El hombre alto y robusto apoyó su valija en la balanza, junto al mostrador de la compañía aérea. La empleada hizo el gesto clásico de exceso de equipaje. El hombre giró hacia Diego, que aguardaba sin ansiedad su turno.
—Ningún problema —replicó Diego antes de pensarlo—. Está casi vacía. Llegué con ropa vieja y la fui dejando por el camino.
—Me llamo Eugenio Moliere. Permítame su valija, reacomodaré mis cosas entre las suyas.
Diego le ofreció su maleta, fácil de abrir y con amplio espacio disponible. Eugenio Moliere trasladó varios pares de zapatos de alta gama, una especie de escultura y dos libros del tamaño de enciclopedias.
—Lo siento —expresó Moliere—. No sé viajar sin mis cosas.
—No se preocupe —lo excusó Diego—. Se despacha.
Con la carga repartida, facturaron gratuitamente las valijas.
Viajaban de México a Buenos Aires, y aún quedaban dos horas antes de abordar. Moliere le sugirió a Diego compartir un almuerzo ligero en el restaurant del embarque.
—¿Usted a qué se dedica? —preguntó Moliere a Diego.
—Soy empleado de una agencia de viajes —explicó Diego—. De hecho, este viaje es uno de los premios que dan por año a algún empleado, supuestamente por algún mérito en particular. La verdad es que me esforcé como todos los años. Me esfuerzo mucho en general, es cierto; pero cada año lo gana otro. Es como un sorteo.
—Lo felicito —comentó Moliere—. Tengo varios centenares de empleados, y nunca se me ocurrió regalarles algo así.
—¿Cuál es su rubro? —se interesó Diego.
—Construyo rascacielos, bancos, estadios techados —detalló Moliere—. Entre nosotros, este patio de comidas es uno de mis emprendimientos. Pero no lo divulgue: no me convence.
—No sale de acá —bromeó Diego.
Cuando terminaron de comer, Moliere propuso a Diego darle el efectivo, ya que pagaría con tarjeta de crédito. Diego calculó su pedido y le entregó los billetes. Moliere se acercó hasta la barra, habló con el cajero, mostró algún tipo de tarjeta, regresó a la mesa y consultó:
—¿Tendrás cambio para la propina?
Asombrado y algo molesto, Diego dejó sus últimos pesos mexicanos sobre la mesa. Quizás el tal Moliere fuera un farsante, y no construyera siquiera casas de Rasti. Sin embargo, cuando por fin abordaron, sentaron a Moliere en primera clase.
Mientras leía, en aquel viaje de seis horas, Diego no dejaba de ponderar, cada tanto, por qué Moliere, si realmente era propietario de aquella fortuna, no había simplemente pagado el exceso de equipaje en vez de tomarse tantas molestias.
Se reencontraron en la cinta de equipajes, en Ezeiza, y le reintegró sus pertenencias.
—Me gustaría mucho volver a conversar con usted —lo halagó Moliere—. Haré que mi secretaria lo llame.
En rigor, no acotó “si a usted también le interesa”, o “si no le molesta”. Diego se limitó a asentir y siguió viaje, en el remise menos caro, hacia su modesto departamento en Balvanera. A Moliere lo pasó a buscar un chofer con librea.
Pocos días después, Diego recibió el llamado de una sensual voz femenina: el señor Moliere lo recibiría en su torre de Puerto Madero.
Rumbo a la dirección indicada, caminando, Diego cavilaba acerca de por qué Moliere no lo había llevado de Ezeiza a Balvanera.
La Torre de Moliere Construcciones era deslumbrante: uno de esos edificios de cuando el futuro era inimaginable. Desde el último piso, Moliere le señaló a Diego:
—Ese, ese y ese son míos.
Por la ventana, se divisaban las propiedades de Moliere más allá de Puerto Madero.
Moliere lo invitó a conocer un piso dedicado a acumular botellas de whisky; una bodega con todas las marcas, de Escocia a Japón, de Noruega a Groenlandia, los más destacados, los incunables. En ese paraíso etílico, Moliere preguntó a Diego:
—¿Qué es para usted haberse esforzado mucho?
—Trabajar todo lo que corresponde y más —consideró Diego—. Hacer bien mi trabajo porque sí, como si fuera una vocación. Respetar a los clientes y a mis compañeros.
Moliere guardó silencio unos segundos antes de interponer:
—Hay dos clases de personas: las que buscan la prosperidad por medio del esfuerzo constante, y los que nos enriquecemos por medio del sentido de la oportunidad.
Diego reflexionó: la frase no era necesariamente acertada; aparte, Moliere le estaba refregando en la cara que era rico. Como si en lugar de agradecerle el favor, se estuviera burlando de haberlo conseguido gratis.
—¿Querés tomar algo, antes de marcharte? —preguntó Moliere.
Diego miró a su alrededor, y pensó que quizás lo había juzgado mal: le regalaría una botella de whisky, de las de mayor calado. Comenzaría una suerte de amistad, que no había buscado, pero lo favorecería.
—Un whisky —aceptó tímidamente Diego, refiriéndose a un trago, pero esperando una botella.
—No, no, whisky no —dijo sin agitar la cabeza Moliere, absurdamente en aquel sitio.
—Me refiero a un vaso —aclaró Diego—. Una medida.
—¿A esta hora? —se extrañó Moliere—. No, whisky no. ¿Agua? ¿Café?
Diego negó silenciosamente.
—¿En qué viniste? —preguntó Moliere.
—A pie.
—Ah, de verdad sos el empleado del año —se rió Moliere—. Bueno, volvemos al trabajo. Ya nos veremos por ahí.
Diego consideró la posibilidad de preguntarle por qué lo había invitado, cuál era su objetivo, qué le pasaba por la cabeza. Pero supo con la inteligencia intuitiva que lo acompañaba desde su infancia, que las respuestas serían igualmente ofensivas. Haber recibido un favor, para aquel sujeto, no representaba la obligación o el impulso de retribuirlo, sino la oportunidad de conseguir algo más y pavonearse: un activo merecido por su astucia.
La providencia le había concedido a Diego un solo premio por su buena voluntad: conocer a un sujeto esencialmente despreciable, sin excusas; y tal vez al hombre más avaro del mundo.
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