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La cama. Nunca se supo

La cama. Nunca se supo

Entretanto, en los Campos Elíseos sonaba una orquestina de pistones y redoblante que animaba la tarde del domingo a los clientes de las terrazas y a los paseantes sin prisa y con pareja cogida del brazo. Incluso las palomas parecían otra cosa, rara y feliz, bailando el charlestón en las aceras y los voladizos. Todo invitaba a la fiesta en medio de la calle mientras el Monstruo Verde hacía de las suyas en la bodega de lo inesperado. (Magistral la resolución del relato de Gérard de Nerval: «—¿Qué pasó con el Monstruo Verde? —Nunca se supo»). La vida borboteaba ahí fuera y el escritor no era capaz de abandonar su cama.

Fue allí, en los Campos Elíseos, donde a Ödön von Horváth le vino encima, por culpa de un rayo de primavera, un árbol que lo mató al instante: insuperable broche final para una biografía de artista. Quizás se tratase del mismo árbol del que se colgara, avergonzado por las canalladas de su hijo, el padre de Landrú, ese horrible compañero de viudas solitarias. Tampoco quedaba lejos la farola a cuyos pies nació Edith Piaff (rue Belville) y de la que puede que también se haya colgado por el cuello un loco apodado Nerval («Nunca se supo») un gélido 26 de Enero de 1855, seguramente con la imagen de la bella Salerna retenida en su pensamiento desesperanzado. Si bien, Baudelaire nos informa que el autor de Aurelia se ahorcó en la calle La vieja linterna, con la intención de «librar su alma en la calle más oscura».

Todos ellos se habrían librado del duro percance de haberse quedado ese día en la cama.

"Pasear sin tregua como Hölderlin o Walser o Heiddegger o un joven Beckett (también encamado) por un sendero perdido en la ciudad o en el campo, seguramente el mismo sendero que la maleza oculta"

Un joven desencantado en amores corría por la ancha acera —espantando a las palomas— aparentemente sin orientación, como pollo sin cabeza, buscando las señas de madame Lotte Wolf para que esta mujer sabelotodo le desvelara el futuro amoroso que el muchacho llevaba escrito en los pliegues de sus manos.

—Usted lleva un poema escrito en la palma de su mano. Un poema llamado Porvenir.

Pasear sin tregua como Hölderlin o Walser o Heiddegger o un joven Beckett (también encamado) por un sendero perdido en la ciudad o en el campo —qué importa eso aquí—, seguramente el mismo sendero que la maleza oculta (como el que nos guía hasta los recuerdos de un Knut Hansum nonagenario y auxiliado por la sinrazón). Solitarios a su manera, así en la locura como en el amor.

ANNIE: ¿Por qué no vas tú?

MILLY: Yo estoy en la cama.

ANNIE: Yo también.

MILLY: Pero yo hace más tiempo que estoy en la cama.

(Harold Pinter: Escuela nocturna)

Eso es. Una vez consumada la fiesta callejera, meternos en la cama y esperar, esperar, esperar el final viendo pasar los confusos mensajes de la razón que en semejante calorina perfilan el abismo, cualquier abismo; pequeños destellos que justifiquen el esfuerzo imprescindible para sobrevivir metidos en la cama.

Ahora puedo ver el lecho insonorizado de Proust, y la cama de Colette, la de Twain, la de Oblómov, la de Onetti… Incluso la de Edgardo —por darle un aire español a la anécdota—, el personaje de Jardiel Poncela (Eloísa esta debajo de un almendro) que lleva 21 años sin salir de su cama, desde la que es capaz de viajar en tren, por ejemplo, de Madrid a San Sebastián, haciendo todas las paradas intermedias del trayecto ferroviario de la época que el sedentario personaje se sabe de carrerilla.

"En efecto, hubo otros que pasaron por esta cama antes que yo. Peligrosa estirpe de Oblómov, quien no sale de la cama hasta la página 150, y entonces todo cambia para que todo siga igual"

Acostado, discutir con uno mismo, fumar sin tegua o hablar por teléfono, gimotear como una damisela salpicada por las viruelas de la timidez, como lo harían Adorno y Celan obcecados en las difíciles posibilidades de la poesía después de Auschwitz. Discutir sobre la viabilidad de las palabras más allá del pavor. La palabra poética y sus límites, ese invento fruto del tedio de los dioses. La viabilidad de las palabras tras el holocausto individual. En la cama —ese discreto mueble que dirige nuestra educación y arropa nuestros sueños y nuestros arrepentimientos—, aislados, mejor dicho, olvidados bajo la apoteósica protección de unas sábanas calientes y desplanchadas y un cobertor raído; ahí, acurrucados, nos sentimos héroes de nuestra épica particular y protegidos ante nuestros desarreglos. En la cama, sí, pero con mamá ausente, solos ante el mundo; en el más absoluto desamparo. Nunca se supo.

Hubo otros que decidieron probar ese tipo de existencia en el refugio, así llamado, cama/universo. Habrá quien señale la uterotumba (Beckett). En efecto, hubo otros que pasaron por esta cama antes que yo. Peligrosa estirpe de Oblómov, quien no sale de la cama hasta la página 150, y entonces todo cambia para que todo siga igual, como nos enseña Guiseppe Tomasi de Lampedusa. Pienso —además de Twain, Proust, Colette u Onetti— en Edith Wharton, Molly Bloom, Mamá… Escuchad: «es grotesco su empeño por trogloditizarse», se dice cuando Belacqua busca su uterotumba.

"La historia de Mark Twain y su secretaria seguramente hubiera disgustado a Mary Wollstonecraft, puesto que la madre de Mary Shelley fue una adelantada de las vindicaciones femeninas"

Entonces cierro los ojos y recupero la voz distanciada de Sylvie Vartan cantando «Touts les garçons et les filles»… A veces lo francés me reconforta en la misma medida que me protege en la piltra. En otras ocasiones, igualmente con los ojos cerrados, surgen nuevos horizontes sentimentales y entonces escucho, pongamos por caso, a Franco Battiato interpretando «La perspectiva Nevski». Y yo viajo, inmóvil, a San Petersburgo o adonde haga falta. Tras el siciliano me asalta la envolvente voz de ángel fornido que nos ofrece Annie Lennox. Y luego llega Sinéad O’Connor. Y Patti Smith con su tierno relincho. Y así hasta que aparece la voz de mamá susurrándome que la noche es redonda y azul como una naranja, porque a veces mamá hablaba como si fuese Góngora.

Djuna Barnes y Peggy Guggenheim llamaban Oblómov a Samuel Beckett porque se pasaba el día en la cama.

Mark Twain dictó sus memorias tumbado en la cama.

Ahora mismo no sabría yo decir si quien le tomaba a Twain aquel dictado era su secretaria y amante, Isabel Van Kleek Lyon, a quien, por cierto, el viejo escritor solía regalarle rudimentarios juguetes para el placer sexual en solitario, lo que pudo haberle llevado a despedirla bajo la excusa incongruente de que ella, Isabel, le tenía hipnotizado de cintura para arriba, lo mismo que un perezoso Belacqua. Creo que sí, que era ella. Bien es cierto que el viejo Twain era un hombre que abarcaba demasiado.

Conque a los pies del oscuro abismo que se extiende bajo el somier…

"Mary Shelley vivió al borde de la ilusión entre las brumas inconstantes y románticas de la libertad: placer y purga, amor y engaño, sueño y realidad…"

La historia de Mark Twain y su secretaria seguramente hubiera disgustado a Mary Wollstonecraft, puesto que la madre de Mary Shelley fue una adelantada de las vindicaciones femeninas. Pero Mary Wollstonecraft murió víctima, precisamente, de lo que sólo una mujer puede llegar a ser víctima: el parto. Víctima de su sexo y su destino, alumbró la última de sus hijas, Mary, y enfermó debido a una infección de placenta que al cabo de una semana apagó su vida. Su hija, la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, al final encontró la protección de su madre al compartir la tumba con ésta (tumba-útero); pero entre tanto, mientras vivió, le fue dado admirar a un padre filósofo y activista y a un esposo náufrago y poeta.

Mary Shelley vivió al borde de la ilusión entre las brumas inconstantes y románticas de la libertad: placer y purga, amor y engaño, sueño y realidad…

Ah, la cama… Nunca se supo…

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