La belleza, el paso del tiempo y la dualidad entre el cuerpo que amamos y la persona que se oculta tras él son los ejes de la que, tal y como nos asegura la faja que acompaña este libro, es la primera novela lésbica de la literatura rusa.
Concebida como una nouvelle (o novela breve), la lectura de Treinta y tres monstruos resulta tan sugerente y sensual como, al mismo tiempo, reflexiva, pues su autora combina con maestría las descripciones de sus personajes y de sus vivencias eróticas con los interrogantes filosóficos con los que trata de interpelarnos, convirtiéndonos en voyeurs de una historia de amor y de deseo que también tiene mucho de autoconocimiento y de autodestrucción.
Resulta imposible leer Treinta y tres monstruos sin atender a su contexto histórico y literario, pues en su sensibilidad poética hallamos la evidente huella del simbolismo finisecular, así como muchos de los tópicos propios de dicha estética, tanto en los elementos temporales —con los atardeceres y las noches, marco principal de la acción— como en los espacios, en los que dominan los interiores que, como el teatro o el piso donde conviven las protagonistas, se convierten en alegoría física —y locativa— de su intimidad.
El ritmo de la prosa de Treinta y tres monstruos se acerca a menudo a la musicalidad del verso, gracias al predominio del párrafo breve y a la frecuente yuxtaposición de oraciones precisas y sintéticas. Este estilo eminentemente lírico —tan valorado por los simbolistas— intensifica el efecto evocador, al combinar la sensorialidad tanto en el contenido como en su forma.
Entre los referentes que nos asaltan a lo largo de la lectura de esta novela —en cuyos monstruos podemos intuir los que se ocultaban tras el espejo de Dorian Gray— destaca, sobre todo, el de Platón, pues la búsqueda del amor y de la belleza de sus protagonistas emula ese ascenso al plano de las ideas al que, sin embargo, jamás tendrán acceso y que las condena, por mucho que se esfuercen en lo contrario a la tragedia:
“Quien puede sentir la tragedia a través de su persona está salvado. Es a la vez su héroe y su antagonista”.
Esa duplicidad de héroe y antagonista es la que, en cierto modo, encarna también su narradora, convertida en sujeto y objeto al mismo tiempo, amada y recreada por Vera, la actriz de la que se enamora, y en cuya mirada posa y justifica su existencia:
“Vera me crea. Pienso que soy hermosa porque ella me mira.”
Las reflexiones sobre la mirada que nos crea, la necesidad de las máscaras para sobrevivir (“La máscara es un descanso, una tregua de uno mismo”) o la búsqueda de la belleza como motor existencial harían de Treinta y tres monstruos un compañero de edición perfecto para El banquete de Platón, obra que no en vano cita Viacheslav Ivánov en su prólogo a esta fascinante novela, que —en sus propias palabras— nos habla de “la unión y la escisión del alma creadora y de la belleza creada”:
“Amo tu cuerpo porque es hermoso. Pero no conozco tu alma. Ni siquiera sé si tienes alma.”
Mención aparte merece el valor que demostró su autora al escribir esta historia de amor lésbico —censurada al poco de su publicación—, que hoy debería formar parte no solo del canon de la literatura LGTBIQ+, sino también de la mejor narrativa simbolista de principios del XX.
Es una lectura más que aconsejable que, además, nos llega en una brillante traducción de Manuel Ángel Chica Benayas y que, en su cuidada edición en Akal, viene acompañada de una serie de relatos que, bajo el título de ¡No!, no llegaron a ver la luz hasta once años después de la muerte de la autora.
Hoy, más de un siglo después, sus palabras —llenas de sensualidad, poesía y aliento feminista— resuenan con fuerza gracias a estos Treinta y tres monstruos que encierran otras tantas miradas en las que vernos, buscarnos y aprender a aceptarnos aun cuando la belleza, secuestrada por el tiempo, nos dé la espalda.
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Autora: Lidia Zinóvieva-Annibal. Título: Treinta y tres monstruos y ¡No! Traducción: Manuel Ángel Chica Benayas. Editorial: Akal. Venta: Todostuslibros.
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