La Casa del Diablo es una de las novelas más aterradoras, además de reflexivas, de cuantas puedan haber hoy en los anaqueles centrales de las librerías. Cuenta la historia de un escritor de libros de true crime que se instala en la casa donde, durante el Pánico Satánico que se desencadenó en los 80, un grupo de adolescentes cometió un doble asesinato. Lo que ocurrirá allí dentro desdibuja la línea que separa realidad y ficción.
En Zenda ofrecemos el primer capítulo de La Casa del Diablo (Aristas Martínez), de John Darnielle.
***
I
CHANDLER
1
Me llamó ayer mi madre para preguntarme si ya estaba listo para volver a casa. Al acabar la universidad me fui directamente a San Francisco, y ahora llevo cinco años en Milpitas, pero ella se aferra a su teoría de que terminaré volviendo a San Luis Obispo. «Cuando acabes ese experimento que estás viviendo ahí», me dice. En el futuro mítico que imagina para mí compiten diferentes episodios; hay uno en que ella se jubila y encuentra una casita pintoresca en San Francisco, que era donde yo vivía antes de mudarme aquí. Así, en vez de estar a tres horas de distancia el uno del otro, solo estaríamos a una; nos podríamos ver más los fines de semana.
–Anda ya, eso es imposible –me dice.
–Tienes razón –le digo–, todavía queda la gente rica. Y también la gente que se gasta todo el dinero, todos los meses, en alquiler y comida y no le queda nada.
–Eso pasa en todas partes –dice mi madre.
–Aquí pasa un poco menos, mamá –le digo. Pero no me cree; la única vez que vino de visita, se dedicó a señalar lugares que dijo que no tardarían en desaparecer: antiguos edificios de ladrillo, centros comerciales ruinosos, tiendas de comestibles.
–Pasa en todas partes –me repite–. Ya lo verás. –Y seguramente tiene razón. La semana pasada se paseaba por el barrio un topógrafo; lo estuve mirando desde mi ventana y vi varias caras familiares que hacían lo mismo desde las suyas. Pero me cuesta imaginar a nadie que quiera hacer nada en una calle como la mía. A la vuelta de la esquina y calle abajo, alguien se puso ambicioso en algún momento de la década de 1960 y construyó esos dúplex idénticos que ahora se levantan ahí en hileras enfrentadas, uno tras otro, separados por la distancia tranquilizadoramente uniforme de sus entradas para coches, casa tras casa. Mi manzana es la que no encaja; ni siquiera es lo bastante grande como para invertir en ella, aunque eso no impidió que alguien lo intentara una vez.
Charlamos un rato, de forma distendida y familiar.
–Si la vieras en carne y hueso, te gustaría –le digo en un momento dado, defendiendo mi casa de la impresión que mi madre se ha formado por las fotos que comparto en Facebook: la pintura descascarillada del porche, la fea alambrada de los años 70 que separa mi jardín de atrás del de mi vecino, con la autopista visible al fondo.
–Pero Gage, es que desciendes de reyes –me dice, por centésima vez en mi vida, o quingentésima, o cincomilésima; y sonrío porque es verdad, todo es verdad.
La familia Chandler lleva generaciones alegando tener sangre real; la única razón de que me apellide Chandler y no Davidson es que mi madre le estableció a mi padre los términos del compromiso matrimonial mucho antes de quedarse embarazada. «Le pienso dar mi apellido a mis hijos», le dijo. «Lo tomas o lo dejas». Eran los años sesenta; a mi padre no le importó.
Cuesta saber cómo de en serio se tomaba aquello mi madre; por ejemplo, me contaba que de joven cuestionaba las alegaciones acerca de nuestra estirpe que hacía su madre, mi abuela, que sin pensárselo ni un momento se ponía a repasarle una genealogía ya perdida que tardaba quince minutos en recitar. «Era como si tuviera guardados todos aquellos nombres para cuando me regañaba», me contaba mi madre, en tono maravillado. Yo tenía doce años; hurgando aquel verano en los estantes de la biblioteca, localicé una serie de libros grandes y apolillados que incluían listas de vetustos apellidos y propiedades. No se mencionaba a ningún Chandler. Chandler era apellido de obrero, según leí en un libro de referencia: significaba candelero, un oficio urbano. Cualquier Chandler que apareciera en las genealogías estaba a años luz del castillo; por mucho que fuéramos dueños de la casa en que vivíamos sin deudas ni hipotecas, tal como mi madre tenía costumbre de señalar cada vez que se presentaba la ocasión: de hecho, el orgullo que esto le producía, cuando le salía, era tan evidente que hacía que costara todavía un poco más imaginar que pudiéramos haber sido reyes en un pasado más lejano.
Yo no lo tenía claro, pero tampoco quería insistirle demasiado con aquello. En algún momento habíamos dejado de ser realeza, imaginé. Les puede pasar a las mejores familias.
Pero al hacerme mayor seguí teniendo presente aquella historia, y por el camino aprendí a dejarme llevar por la fantasía: cuentos de reyes y princesas injustamente derrocados, desterrados de la ancha campiña a Londres, donde aprendieron a vivir del trabajo manual, vertiendo cera en moldes de hierro mangados de los talleres del castillo mientras los bárbaros saqueaban el gran salón. Llevándose su humilde pero vital botín en macutos, en plena noche, hasta las afueras de la ciudad y allí aprendiendo el oficio. Los Chandler, grandes luces que habían menguado de tamaño. De niño se me daba bien contar historias; un talento que conservé.
Escribí mi primer libro mientras terminaba la carrera de periodismo en la Cal Poly. No llegué a la lista de más vendidos, pero en la edición de bolsillo sí que se hizo un hueco. La Bruja Blanca de Morro Bay era el típico libro de crónica negra que se vuelve de culto; yo conocía a la Bruja Blanca de mi infancia. Su reinado coincidió con mi época, a grandes trazos: yo tenía tres años cuando fue a juicio. Pero, tanto en los patios de mis escuelas sucesivas como en todos los escenarios extraescolares, su nombre se siguió entonando con reverencia y miedo. Había sido profesora en el instituto de las víctimas; su leyenda decía que se había pasado años atrayendo a jovencitos a aquella casa llena de ventanales con vistas a la Bahía. Una vez allí, después de atiborrarlos de alcohol y dejarlos sin fuerzas, les sacaba toda la sangre mientras dormían; troceaba los cuerpos con cuchillos de desollar y usaba los pedazos para alimentar a los peces. Fue este detalle, según la historia, lo que atrajo la atención de las autoridades hasta el punto de obligarla a esconderse, y a no salir nunca más a la luz: una mañana de verano, mientras los turistas se bañaban en la espuma, la marea vino roja.
En la vida real la Bruja Blanca, Diana Crane, solo mató a dos personas, ambos estudiantes: alumnos de último año del instituto que se presentaron de improviso en su apartamento y la golpearon en el costado de la cabeza con un jarrón antes de intentar arrastrarla a su dormitorio. Cuando aparecieron, estaba desbullando ostras; durante el forcejeo, le clavó el cuchillo en el cuello al primer chico, y después, al levantar la vista y ver al otro conspirador paralizado por la visión de la sangre de su amigo manando a chorros, se incorporó de un salto y le dio dos puñaladas en el ojo. Siguió apuñalando hasta asegurarse de que hubiera quedado contenida la amenaza a su integridad, es decir, hasta que ambos chicos estuvieron muertos; más tarde arrastró los cuerpos despedazados a orillas del mar.
La escena del crimen era un espanto y el jurado la mandó a la cámara de gas; la acusación convenció a sus miembros de que Crane se había inventado toda la historia para esconder su verdadera naturaleza, la de una vieja bruja en prácticas que vivía sola en su guarida junto al mar, una casa cuyos estantes y encimeras lucían toda clase de objetos arcanos cuyo significado profundo, dijeron, indicaba que la perdición de los hombres jóvenes siempre había sido su meta.
La historia de Diana Crane era la de una maestra inocente que pagó un precio terrible por defenderse; nadie que estuviera involucrado en su acusación, convicción y ejecución tenía motivo alguno de orgullo. Todavía me enfurezco solo de pensarlo. Uno de los chicos a los que había matado tenía antecedentes de malos tratos a mujeres; varias antiguas compañeras de clase suyas, ya cerca de la jubilación, me contaron sus historias, que escuché sentado en butacas abatibles tapizadas con vinilo, bajo lámparas fluorescentes. Habían llevado aquella carga consigo durante la mayor parte de sus vidas. Diana Crane había prestado un servicio a la sociedad al deshacerse de Jesse Jenkins y Gene Cupp; a cambio, la habían amarrado a una silla y la habían hecho inhalar veneno hasta morir.
Pero la versión popular omitía todo lo que había venido antes del cuchillo para desbullar ostras; y a raíz de la pregunta sin responder de qué había pasado a continuación, los colegiales y los trabajadores aburridos del turno de noche se habían inventado a la Bruja Blanca, la que todos los niños conocían y temían: un Barbazul al revés, con su crimen oculto tras las paredes del apartamento y bajo la luna de la bahía. En la leyenda, ni siquiera la habían llegado a detener; Diana Crane había huido en plena noche de la escena del crimen, dejando una carnicería tras de sí, y era muy posible que todavía viviera en alguna parte de la bahía, al acecho.
La adaptación al cine de mi libro no batió ningún récord de taquilla, pero cobré por adelantado. Llevo desde entonces escribiendo sobre crímenes: esos crímenes que forman parte del acervo popular, y también los crímenes secretos que nuestras historias intentan esconder.
*
Tenía treinta y siete años cuando llegué a Milpitas. Tenía cinco libros publicados con mi nombre y, usando un seudónimo que todavía mantengo en secreto, tres novelitas de misterio sobre asesinos en serie que vendieron lo bastante como para que las pusieran en las librerías de los aeropuertos. Mi vida era cómoda, aunque solitaria. Ashton, mi editor –que tiene tres nombres de pila en vez de los dos habituales, y usa los tres en su correspondencia: Ashton Williston Clark– me mandó por email una noticia sobre una serie de asesinatos especialmente escabrosos. El nombre del pueblecito donde se habían cometido me resultaba familiar, no solo por el caso, mucho más conocido, que había puesto brevemente a Milpitas bajo los focos de la atención del país –el que inspiraría la película Instinto sádico–, sino porque un amigo mío de infancia había vivido allí una temporada. En aquellos tiempos, incluso habíamos mantenido cierta correspondencia esporádica, que incluía algunas de las primeras cartas que yo había escrito o recibido. «Un corrector mío estaba contrastando datos para un libro de no ficción y se ha encontrado con esto», me escribió mi editor. «Sé que te va a encantar».
Y me encantó, con ciertas reservas. Era una noticia muy pequeña y no ofrecía muchos detalles. Los datos sobresalientes eran ciertamente prometedores: cadáveres sobre una pira de pornografía, criptogramas pintados en las paredes y un plácido pueblecito al que el espectro de los rituales satánicos adolescentes despertaba de golpe de su letargo. Sin embargo, por alguna razón la historia parecía haber muerto muy pronto, lo cual me sugirió que quizás no hubiera la suficiente sustancia real para atraer a un lector del Mercury News de mediados de los ochenta, cuando los artículos llamativos todavía comportaban buenos ingresos en publicidad. Yo había estado buscando algo más barroco y gótico que un pueblo residencial californiano del montón.
–Te entiendo, pero sigo creyendo que eres la persona indicada –me dijo cuando lo llamé para ver si la cosa iba en serio, mencionándole mis reservas de entrada–. Te mudas allí y haces lo que sabes hacer, conoces a toda esa gente ahora que ya son adultos y escribes tu primer libro grande de verdad. Ya estás listo.
–Estoy cansado de California –le dije–. Prácticamente no he escrito sobre nada más. Estaba pensando en buscar algo en el sur. En Luisiana, quizás.
–La casa está en el mercado –dijo–. Esa gente son tu especialidad, ¿no? Una secta inventada a sí misma, la cripta de los demonios del porno, adoradores adolescentes del diablo en el valle de Santa Clara… Te mudas allí. A la Casa del Diablo. Te vas a vivir a la Casa del Diablo. Eso has de hacer.
Me parecía un chiste.
–No quiero comprar una casa solo para escribir un libro sobre ella –le dije.
–Es una especie de extensión natural de tu método, ¿no crees? –Ashton tenía la costumbre de hablar de las cosas como si carecieran de consecuencias. Y era contagioso, o sea que necesitaba mantenerme en guardia.
–Llamar a puertas y comprar casas son dos cosas muy distintas.
–Y eso es lo que hará que este sea un libro distinto –dijo–. Así es como crece un proyecto. Eres el dueño de la casa. Es tuya. Tus antecedentes sugieren que tardarás unos dieciocho meses en tener el libro listo. Cuando lo termines puedes echarte atrás y venderla, será como un alquiler corto al final del cual te devuelven el depósito.
–¿Ha pasado algo que yo no sepa? Porque mis adelantos no cubren la entrada de una casa.
–Chandler –me dijo–. No estamos hablando de la ciudad. Ahí no viven ni cincuenta mil personas. Después de los últimos años, seguro que tienes un informe crediticio más que decente. Además, recibimos una parte de tus derechos de la película; no es que te estés muriendo de hambre.
Hubo unos segundos de silencio.
–Aunque prorratees la entrada de la casa, pagarás menos de hipoteca de lo que pagas ahora de alquiler en la ciudad –me dijo–. Venga, hombre. Esta historia es perfecta para ti.
Aquella llamada fue hace cinco años, en diciembre de 2001. En esa época esto era distinto; la burbuja estaba a punto de explotar. Y aunque llevo desde entonces trabajando sin parar, todavía no he entregado el libro, en parte porque, aunque el libro es este, no es el que mi contrato me obliga a escribir: LA CASA DEL DIABLO, obra de no ficción, de entre 80000 y 120000 palabras, sobre los asesinatos múltiples cometidos en la calle Main RELLENAR CON DIRECCIÓN COMPLETA de Milpitas, California, en la noche del 1 de noviembre de 1986 y fechas colindantes.
Lo que ha terminado siendo es un libro sobre restaurar templos antiguos a su estado original. Me gusta decir que la idea me la dio mi abuelo. He intentado contar todos los re-tátara-tátaras que harían falta para remontarse al principio, pero siempre acabo perdiendo la cuenta. Cada vez. Así pues, mi abuelo. Vivía en un castillo, pero nunca se olvidó de los prados verdes y los senderos arbolados de su juventud.
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Autor: John Darnielle. Traductor: Javier Calvo. Título: La Casa del Diablo. Editorial: Aristas Martínez. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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