Inicio > Libros > Narrativa > La casa del hijo
La casa del hijo

Siempre pierde a las contraportadas la incurable propensión a exagerar: anuncian un “universo”, pero se les disculpa, porque este libro encierra un breve mundo. Uno intenso y calculado, fruto de años de reescritura en los que Acosta ha trabado a conciencia imágenes, fórmulas y la arquitectura del conjunto. Sin más preámbulos: La casa de mi padre levanta una casa donde hay o hubo otra, la paterna, que el autor replica cuarto a cuarto con la ambición de reformularla y apropiársela; los planos y la distribución son los mismos, pero no la casa, que ha nacido de y contra la anterior para desplazarla en forma de libro. Suele decirse que ningún libro es el que previó ser, y vale para este: un tiempo fantaseó con recuperar fragmentos del cuaderno de su difunto padre —con vocación de maldito, pero sin disciplina de escritura— para urdir un texto que entrelazara las voces de ambos (unos Garcías Papers, bromea el autor). El resultado final no contiene rastro de aquellas notas y lo firma un nombre que se ha despojado del apellido paterno para abrazar el materno.

En otros casos —estamos ante una obra de duelo— cabría temer que la intensidad de lo relatado eclipsara el trabajo literario. No aquí, donde la forma se hace con el protagonismo como modo de abordar el dolor, que debe ser elaborado para poder ser asimilado, situándolo “cerca y lejos”, por citarlo. Por más que el libro nazca de una necesidad íntima, tiene algo de epocal: van siendo varios los escritores nacidos en los 70 y 80 que ajustan cuentas con un imaginario literario imbuido del exquisito mal del malditismo, que hizo estragos entre los jóvenes de la Transición. También caló hondo en los hijos, que siguen convalecientes mientras lo repudian y supuran volviendo sobre libros, gustos y gestos heredados que necesitan exorcizar.

"Uno nunca entenderá al padre. Lo verá, a lo sumo, con la piedad que dan los años, como a un niño imperdonable"

Con todo, si Acosta se suma a esa tendencia, lo distingue el cultivo de una prosa elevada con ramalazos épicos. Experto en mística, sus ideas literarias deben mucho a la tradición visionaria con escala en Lautréamont. El placer del lenguaje como materia densa y fastuosa convive en él con una minuciosidad constructiva casi neurótica. No se entiende lo uno sin lo otro, pero su rechazo explícito a los géneros sancionados viene de entender el arte desde ideas próximas o directamente instaladas en la noción de lo sublime, como pulso contra embestidas constantes que la frase debe transmitir y modelar. Y es que cada sección de este libro tan pulcramente editado por HyO Editores está llena de vómitos, babas y monstruos que irrumpen o Acosta convoca con el propósito de someterlos, ahí están esos cuadros violentos y obscenos que recrea por lo menudo —un hito del libro para conjurarlos y gozarlos desde el lenguaje—, también para eso ha hecho esta casa.

No lo olvidemos, la cubierta trae un plano que el libro va reproduciendo estratégicamente. Cada capítulo es una habitación y cada puerta se cierra al salir. Todo está atado y calculado. La obra se rige por un plan que nunca se pierde de vista: la conquista de una casa. Una vez que lo logre estaremos ante los momentos más arrebatadores del libro: uno nunca entenderá al padre, lo verá, a lo sumo, con la piedad que dan los años, como a un niño imperdonable. Uno no inventará cuanto no fue, pero imaginará una paz última a su lado: dos flores mecidas por el viento, juntas, pero sin tocarse, “cerca y lejos”, mudas. Ese es el primer cierre, hay otro en el epílogo: es la madre ungiendo de luz al narrador. Nada aquí se supura. De algún modo, son páginas de un libro futuro, más luminoso y ventilado, escrito fuera, lejos de esta casa.

—————————————

Autor: Pablo Acosta. Título: La casa de mi padre. Editorial: H&O Editores. VentaTodos tus libros, Amazon, FnacCasa del Libro.

5/5 (6 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios
  • Elizabeth Bugie y la estreptomicina

    /
    abril 23, 2025
    /

    Sí, yo, como tú, vieja colega, me dediqué a la Microbiología. Y la disfruté. Siempre quise dedicarme a algo que satisficiera mi afán de conocer el mundo que me rodeaba. Desde pequeña me encantaba construir cualquier artilugio, abrir el interior de los aparatos para comprender su funcionamiento. Una máquina rota no era una catástrofe sino una oportunidad de aprendizaje y de disfrute. Porque esa era mi filosofía: emplear la curiosidad como un camino de alegría y placer hacia el conocimiento. Seguramente te preguntarás por qué fui bacterióloga y no física o ingeniera. Yo había nacido en el año 1920 y,…

    Leer más

  • Daniel San: «Siempre hay una voluntad social»

    /
    abril 23, 2025
    /

    En el núcleo del proceso creativo de Daniel San están sus libretas, pequeños cuadernos de viaje que atesora como reliquias de su arte. “Si las perdiera, me daría algo, tío, porque ahí sale todo: la estructura, los contenidos, incluso la estética”, confiesa. Cada una comienza con el lugar y la fecha —Madrid, Milán, Jaén—, un hábito que le permite rastrear a Daniel el origen de sus obras.

  • La cuarta edad de Dioni Porta

    /
    abril 23, 2025
    /

    En paralelo a la historia de estos tres ancianos, Porta propone una reflexión sobre la transformación de las ciudades, en especial sobre la desorientación que la gente mayor siente cada vez que un establecimiento de toda la vida echa el cierre, y sobre las relaciones entre los vecinos, concretamente sobre la necesidad de apoyarse los unos a los otros para hacer frente a las vicisitudes de la vida. Dioni Porta mantuvo una conversación con Álvaro Colomer en el marco de los “Diálogos online” que la ACEC (Asociación Colegial de Escritores de Cataluña / Associació Col·legial d’Escriptors de Catalunya) realiza con el…

    Leer más

  • Sueño que sueño con ella

    /
    abril 23, 2025
    /

    Me confesó que era el único hombre con quien se había planteado ser madre, ella tan guapa y lista, “que se merecía un príncipe o un dentista”. Yo le decía que era la única mujer por la que hubiera tenido el arrojo de tatuarme, quizás una estrella de mar, quizás una caracola. Al final, ni bebé ni un mísero garabato en la piel, tan solo nuestras fotos perdidas en la nube, los libros con sus dedicatorias escritas con tinta invisible, el armario huérfano de su olor y la pobre caracola —¡hola caracola!— que encontramos en aquella isla como resto del…

    Leer más