La nueva novela de Robert Menasse, La capital (Seix Barral), es un viaje a las interioridades de la vida política europea a través de cinco historias conectadas que corren paralelas, cada una con un protagonista diferente, y que se centran en la vida diaria de Bruselas desde diversas perspectivas. La capital sigue de cerca el destino de sus personajes en sus frecuentes encuentros, ofreciendo una visión de sus vidas profesionales, así como de sus coloridas vidas privadas, alejadas de las oficinas y congresos. La mirada penetrante de Menasse, cargada de humor e ironía, hace de esta novela una lectura tan irresistible como importante en los tiempos actuales de nacionalismos, desde el Brexit hasta la independencia de Cataluña. Zenda publica sus primeras páginas.
¡Por ahí va un cerdo! David de Vriend lo vio al abrir una ventana del salón para pasear la mirada una última vez por la plaza antes de abandonar para siempre el piso. No era un sentimental. Había vivido allí sesenta años, había visto esa plaza a lo largo de sesenta años, y ahora aquello había llegado a su fin. Eso era todo. Era su frase preferida: siempre que contaba, informaba, atestiguaba algo, decía dos o tres frases y después: «Eso era todo». Para él, esa frase era el único resumen legítimo de cada momento o capítulo de su vida. La empresa de mudanzas había recogido los pocos enseres que se llevaba a la nueva dirección. Enseres: una palabra curiosa pero que a él no le decía nada. Luego los hombres de la empresa encargada de dejar completamente vacía la vivienda llegaron para llevarse todo lo demás, no sólo lo que no estaba bien clavado y remachado, sino también los clavos y los remaches: arrancaron, desmontaron, transportaron, hasta que el piso quedó vacío y como recién barrido. Mientras aún seguían allí la cocina y la cafetera exprés, De Vriend se había hecho un café, había observado a los hombres con cuidado de no interponerse en su camino, durante mucho tiempo había sostenido la taza de café vacía hasta que finalmente la había dejado caer en una bolsa de basura. Luego los hombres se marcharon y el piso quedó vacío. «Como recién barrido», según estipulaba el contrato. Eso era todo. Una última mirada por la ventana. Ahí abajo no había nada que él no conociera, y ahora debía marcharse porque los tiempos habían cambiado; y ahora veía…, sí, en efecto: ¡allí abajo había un cerdo! En pleno Bruselas, en Sainte- Catherine. Tenía que haber salido de la rue de la Braie, corría junto a la valla que habían puesto delante de la casa por las obras, De Vriend se asomó a la ventana y vio que el cerdo, sorteando ahora a algunos transeúntes en la esquina con la rue du Vieux Marché aux Grains, casi chocaba con un taxi.
Kai-Uwe Frigge, impulsado hacia delante por el frenazo, cayó de nuevo en el asiento e hizo una mueca. Llegaba tarde. Estaba impaciente. ¿Qué pasaba ahora? No llegaba realmente tarde, sólo que cuando tenía una cita le gustaba llegar diez minutos antes de la hora, sobre todo en días lluviosos, para asearse un momento en el baño, el pelo húmedo, las gafas empanadas, antes de encontrarse con la persona con la que había quedado.
¡Un cerdo! ¿Lo ha visto, monsieur?, exclamó el taxista. ¡Por poco se me mete en el coche! Se inclinó más allá del volante: ¡Por ahí! ¡Por ahí! ¿Lo ve?
Ahora lo veía Kai-Uwe Frigge. Pasó el dorso de la mano por el cristal, el cerdo se marchaba corriendo hacia un lado, el cuerpo húmedo del animal brillaba, sucio y rosado, a la luz de las farolas.
¡Hemos llegado, monsieur! No puedo acercarme más. ¡Bueno, qué cosas! ¡Por poco se me mete un cerdo en el coche! ¡Vaya suerte que he tenido, desde luego!
Fenia Xenopoulou estaba en el restaurante Menelas sentada en la primera mesa junto al ventanal que daba a la plaza. Estaba de mal humor por haber llegado tan pronto. No denotaba mucha seguridad en sí misma lo de estar allí sentada esperando a que él llegara. Estaba nerviosa. Temiendo que hubiera atascos por la lluvia, había calculado mal la duración del trayecto. Ya iba por el segundo ouzo. El camarero rondaba a su alrededor como una molesta avispa. Ella tenía la mirada fija en la copa y se obligó a no tocarla. El camarero trajo una jarra de agua fresca, luego un platito de aceitunas… y exclamó: ¡Un cerdo!
¿Cómo dice? Fenia levantó la vista, vio que el camarero miraba hipnotizado hacia la plaza y entonces lo vio ella también: el cerdo corría en dirección al restaurante en un ridículo galope, las cortas patitas moviéndose rítmicamente hacia delante y hacia atrás bajo el orondo y pesado cuerpo. Ella pensó primero que era un perro, uno de esos repugnantes bichos cebados por viudas, pero no, era un cerdo, en efecto. Casi como sacado de un libro de cuentos; veía el hocico y las orejas como líneas, como contornos, así se dibuja un cerdo a los niños, pero ése parecía salido de un libro infantil de terror. No era un jabalí; aunque muy sucio, se trataba sin lugar a dudas de un rosado cerdo doméstico que tenía algo de demencial, algo de amenazador. Por el ventanal resbalaba el agua de la lluvia, borrosamente Fenia Xenopoulou vio que el cerdo frenaba de pronto delante de unos transeúntes; con las patas estiradas, resbalaba, se ladeaba, doblaba las patas, se incorporaba y retrocedía al galope, ahora en dirección al hotel Atlas. En ese momento, Ryszard Oswiecki abandonaba el hotel. Ya al salir del ascensor, mientras atravesaba el hall, se había echado sobre la cabeza la capucha de su chaqueta, y ahora salía a la lluvia, deprisa pero no demasiado, no quería llamar la atención. La lluvia era una suerte: capucha, paso rápido, dadas las circunstancias eso era completamente normal y poco llamativo. Nadie debía declarar después que había visto huir a un hombre, de tal edad más o menos, de aproximadamente tal altura, y el color de la chaqueta… sí, sí, eso también lo recordaba. Rápidamente se volvió hacia la derecha, oyó voces excitadas, un grito y un jadeo extrañamente chillón. Se paró un instante, miró hacia atrás. Y entonces descubrió al cerdo. No podía creer lo que veía. Había un cerdo entre dos de esos pilares de hierro forjado que bordeaban la explanada del hotel; la cabeza inclinada, en la postura de un toro al ataque, tenía un no sé qué de ridículo, pero también de amenazador. Aquello era un completo misterio: .de dónde había salido ese cerdo, por qué estaba allí? A Ryszard Oswiecki le daba la impresión de que en esa plaza, al menos en la medida en que él la abarcaba con la vista, la vida se había quedado inmóvil y congelada, los pequeños ojos del animal reflejaban centelleantes la luz de neón de la fachada del hotel: entonces Ryszard Oswiecki empezó a correr. Corrió hacia la derecha, volvió de nuevo la vista atrás, el cerdo, resollando, alzó la cabeza, retrocedió varios pasos, se dio la vuelta y atravesó corriendo la plaza en dirección a la hilera de árboles que había delante del Centro Cultural Flamenco De Markten. Los transeúntes que habían observado la escena seguían con la vista al cerdo y no al hombre de la capucha, y ahora Martin Susman vio al animal. Vivía en la casa contigua al hotel Atlas, abría justo en ese momento la ventana para ventilar, y no daba crédito a sus ojos: ¡aquello parecía un cerdo! Acababa de meditar sobre su vida, sobre las casualidades que habían dado lugar a que él, hijo de campesinos austriacos, viviera y trabajara ahora en Bruselas; por su estado de ánimo, todo le parecía absurdo y extraño, pero un cerdo corriendo libremente por allí abajo, por la plaza, era demasiado absurdo, eso sólo podía ser una estratagema de su imaginación, una proyección de sus recuerdos. Miraba pero ya no veía al cerdo.
El cerdo corría en dirección a la iglesia de Sainte-Catherine, cruzó la rue Sainte-Catherine, se mantuvo a la izquierda, sorteando a los turistas que salían de la iglesia, corrió dejando a un lado la iglesia, el quai aux Briques; los turistas reían, seguramente pensaban que el estresado y ya casi colapsado animal era parte del folclore, algún fenómeno local. Muchos hojearían después la guía de viaje buscando una explicación. ¿No se hostigan también los toros en España, en ciertos días de fiesta, por las calles de la ciudad de Pamplona? Quizá se hace lo mismo en Bruselas con los cerdos. Cuando se presencia lo inexplicable allí donde no se espera comprenderlo todo, qué amena es entonces la vida.
En ese momento, Gouda Mustafa dobló la esquina y casi se topó con el cerdo. ¿Casi? ¿No le había tocado, no le había rozado la pierna? ¿Un cerdo? Gouda Mustafa, presa del pánico, saltó a un lado, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Y ahora estaba tendido en un charco, se revolcaba, lo que empeoraba la situación, pero no era el barro de la calle, era el contacto con el animal impuro, si lo había habido, lo que le hacía sentirse sucio.
Vio entonces una mano tendida hacia él, vio el rostro de un señor de edad, un rostro triste, preocupado; mojado por la lluvia, aquel hombre parecía llorar. Era el profesor Alois Erhart. Gouda Mustafa no entendió lo que decía, sólo la palabra okay.
¡Okay! ¡Okay!, dijo Mustafa.
El profesor Erhart siguió hablando en inglés, dijo que él también se había caído ese mismo día, pero estaba tan confuso que dijo «failed» en lugar de «fell». Gouda Mustafa no le entendió y dijo otra vez: ¡Okay!
Pero ya llegaba la sirena. La salvación. Policía. Toda la plaza daba vueltas, centelleaba, vibraba en la luz azul. Los vehículos de emergencia avanzaban velozmente hacia el hotel Atlas. El cielo de Bruselas cumplía con su deber: llovía. Ahora parecía que llovían gotas en reluciente azul. Acompañadas, además, de una fuerte racha de viento que a no pocos transeúntes les arrancó y puso del revés el paraguas. Gouda Mustafa tomó la mano del profesor Erhart, se dejó ayudar. Su padre le había prevenido contra Europa.
Capítulo primero
En realidad no tiene por qué haber conexiones, pero sin ellas todo se descompondría.
¿Quién inventó la mostaza? No es un buen comienzo para una novela. Por otra parte, no puede haber un buen comienzo, porque, bueno o menos bueno, no hay comienzo. Porque toda primera frase imaginable es ya un final, aunque continúe después. Está al final de miles y miles de páginas que nunca fueron escritas: de la prehistoria.
Cuando se empieza a leer una novela, en el fondo habría que pasar hacia atrás las hojas ya después de la primera frase. Era el sueño de Martin Susman, eso le habría gustado ser: un narrador de prehistorias. Había interrumpido la carrera de Arqueología y sólo entonces…, da igual, eso no viene al caso aquí, forma parte de la prehistoria de la que ha de prescindir todo comienzo de novela porque, si no, al final nunca hay un comienzo.
Martin Susman estaba sentado ante el escritorio, había apartado el portátil y sacaba de dos tubos, poniéndolas en un plato, dos mostazas diferentes, una inglesa, fuerte, y una alemana, dulce, y se preguntaba quién habría inventado la mostaza. ¿Quién dio en la extravagante idea de producir una pasta que cubre por completo el sabor de un manjar, sin tener ella buen sabor? ¿Y cómo era posible que eso llegara a convertirse en artículo de masas? Es, pensó, un producto como la Coca-Cola. Un producto que nadie echaría de menos si no existiera. Cuan- 20 do regresaba a casa, Martin Susman había comprado en un supermercado de la cadena Delhaize, en el boulevard Anspach, dos botellas de vino, un ramo de tulipanes, una salchicha y como complemento, evidentemente, mostaza, y además dos tubos, porque no podía decidirse entre dulce y fuerte.
La salchicha saltaba y crepitaba ahora en la sartén, el fuego estaba muy alto, la grasa se quemaba, la salchicha se carbonizaba, pero Martin no prestaba atención a eso. Sentado, miraba fijamente la rosquilla de mostaza algo más clara y amarillenta, y a su lado la otra marrón oscura, puestas en el plato blanco, esculturas en miniatura de excrementos de perro. Contemplar mostaza en un plato mientras en la sartén se quema una salchicha no está descrito aún en la literatura especializada como síntoma inequívoco y típico de la depresión: nosotros, sin embargo, podemos interpretarlo como tal.
La mostaza en el plato. La ventana abierta, la cortina de lluvia. El aire mohoso, el hedor a carne carbonizada, el crujido de la tripa reventada y de la grasa quemada, las esculturas de excrementos en el plato de porcelana: entonces Martin Susman oyó el disparo.
No se asustó. Había sonado como si en el piso vecino hubieran descorchado una botella de champán. Sin embargo, detrás de la pared de particular delgadez no había una vivienda sino una habitación de hotel. Al lado estaba el hotel Atlas: qué nombre eufemístico para ese edificio estrecho en el que se alojaban sobre todo encorvados lobbistas que arrastraban tras de sí una maleta con ruedas. Sin que le importara gran cosa, Martin Susman oía a menudo a través de la pared cosas que él no ponía precisamente empeño en oír. Reality show o, quién sabe, sólo reality, ronquidos o gemidos.
La lluvia era más intensa. Martin quería salir de casa. Estaba bien preparado para Bruselas. En su fiesta de despedida en Viena le habían hecho regalos deliberadamente oportunos para Bruselas, entre ellos nueve paraguas, desde el clásico long británico, pasando por el knirps alemán y hasta el italiano mini en tres colores de Benetton, además de dos ponchos de lluvia para ciclistas.
Estaba sentado inmóvil delante de su plato, los ojos clavados en la mostaza. Si más tarde pudo decir a la policía a qué hora había sonado el disparo, se debió al hecho de que el supuesto estallido de un tapón de champán lo había animado a abrir una botella de vino. Cada día aplazaba la bebida lo más posible, en cualquier caso no bebía nunca antes de las 19.00. Miró el reloj: eran las 19.35. Fue al frigorífico, sacó el vino, apagó el fogón, echó la salchicha en el cubo de la basura, puso la sartén en el fregadero, abrió el grifo. El agua burbujeaba en la sartén caliente. ¡Ya estás otra vez pensando en las musarañas!, decía su madre apretando los labios cuando él, sentado ante un libro y con mirada ausente, clavaba la vista en el vacío en lugar de ayudar en la pocilga limpiando y dando de comer a los cerdos.
El doctor Martin Susman continuó sentado, un plato con mostaza ante él, se sirvió una copa de vino, luego otra; la ventana estaba abierta, de vez en cuando se levantaba, iba hacia la ventana, miraba un rato fuera, luego se sentaba de nuevo a la mesa. A la tercera copa, entró luz azul por la ventana y pasó por las paredes de su habitación. Los tulipanes emitían rítmicos reflejos azulados en el florero de la chimenea. Sonó el teléfono. No lo cogió. Que siguiera sonando. Martin Susman miró en la pantalla quién llamaba. No lo cogió.
Prehistoria. Es tan significativa y al mismo tiempo tan exigua y temblorosa como la lámpara del sagrario de la iglesia de Sainte-Catherine, en la otra punta de la place du Vieux Marché aux Grains, donde vivía Martin Susman.
Algunos transeúntes se habían refugiado en la iglesia huyendo de la lluvia, estaban reunidos en grupos sin saber qué hacer o paseaban por la nave, los turistas hojeaban sus guías y seguían la ruta de los puntos de interés artístico: «Virgen negra, siglo xiv», «Retrato de santa Catalina», «Púlpito típicamente flamenco, probablemente de Mechelen», «Tumba de Gilles-Lambert Godecharle »…
De vez en cuando un relámpago.
El hombre sentado en un banco de la iglesia parecía rezar. Apoyado sobre los codos, la barbilla descansando sobre las manos cruzadas, la espalda encorvada. Llevaba una chaqueta negra con capucha, que se había echado sobre la cabeza, y si en el dorso de la chaqueta no pusiera GUINESS, habría podido pasar, a primera vista, por un monje en su hábito.
La chaqueta de la capucha se debía seguramente a la lluvia de Bruselas, pero la impresión que producía con eso delataba, sin embargo, algo fundamental sobre aquel hombre. En efecto, a su modo era un monje: consideraba lo monacal, o la idea que él tenía de ello —ascesis, meditación y ejercicios—, su salvación en una vida incesantemente amenazada por el caos y la intemperancia. Para él eso no estaba vinculado a una orden religiosa o a un monasterio, ni tampoco a una huida del mundo: independientemente de cuál fuera su oficio o su función, cada hombre podía, debía incluso, ser un monje en su ámbito, el siervo, concentrado en su misión, de una voluntad superior.
Amaba contemplar al hombre torturado en la cruz y pensar en la muerte. Eso era para él cada vez purificación de los sentimientos, sujeción del pensamiento y refuerzo de su energía.
Así era Mateusz Oswiecki. Su nombre de pila, que también figuraba en su pasaporte, era no obstante Ryszard. Oswiecki no se convirtió en Mateusz hasta que empezó a estudiar en el seminario de la academia de Lubranski, en Poznań, donde cada «discípulo iluminado» recibía como sobrenombre el nombre de uno de once apóstoles. Lo habían bautizado de nuevo y ungido como «Mateo, el publicano». Aunque dejó el seminario, mantuvo el nombre como su nom de guerre. Las fronteras en las que tenía que presentar su pasaporte las pasaba como Ryszard. En el servicio secreto, según habían declarado algunos antiguos contactos, se le conocía como Matek, el diminutivo de Mateusz. Así se hacía llamar por sus compañeros. Como Mateusz cumplía su misión, como Matek se le buscaba, como Ryszard se les escurría de las manos.
Oswiecki no estaba rezando. No formulaba en su interior frases que comenzaban con «Señor» y que siempre eran sólo deseos, «dame fuerzas…» para hacer esto o lo otro, «bendice…» esto o lo otro… No había que pedir nada a un espíritu absoluto que guardaba silencio. Él contemplaba al hombre clavado en la cruz. La experiencia de ese hombre, de carácter ejemplar para la humanidad y expresada al final también con palabras, era la de estar completamente abandonado en el momento de la confrontación con lo absoluto: cuando la envoltura recibe un rasguño, cuando se rompe, se raja, se perfora y se rasga, cuando los gritos de dolor de la vida pasan a ser un gemido y, finalmente, silencio. Sólo en el silencio está la vida cerca del espíritu omnipotente, que, en inconcebible capricho, hizo salir de él lo contrario de su ser: el tiempo. Desde el instante de su nacimiento el hombre puede recordar y recordar, llegar cada vez más atrás, más y más atrás, perpetuamente más atrás; pero no llegará a ningún comienzo y con su ridículo concepto de tiempo sólo comprenderá una cosa: que antes de ser, no fue eterno. Y ya puede pensar con anticipación, desde el momento de su muerte hasta todo el porvenir; no llegará a un final, sólo a esta evidencia: ya no será eterno. Y el entreacto entre eternidad y eternidad es el tiempo: el ruido, el vocerío, el golpeteo de las máquinas, el zumbido de los motores, el estallido y estampido de las armas, los gritos de dolor y el desesperado alarido de placer, las corales de las masas furiosas y de las alegremente engañadas, el retumbar del trueno y el jadear de angustia en el terrario microscópico de la Tierra.
Mateusz Oswiecki contemplaba al hombre torturado.
No había plegado las manos. Con las manos entrelazadas se clavaba las uñas en los dorsos de las manos hasta que crujían los nudillos y le escocía la piel. Ese dolor era anterior a él mismo. Podía volver a sentirlo con desesperación en cualquier momento. A principios de 1940, su abuelo Ryszard había pasado a la clandestinidad para luchar contra los alemanes en la resistencia polaca, a las órdenes del general Stefan Rowecki. Ya en abril del mismo año fue traicionado, detenido, torturado y finalmente fusilado públicamente, como partisano, en Lublin. En aquella fecha la abuela estaba embarazada de ocho meses, el niño nació en Kielce en mayo de 1940 y recibió el nombre de su padre. Para escapar a una eventual corresponsabilidad familiar lo llevaron a Poznań, a la familia de un tío abuelo, donde se crio y donde a los dieciséis años vivió la sublevación. El joven bachiller se unió al grupo del comandante Franczak para luchar en la resistencia anticomunista. Operó en acciones de sabotaje, después en secuestros de confidentes de la policía estatal… y en 1964 un compañero le traicionó por 6.000 zlotys. Fue detenido en un piso franco y torturado hasta la muerte en un sótano de la SB, el Servicio de Seguridad. En aquel tiempo, su novia, Marija, ya estaba embarazada, el niño nació en febrero de 1965 en la aldea de Kocize Gorne y lo bautizaron con el nombre de su abuelo y de su padre. Otro hijo que no conocería a su progenitor. La madre no le contaba mucho. En una ocasión: «Nos veíamos en los campos de labranza o en el bosque. Venía a nuestras citas con una pistola y con granadas».
Un abuelo eternamente silencioso. Un padre eternamente silencioso. Los polacos, ésa era la doctrina de Matek, siempre habían luchado por la libertad de Europa, quien entraba en la lucha se había criado en el silencio y luchaba hasta que entraba en el silencio.
Su madre iba con él a ver a los curas, buscaba intercesores, compraba cartas de recomendación, confiaba en la protección que podía brindar la Iglesia. Finalmente lo dejó con los hermanos maristas de Poznań. Allí comprobó él mismo la vulnerabilidad del cuerpo humano: la sangre es un lubricante y lubrificante cuando penetra en la envoltura, la piel no es sino pergamino húmedo sobre el que un cuchillo dibuja mapas, la boca y la garganta que grita, un agujero negro que se tapona hasta que se extingue el último grito y se limita a absorber lo que debería dar vida. Y allí aprendió un concepto completamente nuevo de «subterráneo». Cuando los alumnos recibieron sus nombres apostólicos, los llevaron a las catacumbas de la grandiosa catedral de Poznań, a las bóvedas y cámaras funerarias subterráneas, bajando por escaleras que brillaban y fulguraban a la luz de las antorchas, hasta el sótano más profundo y, a través de una última y tosca galería, a una cámara que resultó ser una capilla, hundida en la tierra, de la muerte y de la vida eterna: una bóveda de cañón empotrada en la piedra en el siglo x de la era cristiana, a cien pies bajo la tierra empapada de sangre de Polonia. En la cara frontal de aquel recinto se alzaba una cruz monumental con una figura de Cristo atrozmente realista, detrás de ella relieves de ángeles que salían de la piedra o que parecían entrar en ella y atravesarla, horriblemente llenos de vida a la luz oscilante de las llamas. Delante una Virgen, como nunca la viera antes el joven Ryszard, en ninguna iglesia, en ninguna ilustración de sus libros: llevaba un embozo que la enmascaraba por completo. La Virgen tenía un manto echado sobre frente, nariz y boca de forma que, a través de una estrecha abertura en el manto, sólo se veían sus ojos, las cuencas de los ojos tan hondas y tan muertas como no podía ser de otro modo al cabo de mil años de lágrimas. Todo ello, al igual que el altar, esculpido y configurado en la piedra y la arcilla fangosa del estrato geológico allí perforado. Bancos de roca fría sobre los que estaban sentados, dando la espalda a Ryszard y a los otros alumnos que entraban, once monjes con hábitos negros, las cabezas inclinadas cubiertas por sus capuchas.
Condujeron a los alumnos por el pasillo central entre los monjes en oración, hacia delante, hacia Cristo, donde se santiguaron y luego se les indicó que se dieran la vuelta. Ryszard volvió la vista atrás y entonces lo vio: bajo las capuchas asomaban calaveras, los rosarios que había en las manos de los monjes colgaban de dedos que eran huesos. Los monjes eran esqueletos.
Bajo la tierra se está más cerca de Dios que en las cimas de los montes.
Mateusz Oswiecki se golpeó varias veces la frente con las yemas de los dedos. Sentía la carne pesada y mohosa. Y en su cavidad abdominal, a la izquierda y un poco por debajo del ombligo, sentía un escozor. Lo sabía: ahí escuece la muerte. No le daba miedo. Le quitaba el miedo.
Esos esqueletos con hábitos eran los restos mortales del obispo de la misión, Jordanes, y de los miembros del consejo fundador del obispado de Poznań. Desde hacía casi mil años permanecían allí en oración eternamente silenciosa. Delante de esos once esqueletos le fue dado a cada alumno un nombre elegido entre once nombres de apóstoles. ¿Once? ¿No estaba Judas? Sí. Pero darle a un alumno el nombre de Pedro, del primer vicario de Cristo en la tierra, habría sido una usurpación. El elegido también se convierte en Pedro llamándose Juan o Pablo.
Mateusz Oswiecki apretó las palmas de las manos contra sus oídos. Tenía tantas voces en la cabeza. Cerró los ojos. Demasiadas imágenes. Eso no era recuerdo, no era prehistoria. Eso estaba allí ahora, ahora, como él estaba sentado delante del Crucificado. Y como el escozor en el vientre. No tenía miedo, sólo la angustiosa sensación que se tiene antes de un examen importante, de una tarea difícil. Un examen al que uno sólo puede presentarse una vez es el más difícil. Volvió a abrir los ojos, levantó la vista y miró la llaga del costado del ya liberado.
En el fondo, Mateusz Oswiecki envidiaba a sus víctimas. Ellos ya lo habían dejado todo atrás.
Se levantó, salió de la iglesia, echó una breve ojeada a la luz azul que danzaba delante del hotel Atlas, y despacio, con la cabeza inclinada, la capucha hundida hasta los ojos, avanzó a través de la lluvia en dirección a la estación de metro de Sainte-Catherine.
Cuando Alois Erhart regresó al hotel Atlas, al principio le prohibieron el paso. Al menos interpretó la mano extendida de un policía ante la entrada del hotel como una intimación a que se detuviera. Lo que dijo el policía no lo entendió. Él no sabía mucho francés.
Ya había visto de lejos la luz giratoria azul de la policía y de la ambulancia y había pensado en un suicidio. Se había acercado despacio al hotel y enseguida había tenido la misma sensación que lo había asaltado al mediodía: como si la nada en la que se precipita más pronto o más tarde cada ser humano se extendiera de súbito, a manera de anuncio o hasta de exigencia, por la caja torácica y la cavidad abdominal. Rígido y sin aliento había sentido el milagro: que en la envoltura limitada del cuerpo pueda extenderse infinitamente un vacío creciente. El alma como agujero negro que absorbía y hacía desaparecer todas las experiencias de una vida entera, hasta que ya sólo quedaba la nada, el vacío absoluto, completamente negro pero sin la suavidad de una noche sin estrellas.
Ahora estaba allí, ante las escaleras de entrada al hotel, con los huesos doloridos y los músculos que ardían de cansancio, detrás de él unos cuantos mirones, y decía en inglés que él se alojaba en ese hotel, que tenía allí una habitación; lo cual no producía ningún cambio en aquel brazo extendido. La situación le parecía tan surrealista que no se habría extrañado si le hubieran detenido. Pero él no era sólo el hombre de edad avanzada cuyo cuerpo empezaba a rebelarse definitivamente, era también el doctor Erhart, catedrático emérito que durante media vida había significado autoridad. Turista, dijo con voz firme, él era turista. ¡Allí! En aquel hotel. Y deseaba ir a su habitación. Tras lo cual el funcionario lo acompañó al hall y lo condujo ante un hombre de casi dos metros de altura, en la mitad de la cincuentena y con un traje gris muy estrecho, que le pidió la documentación.
¿Por qué agachaba la cabeza el profesor? Veía el abultado vientre lleno de gas de aquel hombre gigantesco y de pronto sintió compasión. Hay personas que en su masiva presencia física parecen eternamente fuertes, siempre en forma, nunca achacosos, hasta que de pronto, como fulminados por un rayo, yacen en el suelo, muertos a una edad de la que se dice: no es edad para morirse. Siempre orgullosos de su constitución, se tienen por inmortales mientras pueden alzar su cuerpo delante de otros, lucirlo delante de otros. Esas personas no se veían nunca confrontadas con la cuestión de qué decisión tomarían cuando fueran viejos y enfermos crónicos, cuando en tiempo no lejano fueran incapaces de valerse por sí solos. Ese hombre estaba caduco y podrido en su interior, muy pronto se derrumbaría, sólo que lo ignoraba.
El profesor Erhart le tendió el pasaporte.
¿Cuándo había llegado? Parlez-vous français? ¿No? English? Cuándo había salido del hotel. Si había estado en el hotel entre las diecinueve y las veinte horas.
¿Por qué esas preguntas?
Brigada de homicidios. Habían matado a tiros a un hombre en una habitación del hotel.
Le dolía el brazo derecho. El profesor Erhart pensó que quizá estaba llamando la atención por cómo se pasaba una y otra vez la mano por el brazo, cómo lo apretaba, lo masajeaba.
Sacó del bolsillo de su impermeable su cámara digital, la encendió. Podía mostrar dónde había estado: en cada foto ponía la hora en que la había hecho.
El hombre sonrió. Miró las fotos una por una. Por la tarde en el barrio de Europa, plaza Schuman. El edificio 30 Berlaymont, el edificio Justus Lipsius. El letrero con el nombre de una calle, RUE JOSEPH II. ¿Por qué este letrero?
¡Soy austriaco!
Ah, vale.
La escultura El sueño de Europa en la rue de la Loi. La figura de bronce de un ciego (o sonámbulo) que desde un pedestal da un paso al vacío. ¡Qué no fotografiarán los turistas! Aquí está. Diecinueve quince: Grand Place. Varias fotos allí hasta las diecinueve veintiocho. Luego la última foto: veinte horas y cuatro, Sainte-Catherine, la nave de la iglesia. El hombre siguió pulsando el cursor, y ya venía otra vez la primera foto. Entonces lo pulsó en dirección contraria. El Cristo, el altar, delante, en un banco, un hombre en cuyo dorso ponía GUINESS.
Sonrió y le devolvió la máquina.
Cuando Alois Erhart entró en su habitación se acercó a la ventana, miró la lluvia a través del cristal, se pasó la mano por el pelo húmedo, escuchó en su interior. No oyó nada. Cuando había llegado hacia mediodía, enseguida había abierto la ventana, asomándose mucho finalmente para tener una mejor perspectiva de la plaza: se había asomado demasiado, casi había perdido el equilibrio, los pies no tocaban el suelo, ya veía acercarse el asfalto, fue algo muy rápido, tomó impulso hacia atrás, cayó al suelo delante de la ventana dándose un golpe en el brazo contra el radiador, quedó sentado en el suelo en una postura ridícula… y con la sensación de encontrarse en la caída libre que había evitado en el último momento, una sensación que tal vez se tenga en el segundo anterior a la muerte. Luego se había levantado, se había sentado en la cama, jadeante, y de pronto sintió aquella euforia: era libre. Aún. Podía decidir con plena independencia. Y tomaría la decisión. Aún no. Pero a tiempo. Suicidio, un concepto estúpido. Autodeterminación, hombre libre. Sabía que debía hacerlo y, de pronto, supo también que podía hacerlo. La muerte. Ahora lo tenía claro, era tan banal y fútil e inevitable como el punto «ruegos y preguntas» al final del orden del día. Era el momento en que ya no había nada. Debía superar la muerte de un salto. Debía saltar.
No quería morir como su mujer. Tan desvalida al final, dependiendo de que él le…
Cogió el mando a distancia, encendió el televisor. Se quitó la camisa, vio que tenía un cardenal en el brazo derecho. Pulsó en el mando a distancia: ¡adelante! Se quitó el pantalón: ¡adelante! Los calcetines: ¡adelante! Los calzoncillos: ¡adelante! Aterrizó entonces en el canal Arte. Iba a empezar un largometraje, un clásico: De aquí a la eternidad. Hacía décadas que había visto aquella película. Se tendió en la cama. Una voz dijo: «Les presenta este film parship.de, la acreditada agencia de citas».
No era casualidad que Fenia Xenopoulou, justo en el momento en que la ambulancia entraba en la plaza y se oía la sirena, pensara en salvarse. Desde hacía días no pensaba en otra cosa, había pasado a ser casi una idea fija y por eso también lo pensaba ahora: ¡Salvación! ¡Tiene que salvarme!
Estaba cenando en el restaurante Menelas, situado enfrente del hotel Atlas, junto con Kai-Uwe Frigge, a quien, desde la breve aventura amorosa que habían tenido dos años atrás, llamaba en privado Fridsch, sin explicar si alteraba su nombre convirtiéndolo en «Fritz», porque era alemán, o si aludía a «Fridge», el frigorífico, porque él, con su estilo objetivo y correcto, daba impresión de frialdad. Frigge, un hombre larguirucho y ágil en la cuarentena, natural de Hamburgo, desde hacía diez años en Bruselas, en las guerras internas, en las intrigas y trueques que preceden por naturaleza a la constitución de un nuevo gabinete de la Comisión Europea había tenido suerte (o más bien no se había fiado de su propia suerte) y había dado un salto espectacular en su carrera: ahora era jefe de gabinete en la Dirección General de Comercio y, con ello, el influyente jefe de gabinete de uno de los comisarios más poderosos de la Unión.
Si en aquella ciudad llena de restaurantes de primer orden se citaron en uno griego, que además resultó ser más bien mediocre, no fue por deseo de Fenia Xenopoulou; ella no tenía nostalgia ni añoranza del sabor y los aromas de la cocina de su tierra. Lo había propuesto Kai- Uwe Frigge: quería dar una muestra de solidaridad a su compañera griega, ahora que, después de la casi bancarrota estatal de Grecia y del cuarto paquete salvador de la UE, pecaminosamente caro, el prestigio de «los griegos» entre los compañeros y en la opinión pública estaba totalmente por los suelos. Él se sentía seguro de contar con un punto a su favor cuando propuso por e-mail como lugar de encuentro «¿Menelas? En el Vieux Marché aux Grains, Sainte-Catherine, griego y muy bueno al parecer», y ella le había respondido «Okay». Eso a ella le daba igual. Llevaba ya mucho tiempo viviendo y trabajando en Bruselas para ocuparse de patriotismos. Lo que quería era: salvación. La suya propia.
Llamar paraguas de salvamento al fondo que debía impedir la bancarrota de Grecia era ya de una involuntaria comicidad, dijo Frigge. Bueno, sí, en esta casa nuestra lo de las metáforas es cuestión de suerte.
A Fenia no le hacía ninguna gracia, no entendía lo que él quería decir, pero soltó una risa radiante. Sintió que se ponía una máscara, y no estaba segura de si se notaba la afectación o si seguía funcionando lo que antes nunca le fallaba: que la magistral combinación de músculos faciales, sincronización, dientes blanquísimos y una cálida mirada diera una imagen de irresistible naturalidad. También para lo artificial hay que tener un talento natural, pero Fenia, debido a su tropezón en la carrera — ¡a su edad!, ¡iba a cumplir cuarenta años!—, estaba tan angustiada que ya no tenía claro si contaba con su talento natural, a saber: agradar premeditadamente. Dudar de sí misma, así lo sentía ella, cubría de una especie de sarna su figura.
Kai-Uwe sólo había pedido una ensalada campera, el primer impulso de Fenia fue decir: Yo también. Pero luego se oyó pedir yiuvetsi. Estaba tibio y nadaba en grasa. ¿Por qué no se controlaba más? Empezaba a perder la línea. Debía tener cuidado. El camarero llenó otra vez la copa. Ella miró la copa de vino y pensó: ochenta calorías más. Bebió un poquito de agua, reunió todas sus fuerzas y miró a Kai-Uwe; apretando el vaso de agua con ambas manos contra su labio inferior trató de dirigirle una mirada cómplice y al mismo tiempo seductora. En su interior maldecía. ¿Qué le estaba pasando?
¡Paraguas de salvamento!, dijo Kai-Uwe. En alemán se pueden formar esos neologismos y, con que aparezcan tres veces en el Frankfurter Allgemeine, cualquier persona culta los considera completamente normales. Y luego ya no hay quien los elimine. La jefa lo decía delante de todas las cámaras. Los traductores lo pasaban fatal. El inglés y el francés conocen el salvavidas y el paraguas. Pero, por favor, nos preguntaban, ¿qué es un Rettungsschirm, un paraguas de salvamento? Los franceses lo tradujeron de entrada por «parachute». Entonces llegó la protesta del palacio del Elíseo: un paracaídas no impide la caída, sólo la ralentiza, eso era una señal equivocada; que los alemanes tuvieran a bien…
Cuando él comía una aceituna, poniendo el hueso en el plato, a Fenia le parecía que sólo ingería el sabor de la aceituna y que devolvía las calorías a la cocina.
Entonces empezó el ulular de la sirena, luego la luz azul, azul, azul, azul…
¿Fridsch?
¿Sí?
Tienes que… ya iba a pronunciarlo: salvarme. Pero no podía decir eso. Se corrigió: ayudarme. No, tenía que dar la impresión de persona competente, no desvalida.
¿Sí? Por la ventana del restaurante miró hacia el hotel Atlas. Vio que sacaban de la ambulancia una camilla, que unos hombres entraban con ella en el hotel. Por muy cerca del hotel que estuviera el Menelas, la distancia era todavía muy grande como para pensar en la muerte. Para él era sólo una coreografía, las personas se movían con luz y sonido.
Tienes que… — ya lo había dicho, ahora quería desdecirse, pero ya no era posible— comprender…, ¡pero ya lo haces! Lo sé, tú comprendes que yo…
¿Sí? Él la miró.
Las sirenas de los coches de la policía.
Fenia Xenopoulou había trabajado primero en la Dirección General de Competencia. El comisario, un español, no tenía ni idea de nada. Pero todo comisario es tan bueno como su equipo, y ella había llamado la atención como miembro excelente de un gabinete que funcionaba perfectamente. Se divorció. No tenía tiempo ni ganas de que cada dos o, después, cada tres o cuatro fines de semana, en su apartamento de Bruselas, o en Atenas cuando ella iba allí, hubiera un hombre que departía sobre esta o aquella intimidad de la sociedad ateniense mientras fumaba puros como la caricatura de un nuevo rico. ¡Se había casado con un abogado estrella y echó de su piso a un abogadillo de provincias! Luego ascendió un peldaño y entró en el gabinete del comisario de Comercio. Allí se hacen méritos si se derriban restricciones comerciales. Para ella no había ya vida privada, no había trabas, sólo existía el libre comercio mundial. Creía de verdad que la carrera que veía ante ella sería la recompensa por haber contribuido a mejorar el mundo. Fair trade era para ella una tautología. Pues trade era la condición previa del fairness global. El comisario, un holandés, tenía escrúpulos. Era tan increíblemente correcto. Fenia trabajaba duro para calcular cuántos florines costaban sus escrúpulos. ¡Aquel hombre, en efecto, seguía operando en florines! ¡El laurel que recibió cuando ella lo convenció valía su peso en oro! Ahora tenía que llegar el siguiente salto. Después de las elecciones europeas, Fenia esperaba seguir ascendiendo cuando se constituyera de nuevo la Comisión. Y en efecto: la ascendieron. Le asignaron un departamento. ¿Dónde estaba el problema? Ella tomó aquel ascenso por un descenso, por un bajón en su carrera, por una relegación: tenía a su cargo la Dirección C (Comunicación) en la Dirección General de Educación y Cultura.
¡Cultura!
Ella había estudiado Economía, London School of Economics, Postgraduate en la Stanford University, había entrado por concurso, y ahora estaba metida en la Cultura: ¡eso tenía incluso menos sentido que jugar al Monopoly! La Cultura era una sección insignificante, sin presupuesto, sin peso en la Comisión, sin influencia ni poder. Los compañeros decían de la Cultura que era una 36 sección-pantalla. ¡Si al menos lo fuera! Las pantallas son importantes para el día a día. Pero la Cultura no era ni siquiera falacia porque no había nadie pendiente de lo que hacía la Cultura y a quien se pudiera engañar. Cuando el comisario de Comercio o de Energía, y hasta cuando la comisaria de Pesca tenía que ir al baño durante una sesión de la Comisión, se dejaba de discutir y se esperaba hasta que él o ella volviera. Pero cuando la comisaria de Cultura tenía que salir, se continuaba discutiendo con toda indiferencia; más aún, ni siquiera se advertía si estaba sentada a la mesa de negociación o en el retrete.
Fenia Xenopoulou había tomado un ascensor que iba hacia arriba pero que después, inesperadamente, se había quedado detenido entre dos pisos.
¡Tengo que salir!, dijo. Cuando regresó del baño vio que él hablaba por teléfono. No había esperado.
Por la gran ventana, Fridsch y Fenia miraban al hotel, silenciosos como un viejo matrimonio que se alegra de que pase algo sobre lo que poder decir unas frases.
¿Qué ocurre ahí?
Ni idea. Quizá alguien haya tenido un infarto en el hotel, dijo Fridsch.
¡Pero por un ataque al corazón no llega al momento la policía!
Cierto, dijo él. Y tras una breve pausa casi habría dicho: hablando del corazón, ¿cómo va tu vida amorosa? Pero reprimió la pregunta.
A ti te preocupa algo, dijo él.
¡Sí!
Puedes contármelo.
Escuchó asintiendo una y otra vez, de cuando en cuando decía muy despacio okay para mostrarle que la seguía y al final dijo: ¿Qué puedo hacer por ti?
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Autor: Robert Menasse. Traductora: Carmen Gauger. Título: La capital. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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