Natalio regresó a su casa cabizbajo. Había cerrado por última vez la zapatería. Cotejando el pago de los servicios —luz, agua, el casi nulo gas que usaba, el ABL (Impuesto de Alumbrado, Barrido y Limpieza en Buenos Aires)—, los últimos arreglos habían sido mucho más fatigosos que lucrativos. Tampoco lo ayudaba su vista. Parte de la clientela se había mudado de barrio. Le quedaba el local para vender, ahorros, una renta, parte de una herencia aún intocada. Cuando el médico le dijo a Golda Meir que tenía cáncer, ella ya había sido Primer Ministra de Israel, un Estado que ni siquiera imaginó que pudiera llegar a existir. Ninguno de nosotros pensó que viviría tanto, le respondió Golda al especialista, subestimando la noticia. No quiero que me toquen el pelo, agregó. Paradójicamente, murió en paz. De hecho, poco después de que Beguin firmara el tratado de paz con Egipto.
La videollamada de su celular sonó por primera vez desde que había recibido ese aparato. Se lo había regalado Lali, ahora su ex novia, quince años atrás. No sabía cómo atender. Dejaron de llamar mientras Natalio intentaba aceptar. Tampoco era que esperara algún aviso importante. La videollamada volvió a sonar. Finalmente logró deducir el modo de atender. Se veía entrecortado el rostro de una joven. Necesito hablar con usted, le dijo. No veo nada, replicó Natalio. Se escucha mal.
—Me llamo Doli. Lo estoy llamando desde Singapur. ¿Prefiere que hablemos por Zoom?
Natalio había usado el zoom varias veces. Con amigos del exterior y algunas clientas. Asintió. Doli le envió el link por WhatsApp y Natalio lo abrió en su computadora. La belleza de la muchacha no congeniaba con su nombre: su mirada asimétrica y la energía de la nariz lo abrumaban. Aún a miles de kilómetros de distancia y en el opaco contacto de la pantalla, Natalio distinguía el ancestral poder aniquilador del encanto.
—Soy la hija de Nadovir —se presentó Doli.
Nadovir había sido durante dos décadas el competidor artesanal de Natalio. En barrios distintos, se habían destacado como grandes zapateros de un solo local, tanto en arreglos como confección. Sus respectivos nombres surcaban el país. Mucho antes del comercio electrónico, sus productos y talentos atravesaban las fronteras de la Capital: los clientes demandaban envíos por la fama de los zapateros, sin estrategias de promoción. No faltaban los visitantes ilustres, en ambas zapaterías.
Oportunamente Nadovir se asoció con una firma extranjera. Expandió. Natalio no quería renunciar a su individualidad. Pero contemplaba inquieto el crecimiento de su némesis. Por algún motivo, esa competencia que durante veinte años solo le había resultado estimulante, se le volvía amenazante. Su novia de entonces, Alicia, le recomendaba mantener el paso. Mientras tuvieran para ambos, ¿qué necesidad de prestar atención a otros asuntos? Pero Natalio dormía mal.
Alicia era de una belleza perturbadora. Natalio cotejaba cómo la miraban. No vivían juntos ni se lo habían propuesto. Natalio la llamaba en su fuero íntimo la cenicienta, porque se iba pero volvía como si se hubiera olvidado algo. Un zapato. Llevaban cinco años de amor.
Una mañana Natalio despertó con una idea reveladora. Alicia salía a correr todas las mañanas. Ese ejercicio tonificaba su cuerpo perfecto. Natalio nunca le había entrado al rubro zapatillas. Era zapatero prácticamente desde su nacimiento. Podía decir que, a sus 55, llevaba cincuenta de oficio. Se puso en cuerpo y alma a la confección de unas zapatillas que superaran todo lo conocido. Quien calzara ese par, sería como Abebe Bikila corriendo descalzo. Natalio se había quedado prendado de la carrera del velocista etíope desde que lo viera por primera vez en Maratón de la muerte, cuando Dustin Hoffman lo admiraba por televisión. No dijo una palabra de su afán, hasta el cumpleaños de Alicia. Se las obsequió en un paraje bucólico entre la Costanera y la nada, sin aclararle que esas zapatillas eran un descubrimiento. Su efecto incidía decisivamente en la velocidad y la resistencia. Si mercantilizaba el producto, definitivamente se haría millonario. Las llamó sin originalidad Las zapatillas mágicas. Alicia las calzó y su rostro se iluminó con el resplandor de una certeza. Bastaba estar parada para sentirlas. Arrancó a correr sabiendo que montaba un corcel inalcanzable. Natalio la vio flotar como una libélula por sobre el pasto que parecía cortado para ella. Fue la última vez que la vio.
—Nadovir, mi padre, está muy mal —informó Doli—. No creo que pase de esta semana. Aquellas zapatillas que le regaló a Alicia… ¿usted las patentó?
“¿Aquellas?”, decía Doli. Las zapatillas mágicas no eran “aquellas”. Pero no tenía sentido aclararlo. De modo que era la hija de Nadovir; de Alicia, por lo tanto. ¿Por qué le hablaba? Un par de años más tarde de aquella fuga con su invento, se había enterado. Alicia no había vuelto a dar señales de vida.
—Mamá murió. Quiero regalarle a mi padre el mérito de esas zapatillas. Una marca que se asocie a su nombre.
Natalio no había podido patentar ni reproducir su hallazgo. Sin el par original, prácticamente carecía de referencia. Era un intuitivo. También había perdido las ganas.
—Estoy dispuesta a pagar… —dijo una cifra impúdica—, por la marca. Yo misma detallaré el modo en que mi padre las descubrió y manufacturó. Usted solo debe firmar, y callar.
Natalio ya estaba por proferir el “no”. Cuando Doli agregó:
—Estoy dispuesta a viajar a Buenos Aires para concretar este acuerdo. Podemos hacer un pacto intermedio; y luego, cuando yo esté más libre de responsabilidades, viajaría para concretar con usted.
Las implicancias de su oferta eran ineludibles. Natalio tragó saliva. Pero con lo poco de voz que le restaba preguntó:
—Nadovir es millonario. Lo tuvo todo. ¿Por qué quiere agregar esto?
—Quiere la gloria —apuntó Doli— Siempre la quiso.
Y a nadie más, pensó Natalio. Ese fue su superpoder.
Desenchufó la computadora. Puso el celular en la bacha de la cocina, abrió el agua caliente, la entibió, y lavó los platos con el celular entremedio. Luego lo martilló y tiró la carcasa al tacho de basura. El resto de su vida, por breve que fuera, lo dedicaría a buscar aquella fórmula en la práctica, a fabricar el segundo y último par de zapatillas mágicas.
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