La bufanda roja (Sexto Piso), el último libro de Yves Bonnefoy (Tours, 1923-París, 2016), es su autobiografía, su testamento literario. Con una prosa ligera y poderosa, nos lleva de la mano por todo el siglo XX (las dos guerras mundiales, la miseria económica y social de Europa, el nacimiento de la contracultura en Estados Unidos, las revueltas universitarias en Francia) y nos entrega su excepcional lucidez para analizarlo y entenderlo.
Yves Bonnefoy, uno de los poetas más relevantes del siglo XX, destacó también como ensayista, traductor y crítico literario y de arte. Fue traductor de Shakespeare, Yeats, Keats, Leopardi y Petrarca. Recibió el Prix des Critiques, el Grand Prix de Poésie de l’Académie Française, el premio de la Fondation Simone et Cino del Duca, el Premio Balzan y el Premio Kafka, entre otros. Sus obras se han traducido a más de treinta idiomas.
UNA «IDEA DE RELATO»
I
Heme aquí delante de una carpeta donde están reunidos mis sucesivos intentos de una vieja «idea de relato». Esa carpeta está, desde hace largos años, en un pequeño secreter que mi abuelo materno había fabricado con sus propias manos, un mueble de madera pobre y de forma humilde provisto de una tapa en la que él colocaba las hojas que cubría con su escritura fina y compacta antes de levantarla para guardar debajo de ella su trabajo. En la parte alta del secreter, por encima de la tapa, hay cajones, dos a cada lado de una cavidad central en forma de arco, sobre la que hay, oculto por un gran reborde, un estante. La parte inferior, por debajo de la tapa, es simplemente un espacio para guardar cosas, sostenido por los cuatro pies, rectos y desnudos. Mi abuelo ponía sobre el estante sus portaplumas, colocados sobre pequeños caballetes de madera, y a veces también sus reglas y su compás, porque era maestro, y secretario de la alcaldía, pero también se consideraba un geómetra. Y frente a él, en los huecos bajo la estantería, guardaba sus tinteros, uno de vidrio azul y cuadrado, con el cuello estrecho y la tapa, el otro redondo y amarillo, de barro cocido. Junto a los tinteros, el papel secante y una regla de cálculo, hecha de bello marfil, en su estuche de madera clara. En los cajones laterales había un desorden de sellos de caucho, cajas de chinchetas, gomas que nunca toqué. Cuando heredé de mi madre ese humilde mueble, las gomas endurecidas y los sellos estaban todavía ahí, a pesar del tiempo que ella lo tuvo, y no tuve el coraje de separarme de él.
Pero bajo la tapa, ahí donde mi antecesor guardaba los libros que él escribía, aunque sólo para él mismo, encuadernados con un sencillo cartón o con una imitación de cuero las hojas puestas en limpio, hoy ya no queda nada de esos trabajos; guardo en otra parte los que recibí en legado. En su lugar puse fotografías de cuadros y también el dosier de «La bufanda roja».
Ese dosier es una carpeta de tela amarilla con una cinta del mismo color para cerrarla, donde están reunidos cuadernos y hojas de diversos formatos marcadas, muchas veces, con distintas escrituras, porque a través de los años utilicé plumas de todo tipo, más o menos gruesas, y de diferentes tintas, y en ocasiones lápices. Una larga cadena de intentos y de abandonos, desde, ahora lo veo, 1964. Lo incesantemente interrumpido, lo inacabable, me parece.
Y sin embargo no había dudado, desde los primeros intentos, que lograría realizar, y muy rápido, la «idea de relato» que había imaginado. Mi confianza era tal que, nada más habérseme ocurrido, y rápidamente dotada del título «La bufanda roja», me creí en disposición de proponer a Gaëtan Picon el texto que de ahí resultaría: podría publicarse en uno de los siguientes cuadernos del nuevo Mercure de France, del que por entonces nos ocupábamos juntos. Tanto así que Gaëtan lo anuncia, creo recordar, en la contraportada de uno o dos números de la revista, como uno de los escritos «por aparecer». En los mismos meses y con la misma seguridad, formaba el proyecto de una edición ilustrada por Claude Garache, quien incluso comenzó a hacer los grabados.
Pero nada resultó de esas promesas sin duda imprudentes más que una búsqueda en vano continuada, el trabajo retomado seguido de largas interrupciones, durante más de cuarenta y cinco años. No me resignaba a dejar inacabada «La bufanda roja», como tampoco a no resolver el enigma de esa invención bruscamente silenciada. Sentía que había en ese cofre con la llave perdida algo importante para mi reflexión sobre la poesía y mi propia vida. Dos o tres meses antes de mi pequeño libro de 2009, Dos escenas y notas conjuntas, había retomado una vez más esas páginas, siempre con el pensamiento de que terminaría por comprender lo que sería el final de «La bufanda roja».
II
De lo que disponía desde los primeros días era de un poema de un centenar de versos. Mi idea de relato eran palabras portadas, si no producidas, por las exigencias de un ritmo. Pero cuando había constatado que no lograba comprenderla del todo, imaginé, para evitar el obstáculo, volcarme en una escritura en prosa. Tal vez, me dije, la libertad que da la prosa para detenerse en pensamientos que el verso descuida en su caminar precipitado, imperioso, me permitiría percibir detalles que convertiría en la llave de descubrimientos útiles. Desafortunadamente esas páginas en prosa no me sirvieron de nada. Intentaba decir demasiado, sin la menor convicción, sobre los personajes que trataba de inventar. Cada vez borraba esas tentativas desordenadas, a veces las destruía, y todo lo que me enseñaron es que a la primera versión, la que se había impuesto de un solo golpe, no podía agregarle nada.
E incluso tampoco podría cambiar nada. Habían surgido, en esas frases cargadas de alusiones oscuras y de apariencias de recuerdos, significados, preocupaciones que tenían la naturaleza de hechos, incluso si yo no sabía dónde situarlos en mí, aunque me hubiesen marcado de forma precisa. Ese poema, si es la palabra que conviene, no era un simple esbozo de pensamiento, entregándose a la reflexión, sino un texto que existía como tal, hasta en su mínima coma, y que no tenía el derecho de tocar, como si fuese la obra de alguien más. Un texto, la producción de no sé quién dentro de mí. Y no había ninguna manera –había que terminar por resignarse a ello– de que las ideas concebidas a un nivel consciente, y que llegaron más tarde, pudiesen insertarse en «La bufanda roja».
III
Fue porque llegué a no dudar de eso, que me decidí, la última vez en julio de 2009, después de un nuevo fracaso, a no volver a abrir nunca más la carpeta, el deseo de destruirla volviéndose cada vez más insistente… Pero antes de contar lo que se produjo poco después, es necesario que me decida a dar a leer las páginas del primer día. He aquí «La bufanda roja». Son dos o tres tiradas de versos que llamaré fragmentos. El primero:
Ese hombre, ya viejo.
Que ponga un poco de orden en mí, se propone,
Que tire esas agendas de mi juventud,
Esas cartas de compañeros de clase,
De amigos, de amigas de los años de estudios,
Y aun esos cuadernos. Abre uno de ellos,
Son notas que tomaba a los veinte años.
«En el museo, esa mañana,
Vi la Dánae en la lluvia de oro»,
Y algunas páginas más lejos:
«And so he heard an horn blow»
Y: «knight of the two swords ye must have ado».
Esas palabras, él sabe de dónde vienen,
Recuerda el día en que las leyó
Con ese deslumbramiento que vuelve a atravesar
De un golpe sus ojos de tantos años después.
Sigue girando las páginas.
Más lejos todavía
«They call me the hyacinth girl».
Y he aquí que descubre
Un sobre vacío, pero cerrado.
Le da la vuelta,
Alguien ha anotado un nombre, una dirección,
17
Es en Toulouse,
Palabras que obstaculizan la página,
Tiremos también esto, se exclama,
Pero no lo hace, no, recuerda,
Entrevé en el fondo de su memoria
A un hombre encontrado sólo una vez
En una vieja casa, nunca vuelta a ver,
Cuando él tenía más o menos veinticinco años.
Muros pintados con cal, ¡qué liberación
Para quien viene del papel floreado de las habitaciones pobres!
Habían hablado,
Lo vuelve a ver en el vano de una ventana,
El muro tiene una gran profundidad, y detrás
Está la luz de la tarde.
Tiremos ese recuerdo, se obstina,
Pero se lo impide
Algo que le da miedo.
Ese recuerdo es como el negativo
De una fotografía en blanco y negro,
En la que no podemos ver nada excepto, bajo un ángulo,
Esa forma que parece surgida de la noche,
Y sin embargo
El hombre, ahí, inclinado hacia delante,
Lleva puesta una bufanda roja.
¡Escribir!,
Aunque sea absurdo
Después de tantos años,
A esa dirección en Toulouse.
Cincuenta años más tarde, se dice,
Y simplemente la dirección de un hotel,
Me devolverán la carta y ya no volveré a pensar en eso.
¿Y qué escribe? Algo como:
¿Qué ha sido de usted? No lo he olvidado.
En cuanto pueda, deme noticias suyas.
18
Alza los hombros, echa la carta.
Pero no se la devuelven.
Pasan las semanas.
Y una mañana,
La misma escritura, más o menos,
El mismo nombre y al reverso la misma dirección,
Una respuesta: ¿Usted no me ha olvidado?
Me acuerdo, yo también,
Aun lo veo de nuevo
En esa gran casa, cerca de una ventana,
En el profundo vano.
Por qué estábamos ahí, ya no lo sé.
Quién estaba con nosotros, no me atrevo a pensarlo,
Pero todo eso ha quedado en mi memoria,
Todo era gris a nuestro alrededor, la noche caía,
¡Pero qué contraste! ¡En la penumbra
La gran bufanda roja que usted llevaba!
El recuerdo me ha vuelto en ciertos momentos de mi vida.
¡El miedo, ah, más aún!
Un escalofrío,
El horror que nace
De un paso que se escucha en una casa vacía.
Partir,
Tomar el primer tren hacia Toulouse,
Comprender que detrás
De ese recuerdo se oculta otro,
Una muchacha, en efecto, acaso no entraba
En la sala donde pronto anochecería,
Acaso no tenía entre sus manos, ah, por qué,
Una bufanda, no decía ella…
Puntos suspensivos que no están en el texto, pero a través de los cuales indico la gran interrupción que creo que tuvo lugar en ese instante. Además de los versos que acabo de citar hay, en 19 mi archivo, dos fragmentos más, y que son también —cercanos a las primeras páginas y tal vez del mismo día— algo infligido y no algo deseado, algo que sorprende y no algo imaginado; sin embargo, no franquean esa especie de macareo que obstaculiza en el escrito más antiguo el flujo de su escritura.
Uno de esos fragmentos retoma casi palabra a palabra el dictado original, y podría dudar en referirme a él, pero en un punto de esta variante es como si yo mismo entrara en escena, junto a ese «hombre ya viejo», lo que hace de él un amigo, tal vez, en todo caso un ser que asumo como real, aun en el espacio de una ficción: indicación que no carece de importancia. Y sobre todo esa página contiene dos pensamientos completamente nuevos, uno de los cuales trata de entrar en ese porvenir del que yo no sé nada, y el otro agravaría aún más el enigma.
Transcribo entonces también ese segundo fragmento, excepto su primera estrofa, que no aporta ningún cambio a los primeros diecisiete versos de la versión original, como si la referencia a Dánae y al relato medieval constituyera una especie de tronco en común de lo que podría seguir. He aquí la segunda estrofa y todo el resto. Desapareció la alusión a la muchacha con jacintos e incluso la idea del sobre: de inmediato ocurre el descubrimiento de la dirección del desconocido. Y helo aquí que se detiene en un nombre, en una dirección Que una mano que no es la suya Ha escrito a lo largo de toda una hoja. Un nombre de hombre, Una dirección de un hotel en Toulouse. Reflexiona, Sí, debió de ser cuando pasé algunos días Aquel año En ese pueblo cerca de Toulouse. Tiremos también esto. Pero no lo hace. Ya no quiere ordenar nada.
Y helo aquí que se detiene en un nombre, en una dirección
Que una mano que no es la suya
Ha escrito a lo largo de toda una hoja.
Un nombre de hombre,
Una dirección de un hotel en Toulouse.
Reflexiona,
Sí, debió de ser cuando pasé algunos días
Aquel año
En ese pueblo cerca de Toulouse.
Tiremos también esto.
Pero no lo hace.
Ya no quiere ordenar nada.
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Autor: Yves Bonnefoy . Título: La bufanda roja. Editorial: Sexto Piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
De nuevo, el Bonnefoy de las autenticidades, de la perplejidad de lo anotado, «La Bufanda Roja», que es un pretexto para dejar constancia de la nostalgia; no hay mayores datos salvo los objetos, los dejados en la herencia paterna son el pretexto ideal para ir al recuerdo, al flirteo juvenil, sin que sea importante el desenlace, ¡qué importa lo que haya pasado! lo sustancial es la emoción que nos dejó. Y el remate final, que además discurre a lo largo de una tramposa prosa, más poética que cualquier relato, es la inútil obsesión por deshacerse de las cosas. Esas seguirán ahí, frente al relator, como testigos, y lo más importante, son la perfecta excusa para rememorar, y darle sentido a la evocación.