Son muchos los patrones Vasques en la vida de un poeta. Fernando Pessoa dejó definido en unas breves líneas del Libro del desasosiego, tal vez mejor que cualquier otro escritor, el estereotipo más caracterizador de este recurrente personaje del mundo laboral:
Pero también, en el mismo fragmento, el lisboeta acierta a reflejar la dualidad en la que vive, o mejor sobrevive un poeta, perfilando la delgada línea que separan las leyes físicas sobre las que gravita su cruda realidad —en donde campan a sus anchas personajes como el patrón Vasques— de aquellas otras en las que opera libremente la sublimada proyección de su escritura:
«Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte».
Como se observa, el precursor de los heterónimos pone a salvo de la ley de la gravedad y de las contingencias de la vida el mundo del arte; para ello se sirve de dos espacios casi simétricos, la oficina donde trabaja y la casa donde vive, desde los que establece, por contigüidad y semejanza, una dualidad entre el mundo exterior y el mundo interior del poeta, entre la máscara social y la facies creativa, entre el machadiano soliloquio —«con ese buen amigo» que llevamos dentro— y las engorrosas disquisiciones del pulcro oficinista de cartas comerciales. Planteamiento que le lleva a hacer no solo una breve teorización sobre la vida, simbolizada por el patrón Vasques, sino una honda y vivencial definición de la función del arte:
«Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir».
Pienso que no se puede decir más con menos. ¡Qué lector, qué melómano, qué admirador del Greco o de Velázquez no suscribiría la original definición pessoana! Pero el autor del Libro del desasosiego va más allá, y culmina este fragmento de oro con una síntesis final, al no precisar salirse de una calle, ni siquiera de un renglón, para describir el mundo entero:
«Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución».
Pienso que en este fragmento Pessoa consigue dar cabal explicación a la mayoría de los enigmas que asolan a un escritor, salvo al hecho de «que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución». ¿A cuántos patrones Vasques se tiene que enfrentar un poeta, estrechado y menguado la mayoría de las veces en un rutinario quehacer, para poder mantener en las tinieblas de su casa la tenue llama encendida de la poesía? Son muchos los que en el largo camino pierden la llave de esa casa misteriosa iluminada por el arte, para quedarse domiciliados, casi sin darse cuenta, en un anexo de la oficina, bajo los criterios y dicterios del patrón Vasques, atendiendo solícitos los inevitables intereses de «[l]a Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida». Fernando Pessoa, en este caso, alerta sin ningún atisbo de fingimiento a los poetas futuros, advirtiéndoles que «el Arte [ ] alivia de la Vida» pero que no «alivia [ ] de vivir», más bien lo recrudece en la mayoría de los casos.
No es necesario que diga el impacto que me causó este fragmento del Libro del desasosiego, cuando lo leí por primera vez hacia 1986 en una primorosa edición de Seix Barral, ilustrada con el famoso retrato de Fernando Pessoa de Almada Negreiros y traducida ejemplarmente por Ángel Crespo. Recuerdo que en aquel momento sentí una imperiosa necesidad de recorrer La calle de los doradores, de caminar por Lisboa en busca de los renglones urbanos donde un solitario escritor —litroherido, que no letraherido— descifró todos los enigmas.
La calle de los doradores es en sí misma una metáfora del oficio del escritor: yo mismo la utilicé algunos años más tarde como título de una antología de poetas asturianos. No se me ocurre otra dirección mejor para un poeta. ¿Acaso los escribas de Erato y de Polimnia no doran también las palabras? ¡Qué otra cosa hace un poeta! sino recoger las palabras gastadas del uso y del abuso común —a veces, herrumbrosas en su intemperie— para dotarlas de renovados esplendores en sus significados. La calle de los doradores siempre me pareció, además de una declaración de intenciones, toda una poética; tal vez por ello no las tuviese todas conmigo y llegase incluso a pensar entonces que podía ser una invención metafórica del autor de las Páginas de Doutrina Estética, uno más de sus aciertos literarios.
Diez años después, con el arrojo de un nuevo Schliemann y el monográfico de Fernando Pessoa bajo el brazo como única guía turística, en la nueva versión coeditada por Ediciones Siruela y la revista Poesía del Ministerio de Cultura, me adentré por el laberinto lisboeta. Entonces, todavía estábamos en los inicios de la implantación de los avances tecnológicos en los teléfonos móviles y de los GPS, pero, así y todo, sigo pensando que no hay mejor manera de conocer el alma de una ciudad que seguir los pasos de un venerado escritor. La ciudad adquiere un singular especificador que modifica la interpretación de sus calles. No es lo mismo visitar Dublín que el Dublín de James Joyce, o Praga que la Praga de Franz Kafka, como tampoco es lo mismo visitar París que el París de Marcel Proust. Con Lisboa sucede lo mismo, y Fernando Pessoa sigue siendo uno de sus más preclaros guías. Pero La calle de los doradores —Rua dos douradores— se resistía a mis pasos, parecía que se esfumase, una y otra vez, de mis itinerarios por las páginas urbanas del monográfico de Poesía. Mis recorridos, aunque llenos de hallazgos, siempre me dejaban de manera frustrante en La calle del Oro —Rua do Ouro— en pleno centro, muy cerca de la Plaça Marquês de Pombal.
Solo en la última tarde de mi deambular por Lisboa, cuando ya lo daba todo por perdido, al doblar unas callejuelas colindantes con La Baixa, me encontré de pronto con la Rua dos douradores. Qué emoción la sentida, cuando al adentrarme por la Rua dos douradores detuvo mi paso una presentida casa de dos alturas, donde distraídamente unos jóvenes apoyaban su espalda, y en la que pude leer sin equívocos una plaquita que me indicaba que allí era donde había habitado el arte.
Fue, precisamente, en la Calle de los doradores como «solución de todos los enigmas» y como homenaje al lúcido escritor del Libro del desasosiego, donde me prometí a mí mismo que nunca me dejaría doblegar por los patrones Vasques de la vida.
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