De personajes, que no de personas. Gulliver, Strogoff, Andía, Starbuck o el infame magistral de la catedral de Vetusta se desprenden, goteando, de una maraña de relatos prendidos en la memoria. El Viaje del doctor Lemuel Gulliver a diferentes y lejanas naciones del mundo, el de Miguel Strogoff a Irkutsk, los del capitán don Santiago de Andía con sus inquietudes por equipaje, el viaje de los desgraciados tripulantes del Pequod o el de “nuestra” Anita Ozores a través de una selva llamada Vetusta. Mucho viaje, y es lógico: todo relato es un viaje por la geografía del alma. Tendría que poner orden, me digo, en este mare magnum y empiezo, ya que estamos, por la desgraciada odisea de Anita Ozores, La Regenta, una chiquilla que busca sin saberlo el Amor. ¡Ah, el Amor! El Amor no se busca, señora. El Amor, si hay suerte, se encuentra. A la señora del Regente le acechan predadores de nivel, entre los que destaca el ya mentado magistral de la catedral, don Fermín de Pas, el gran “malo” de la Literatura Española. Junto a él sientan sus reales los condes de Carrión, dos hermanos cobardicas y fifilichis a los que cabe el dudoso honor de haber perpetrado el primer acto de violencia de género habido en España, según cuenta el Cantar del Cid. Potente narración de un viaje a través de las difusas fronteras alto medievales del nordeste peninsular. Viaje incierto y peligroso en busca de sustento, pero también de dignidad. El viejo cantar de gesta concebido en un español contundente, apenas recién nacido, o sea que no se usaba aún para escribir, se beneficia de la precisión de un guión de cine y de la virtud de ser inmune al tiempo.
Mucho malote en este espeso condensado de personajes. Todos con la misión de impedir a los buenos cumplir la suya. Ivan Ogareff es de los más conspicuos, y en mi caletre aparece sádico, ceñudo y cruel junto a Diego y Fernando, los condes de Carrión, y a Fermín de Pas, más “civilizado”, vamos a decir, aunque sea fácil imaginarlo torturando y matando en otra época distinta a la suya. Pasa lo mismo con ciertas personas, que no personajes, pero no entraremos a filosofar sobre la impía naturaleza humana. A Ogareff lo creara Julio Verne para dar la réplica a Miguel Strogoff, que vive, como Anita Ozores, una odisea, sólo que tiene muy claro su objetivo: llevar un mensaje del zar a Irkutsk. Su odisea no es a través de Vetusta, sino de Siberia, que a él le resulta igual de hostil. Su Fermín de Pas, Ivan Ogareff, hará lo imposible para que no lo consiga.
En las filas de tan innoble estirpe forma el maquiavélico Ruperto de Hentzau, empeñado en amargar la vida al simpático caballero Rassendyll sin más motivo que el sorprendente parecido físico de éste con el rey Rodolfo V de Ruritania, el prisionero de Zenda. Nada que ver con ese perraco de colmillo retorcido que acaba de parir Arturo Pérez-Reverte con la limpieza de una madre experimentada. Desde los tiempos de Ogareff y Hentzau ha llovido una inmensa cantidad de Literatura y ese pájarón, Falcó, ha nacido con más matices que escamas tiene un lagarto. Encima es el prota, con un par, y su antagonista, un nobilísimo falangista que hace las funciones de bueno (a Reverte le encanta tocar los huevos). Llevaba tiempo nuestro cartagenero de cabecera, según asegura en entrevistas y presentaciones, dándole vueltas a la idea de crear un malo atractivo y complejo, no plano como los de antaño o los de Steven Spielberg. Él quería un cínico amoral, pero con fisuras, un bellaco que tuviera trastienda y biografía y que pudiera enamorar al lector y a las señoras. En su novela El asedio ya coqueteara con la idea dando vida a Rogelio Tizón, que si enamora al lector, en otra clase de amores no enamoraría ni a un cocodrilo. A su alrededor se levanta un Cádiz que a veces se me antoja la Costaguana de Conrad, complejo belén al que no faltan su río, una ciudad, su puerto, la playa, la selva, montañas y una mina. Un país entero que es, en realidad, un personaje. El principal. Dentro de él se mueve una porción de figuritas de belén, como el nostramo que da título a la obra y que engaña mucho porque no es el protagonista. El protagonista es “coral”, que es un concepto que encanta a los críticos.
También han discernido mucho los críticos sobre si el protagonista real de La Regenta no será Vetusta. Los paisajes dan juego como protagonista, y uno, que es amante de la literatura geográfica, o más bien de la Geografía como Literatura, lo aprecia. Quizá por eso disfrutara como un enano en la legendaria Región benetiana. En su Volverás a Región, entendido ese “volverás” como maldición bíblica, el señor ingeniero logró que un género pesadísimo, la memoria geológica de los proyectos de puentes y pantanos, volara al territorio del ensueño, la poesía y la expresividad mineral. Si las piedras hablaran, serían benetianas. Reverte, que no es ingeniero ni mucho menos geólogo, sino “reportero dicharachero”, convirtió el paisaje en protagonista de su Territorio Comanche, la incierta tierra de nadie que, en mitad de una guerra, la que sea, rodea cierto puente sobre un río. Hediondo paisaje de muerte que adquiere personalidad propia ante los ojos de dos periodistas chiflados; uno de ellos pretende grabar la voladura del tal puente y conquistar el Santo Grial del oficio mientras su compañero, el plumilla, no hace nada, salvo acompañarlo por simple solidaridad profesional, aburrirse como un mono y comerse el miedo: en tierra de nadie pocas cosas son previsibles y ninguna segura. La novela no es otra cosa que su loco deshilvanar mental en diálogo con los detalles del ominoso paisaje que se extiende ante él, espejo de su alma y del que puede salir en cualquier momento, igual que del desolado interior de su alma, la bala que lo mate.
Lo notable de esta novela es que ni el protagonista ni el lector, ni probablemente el autor, parecen llegar a darse cuenta nunca de que esta “comida de coco” del personaje es lo único que sucede realmente. Novela subjetiva donde las haya, y que uno encuentra hija putativa de El extranjero camusiano, Territorio Comanche es un monumento al punto de vista y un homenaje a la subjetividad del que mira y piensa, homenaje que el texto disfraza, artero, de objetividad. Una especie de trampantojo en el que nada es lo que es, ni tan siquiera lo que parece que es, sino sólo lo que el hombre que mira y piensa, demiurgo creador, dice que es. Hubiera hecho falta un Ingmar Bergman para llevar a la pantalla el alcance de un texto que va mucho más allá de lo que dice ser, un viaje sin alharacas al centro mismo del alma, lo único que ciertamente existe y que, oh paradoja, se reduce a una desconocida e inhóspita sima en la que se apretujan anhelos, sueños rotos, la cobardía y también el valor, así como el reprimido dolor de quien sabe exactamente lo que hay y no se hace ilusiones de que haya otra cosa. Quizá el valor se reduzca a la capacidad de bajar a esa sima y hacer inventario.
Quizá lea demasiado. Lo decía mi abuelo Joe. «Este chico lee demasiado. A ver si va a salir idiota». Si en vez de meter tanta milonga en el cerebro hubiera uno entretenido la vida con las páginas salmón de los periódicos, mejor le hubiera ido. Pero, las cosas como son, el encanto de las páginas salmón es igual a cero. «Usted sólo va a servir para tapar socavones, Davidín», me decía un profesor cabrón que tenía en Edimburgo. Después me vine “pa” España, Oliver Asín se cruzó en mi camino, y vi que las lenguas y las literaturas podían llenar una vida. Y aquí estoy, emborronando bytes y ocupando memoria en esta reserva de la Naturaleza para especies en peligro de extinción que es Zenda Libros.
Otro día, más.
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