a la deflagración del desarraigo gracias a la camaradería de otros expatriados como él. Un libro que debería leerse y gozarse en escuelas, seminarios, bibliotecas, conventos, bares, mercados y plenos del Ayuntamiento de cualquier población interesada en la literatura y la vida que, al fin, son lo mismo».
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