Imagen de portada: Claude Monet, The Hut in Trouville. Low Tide, 1881.
La gran baza de la Escuela de Imaginadores reside en su material humano, en su cantera de talento. Ahí se encuentra buena parte de nuestro secreto. Y una de nuestras mayores y más jóvenes apuestas es, sin lugar a dudas, Clàudia Sánchez Vidal (Mallorca, 2000). A punto de finalizar un doble grado en Filosofía y Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, completó asimismo sus estudios en la Universidad de Brighton y realizó su Erasmus en la Université Panthéon-Sorbonne de París, y todo ello al mismo tiempo que se formaba como escritora con tanto o más empeño del que ponía en todo lo demás.
La imaginadora Clàudia Sánchez Vidal es dueña de una voz delicada y personalísima, es capaz de deslizarse por las palabras como quien susurra una melodía, de señalar lo pequeño sin hacer ruido y de hacer que lo importante emerja ante nuestros ojos como un milagro casi imperceptible. «La casa del mar» es una muestra de todo esto; una deslumbrante muestra, parcial, como lo son todas. Por eso estamos deseando que pronto puedan leer mucho más y no pierdan la pista a la brillante estela que va dejando la yema de sus dedos.
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La casa del mar
Cuando empieza a venir el calor le dan ganas de esconderse debajo del mar como un cangrejo. Se lo dice a Luis que, aunque no lo sabe, hace un poco como ella ahí, detrás del ventilador todo el día. Le responde que tal vez los cangrejos escalan las rocas para descansar de tanta agua, que tal vez ella se cansaría igual del agua como lo hace del calor, que es mejor quedarse así como están. ¿No crees?, dice. No lo sé, responde Clara. Pero luego piensa que sí lo sabe, que le gustaría mucho ser un cangrejo para vivir dentro del mar. Él se queda mirándola unos segundos y Clara levanta la cabeza dibujando una sonrisa mientras su mano se posa en las piernas de Luis. Apoyada en su hombro, trata de colarse en el libro que sujeta entre sus manos. Incapaz de seguir el ritmo, se cambia y sale a darse el último baño del día. Deja la puerta entreabierta y al cabo de unos segundos oye cómo se cierra y luego los pasos de Luis que la persiguen.
Luis tiene un piso en la ciudad. Es pequeño y lo guarda atiborrado de libros y de cuadernos para los que no se molesta en comprar estanterías. Poco tiempo después de conocerse se dieron cuenta de que tener dos pisos era una estupidez, así que, el día de la mudanza, Clara dejó algunas cosas allí antes de hacer el traslado a la casa del mar. Vivió entre dos paisajes y a cuarenta minutos en coche durante los primeros meses y, con el tiempo, se han ido acomodando a un plan estacional según el cual ahora los inviernos los pasan allá y los veranos aquí. Pero a Luis no le gusta la casa del mar, porque está vacía y porque, dice, hay demasiado silencio.
*
El canto de los pájaros se cuela en los sueños de Clara, algo la hace estremecerse y unos pasos que suenan cada vez más cerca terminan por despertarla. Un chico alto la observa, curioso.
¿Qué miras?, dice confusa.
Debe de ser uno de los adolescentes del pueblo. Su expresión cambia rápidamente y, avergonzado, intenta disculparse. Los músculos de su tronco se tensan bajo el vello y a Clara le gusta presenciar la rapidez con que sus mejillas se vuelven rosadas; puede sentir los poros de su piel abriéndose, inmunes a la brisa fresca que aún corre por el aire. La luz aún es tímida pero ya se intuye el calor que hará más tarde, repleto de una humedad que volverá pegajoso incluso el contacto con uno mismo.
No, no te preocupes. Se incorpora, intentando sonreír: es que me has asustado.
Lo siento, repite. Los dedos de su mano derecha se mezclan con su pelo en un gesto casi automático, mientras evita mirarla.
Clara se ríe: no es nada. Y él se ríe con ella. Tras un extraño silencio, deja que se vaya.
Lleva zapatos cerrados para las rocas, un bañador negro y apretado y, bajo el brazo, unas aletas de buceo de color amarillo. Ella se queda mirándolo unos segundos, de pie, apoyada en la barandilla del porche, hasta que sale corriendo detrás de él por el camino de cemento que conduce a las escaleras que bajan al mar.
¡Eh!, le grita. ¡Eh, tú! ¡Espérame!
Él se gira y sonríe con los ojos medio cerrados, que ahora miran hacia el sol, mientras espera a que Clara llegue hasta él.
¿Qué quieres?
Clara se frota los ojos, jadeando: ¿Puedo ir a nadar contigo?
¿Ahora?, él la mira, confuso, y ella vacila unos segundos.
Sí, ahora. Espérame aquí, voy a ponerme el bañador.
Vuelve a casa y mira rápidamente hacia la pared del fondo: aún no son las siete de la mañana. Sale al jardín trasero a recoger su bañador, aún húmedo, del tendedero, y se lo pone allí mismo, dejando su pijama hecho un ovillo encima de la mesa. Vuelve a entrar en la casa y justo antes de salir ve sus escarpines escondidos en un rincón. Se los pone. Cuando sale, el chico está sentado en el porche, con la espalda encorvada, mirando al suelo. Roza su hombro con la mano y con un gesto le dice que se levante. Andan en silencio el resto del camino.
Cuando llegan abajo, Clara toca el agua con el pie y comprueba que está mucho menos fría de lo que esperaba. Piensa que Luis se quejaría y que probablemente volverían a casa, a hacer el desayuno y a empezar el día como Dios manda. Es como si pudiera oírlo: ya volveremos a nadar a horas más normales, no sé por qué te molesta tanto que haya gente, es verano.
El chico se pone a su lado, con los pies en la roca y la punta de las aletas sobrevolando por encima del agua. Lleva las gafas en la frente y antes de ponérselas la mira y le dice: ¿vienes? Se tira de cabeza como lo haría cualquier nadador profesional en una piscina de competición; Clara piensa que le hubiese gustado que la salpicara. Se sienta en el borde, con media pierna ya dentro del agua, y observa el cuerpo blanco y largo alejarse. Sus muslos, presionados contra la piedra, crean formas ovaladas y hondas en su piel, que es blanda en más sitios de lo que le gustaría. Toca su cuello delgado y manchado de lunares, su cara lisa y suave que aún consigue engañar al tiempo. Imagina que él querría tocarla también, pero que no puede, que ya no podrán alcanzarla nunca unas manos que no sean las de Luis.
Más tarde, desde el mar, verá como el chico se acerca a la orilla y escala por las rocas para salir, y le gustará pensar que él también la mira a ella, ahora que su cuerpo se mueve con las olas y que él se sienta para quitarse las aletas y secarse con los rayos de un sol que empieza a quemar. Se sumerge e intenta ver las algas y los peces que sabe que la rodean, pero los ojos se le enturbian de sal, así que se tumba sobre el agua y se acuerda del último día que hizo el amor con Luis.
*
Era por la tarde, fuera llovía y Clara se había instalado en la mesa del comedor para corregir algunos trabajos que tenía que entregar a finales de semana. Luis no había ido a la universidad; los días que no daba clase le gustaba quedarse en casa solo, rebuscar entre sus torres de libros y encontrar algún tema perdido sobre el que empezar a escribir su próximo artículo. Ahora estaba tumbado en el sofá, leyendo. Giró un poco la cabeza hacia ella e interrumpiendo el sonido de las teclas dijo: ¿qué hacemos para cenar? Sin responder, Clara miró hacia la ventana y vio que ya había oscurecido. Las farolas estaban encendidas y desde donde estaba podía ver una cortina de gotas tan grande como la bombilla precipitarse hacia el asfalto. Cerró el ordenador y se dirigió a la cocina. La nevera estaba medio vacía. Le tiró el folleto de comida japonesa y le dijo que pidiera lo que quisiese. Entonces, Clara pensó que le gustaría no tener que luchar cada mañana para hacerse un hueco en aquel minúsculo y atiborrado apartamento y, mientras Luis marcaba el número de teléfono, volvió a sentarse a la mesa y terminó de escribir la frase que se le había quedado a medias.
*
Flotando siente su peso de una forma extraña, cómo su pelo se riza a la vez que el mar, cómo ondea a uno y otro lado, nunca precipitándose hacia el fondo, en un plano distinto al de las leyes que rigen más allá del agua. Las voces agudas y diminutas de unos niños interrumpen su recuerdo y con un giro brusco pero calculado se zambulle bajo el agua y bucea hasta llegar a la orilla. El chico se levanta y le tiende la mano: una mano fuerte que al inclinarse hacia ella hincha sus venas de sangre, poniendo en evidencia la anatomía casi perfecta de su cuerpo. Clara mueve la cabeza hacia los lados y con el impulso de una ola consigue salir sin ayuda. Él se vuelve a sentar en el mismo sitio, ella se tumba a su lado y continúa oyendo la lluvia chocar contra los cristales y las tuberías de metal, y los resoplidos de Luis mientras al otro lado de la línea le dicen, en un castellano aproximado, que espere unos minutos.
¿Es tuya la casa?, el chico se gira y Clara siente su aliento sobre la cara.
Abre los ojos y asiente, ¿cómo te llamas?
León. Sonríe. ¿Y tú?
Me llamo Clara. León es un nombre bonito. ¿Eres de por aquí?
Mi padre vive en el pueblo, yo solo vengo en verano.
Responde manteniéndole la mirada a Clara, que ahora se ha incorporado, dejando sus manos apoyadas detrás de la espalda. Se fija en las gotas que se han quedado prisioneras en la barba que tan solo comienza a intuirse.
Entonces supongo que nos volveremos a ver.
Las mejillas del chico vuelven a sonrojarse. Le dice a Clara que le ha gustado nadar con ella.
A mí también.
Y, mientras se va, León observa su silueta alejarse escaleras arriba. A su lado, los niños juegan con cazamariposas intentando atrapar a los cangrejos que viven entre las rocas y que, solo a veces, salen a que sus cáscaras se sequen con el calor del sol.
*
Entra sin hacer ruido, recogiéndose el pelo que se ha ido secando de camino a casa. Huele en seguida el café recién hecho, el pan tostado y el aliento de Luis que siempre es amargo y espeso por la mañana. Se lo encuentra como siempre, encorvado, con un libro entre las manos, sentado en una de las sillas de metal que rodean la mesa del jardín.
¿Hay café para mí?
Luis levanta la mirada y le acerca una taza: se habrá enfriado, ¿dónde estabas?
He ido a nadar, hacía mucho calor y no podía dormir. Clara dice esto mientras desenreda la camiseta del pijama y se la pone por encima del bañador.
Siéntate, yo ya he terminado. Te traigo algo para comer. Y Luis se levanta, dejando el libro abierto y boca abajo encima de la mesa, besando el pelo de Clara, mientras ella intenta alcanzar su cintura, que se le escurre entre los dedos.
*
Esa noche la comida nunca llegó. Llamaron repetidas veces sin obtener respuesta hasta que terminaron por rendirse. Luis abrió una botella de vino y se sentó en frente de Clara que, sedienta, se bebió la mitad de la copa de un sorbo. Él alargó su mano, buscándola, y ella entrelazó los dedos con los suyos, que estaban siempre fríos, que eran siempre delgados y que a veces, cuando caminaban sobre su cuerpo, se imaginaba que eran patitas que terminarían por retenerla.
El hambre les impulsaba a acercarse. Siempre empezaban así, desde lejos y en silencio, reconociéndose los cuerpos poco a poco, como si nunca antes se hubieran tocado. Luego, uno de los dos se precipitaba sobre el otro, tal vez demasiado rápido, lo que requería que volvieran a separarse pronto, que terminaran de hacer lo que habían dejado interrumpido, cada uno por su lado, dando vueltas por el apartamento hasta que, sin quererlo, volvían a encontrarse. No importaba mucho dónde ocurriera, no duraba demasiado tiempo, siempre había obstáculos que los alejaban: sillas, paredes, sábanas sucias, zapatos desparejados, horarios estrictos, horarios de trabajo, de comercios que cerraban pronto y que volverían a dejarles sin nada que comer, compromisos, obligaciones, palabras que habían olvidado aquello que designaban, que habían sido arrebatadas de sus significados en una lucha entre dos cuerpos que ahora respiraban acelerados encima de alguna alfombra, de algún sofá, manchados de semen, abrazados y, poco a poco, comprendiendo que todo había sido casualidad.
Pero la postura era incómoda y era fácil coger frío, así que Clara se fue a poner algo de ropa. En la habitación contigua el agua corría sobre el cuerpo de Luis, que hablaba consigo mismo, pronunciando frases que ella no conseguía descifrar desde el otro lado de la puerta. Fuera, la lluvia había parado; Clara sabía que pronto Luis echaría de menos el frío.
*
Voy a bajar a darme un baño, esto es inaguantable.
La habitación está en penumbra, con las persianas bajadas, y solo queda alguna ventana que han dejado medio abierta para no asfixiarse. Clara está sentada en el suelo, lamiendo despacio un helado; Luis parece mirar la televisión, pero está incómodo porque siente el sudor resbalarle por la espalda, porque los rizos castaños que le caen en la frente cada vez están más húmedos, porque la piel del sofá se le pega en las piernas desnudas. No para de moverse, de cambiar de postura continuamente hasta que los labios de Clara, que con el frío se vuelven cada vez más rojos, entran en su campo de visión y entonces se queda quieto y mirándola durante un rato.
Clara asiente: ve tú solo, Julia y yo iremos a tomar algo más tarde.
Pero Luis no quiere irse sin ella, porque a ella la conocen y cuando llegan a las rocas habla con los vecinos, y escoge el mejor sitio para dejar la toalla, y se sumerge en el agua como si su cuerpo estuviera volviendo al lugar al que pertenecía.
De acuerdo, ¿volverás a cenar? Se dirige hacia la puerta trasera arrastrando los pies.
¡No creo, pero te aviso!, grita Clara.
Y ella no logra escucharlo, pero Luis suspira porque no le gusta quedarse solo en la casa del mar, y porque intuye que Clara también lo sabe, y que cada vez más todo lo que tiene que ver con él le importa un poco menos.
*
Les sirven dos cervezas frías. El sol está cayendo y Clara se pierde en la luz y deja de escuchar a Julia durante unos segundos; vuelve a ver el cuerpo de León lanzándose hacia el mar, sus labios pronunciando su nombre, aún mojados de agua salada, que lame instintivamente después de hablar.
Mi hermana me ha dicho que ha visto a Luis esta tarde, que estaba raro, ¿cómo están las cosas? Julia la mira de forma insistente, pero ella no quiere girarse y encontrarse con sus ojos porque sabe desde dónde hablan, que la juzgan de la misma forma que han hecho siempre.
Ya sabes cómo es a veces, estamos bien. Sonríe mientras vuelve a la conversación. Creo que el verano que viene iremos al norte, he pensado en alquilar la casa.
Suena bien. Julia intenta seguirla, algo confusa. ¿Dónde queréis ir? Unos amigos de Miguel llevan años diciéndonos que tenemos que subir a la montaña, que allí el verano es otra cosa. Bebe un sorbo de su vaso mientras hace una mueca. Yo ya no sé si creérmelo, creo que el calor llega a cualquier lado. Al menos aquí tenemos el mar, ¿no?
Clara asiente. Pero esto cada vez está más lleno de gente.
*
Siguen hablando y a su alrededor corretean niños que salen a la plaza mientras los mayores cenan. El aire, algo más fresco que el de la noche pasada, se llena de gritos y de juegos. El volumen de las voces de los comensales es cada vez más alto, las copas y los vasos se vacían y se llenan de forma acompasada, y la plaza parece ser otra, ahora que vuelve a estar habitada. Pero Clara no consigue sentirse parte del ruido. Ha dejado de beber después del segundo cóctel y se remueve en la silla, incómoda. Su mirada se fija en una de las calles más estrechas y espera, impaciente. No se da cuenta de cuando Julia se levanta para ir al servicio, no responde al camarero que le pregunta si quiere tomar alguna cosa más; solo espera. Y fijando su mirada en aquel punto preciso del espacio ignora que un chico alto se dirige hacia ella desde el otro lado de la plaza, que reconoce su pelo, que ahora cae largo y liso sobre su espalda, cubriendo los lunares en sus hombros desnudos; que reconoce sus manos, que ahora se apoyan en sus mejillas sonrojadas por el alcohol, en una posición casi infantil, casi resignada, porque entre el grupo de jóvenes que se amontonan en torno a aquel banco no distingue las piernas largas y delgadas de León. Pasa a su lado, dándole la espalda, y su mirada se desvía hacia Julia, que espera de pie al lado de la mesa.
¿Vamos?, le dice.
Clara tarda unos segundos en salir de su ensimismamiento, pero se levanta. ¿Has pagado?
Sí, pero no te preocupes. Hacía mucho que no nos veíamos. Ambas sonríen.
No hacía falta, responde Clara. Si quieres te acompaño a casa, me apetece dar un paseo antes de volver.
Pobre Luis, lo tienes abandonado. A ver si un día lo traes a casa, Miguel siempre dice que le cae bien.
Clara no consigue decir nada. Cruzan hacia la Iglesia cogidas del brazo y justo antes de entrar en el callejón gira la cabeza y se encuentra con la mirada de León.
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