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La cachetada, de Micaela Agostini

La cachetada, de Micaela Agostini

La escritora y periodista Micaela Agostini ha unido en una sola novela a dos mujeres imprescindibles para comprender la Argentina de mediados del siglo XX: Evita Duarte Perón y Libertad Lamarque, dos actrices —entre otras cosas— que se profesaban una gran enemistad y que tuvieron destinos muy distintos. La autora cuenta sus encuentros y desencuentros con dosis de intriga y humor.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de La cachetada, de Micaela Agostini (Menoscuarto).

***

Capítulo 1

Ciudad de México, 26 de julio de 1952

Desde que había recibido la carta, cinco días atrás, la vida de Libertad Lamarque se había convertido en la antesala de la venganza. Acarició las frías sábanas de seda y tiritó. Posó una mano sobre su pecho y se dio cuenta de que había dormido con el vestido puesto. Con la otra desenredó el chal negro con el que había cubierto sus ojos. La luz del día fue un puñal en sus abúlicas retinas. Llamó a Eufemia, pero nadie contestó.

Al escuchar a su ama, Chesita y Chulita comenzaron a pelearse. Chesita montó guardia sobre el filo del somier y Chulita observó envidiosa el mullido recoveco desde el cual la otra chihuahua la vigilaba sin dejarle acercarse. Aquellas perritas se disputaban el amor de su ama al igual que lo harían dos actrices con la última estatuilla del premio Oscar. El llanto de Chulita y los gritos de Chesita le atravesaron el cerebro de abajo arriba como una estalagmita de dolor. Libertad cerró un ojo y contrajo la mejilla en una mueca de agonía. Adoraba a sus chihuahuas, pero ¡qué ruidosas podían ser! Cuando de pronto, ocurrió lo que no ocurría nunca con ellas: el silencio. Las miró extrañada. Algo les llamaba la atención. Sus abultados ojitos permanecieron clavados en la ventana. Chulita desapareció bajo la cama luego de unos espeluznantes aullidos y Chesita corrió con los penachos erguidos del lomo hasta el límite del colchón. Allí, ladró enfurecida, ladeó la cabeza y como si un peligro acechara la pieza corrió con la cola entre las patas a guarecerse detrás de la espalda de su ama. ¿Qué les pasaba? ¿Acaso a ellas también la carta las había afectado? ¡Imposible! Se rio de su ocurrencia y giró el torso para alzar a Chesita. Pero, hecha una bola de nervios, la chihuahua le clavó un colmillo. Libertad la maldijo y la arrojó al suelo. Chulita y Chesita huyeron de la habitación.

Libertad miró el despertador. Las cuatro y media de la tarde. ¡¿Cómo era posible?! ¡La carta! Desde que la carta había llegado, Libertad le adjudicaba toda la culpa de su errático comportamiento. Volvió a insistir con la mucama para que le trajera un vaso de agua y una pastilla para la jaqueca. Nada. ¿Dónde diablos se había metido? Una ráfaga de viento, demasiado fría para la época del año, entró por la ventana. Libertad agarró el edredón con ambas manos y apoyó la espalda contra el cabecero capitoné de su cama. Se lamentó por la dureza con la que había tratado a sus perras y las llamó para resarcir su error con caricias, pero estas nunca se asomaron. Una segunda ventolera, más fuerte y más fría que la anterior, movió las cortinas. Libertad contuvo la respiración y se quedó tiesa del miedo al ver que ellas tomaban la forma de un rostro. El semblante esculpido en el lienzo permaneció unos segundos, como flotando, a pesar de que el aire ya no soplaba. ¿Era posible que esa cara fuera la de…? Libertad se llevó las sábanas hasta la nariz y observó aterrorizada sobre la mesa de luz la carta que Eva Perón le había enviado. Una tercera bocanada de aire devolvió a la cortina su caída natural y Libertad aprovechó el momento para salir de allí lo más rápido que pudo.

Recorrió el blanco y desprovisto pasillo que conducía hacia el salón y la cocina con la cara volteada hacia la puerta de su cuarto. Últimamente, tenía tantas pesadillas que le costaba distinguir la realidad del horror. Sobre el sillón de terciopelo blanco, cubierto al igual que el resto de los muebles de la casa por sábanas, Chesita y Chulita habían dejado atrás su rivalidad para abandonarse a los placeres olfativos de sus genitales. Al verla aparecer, las perras saltaron y otra vez el pequeño torbellino de discordia siguió sus pasos como un satélite hasta la cocina.

Se sirvió un vaso de agua. Sintió hambre, pero no se molestó en buscar comida. Desde que la carta había llegado, Eufemia —¡qué haría sin ella!— compraba solamente lo que se iba a consumir en el día. Porque si bien Libertad aún no había decidido qué hacer con el favor que Eva le había pedido, Eufemia sabía —porque conocía mejor que nadie a su señora— que de un momento para el otro podrían tomar un avión hacia Buenos Aires. Desde que la carta había llegado, vivían en el lujoso apartamento de un fantasma. Las paredes sin cuadros, el mobiliario cubierto con sábanas y una maleta siempre hecha al lado de la puerta, nada a medias tintas. Lo único que permanecía con vida en aquella vivienda que se había convertido en una fría sala de espera era el mueble de la radio y un brilloso piano de cola blanco que la diva usaba para afinar su voz. ¡Pero ese dolor de cabeza iba a matarla! Sentía como si alguien le hubiese soltado un puñado de agujas en el cerebro. Abrió el refrigerador para enfriarse la jaqueca, pero el flash lumínico del electrodoméstico, al igual que una espoleta retardada, detonó los recuerdos de la noche anterior. Pedro Infante le vaciaba una botella de Dom Pérignon en la boca. María Félix constreñida por esas ridículas serpientes de Cartier. Mariachis. Fuegos artificiales. La reliquia maya que había usado como micrófono para cantar un tango. Aplausos. Los hombros de Negrete y Córdoba, y ella montada sobre ellos. ¡Ahí el porqué de su dolor de cabeza!

(…)

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Autora: Micaela Agostini. Título: La cachetada. Editorial: Menoscuarto. Venta: Todos tus libros.

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